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Obras Completas de Platón - Plato


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satisfacción de sus deseos. Los que no se ven arrastrados por el amor y están ligados por la amistad antes de obtener los mayores favores, no podrán ver en estas complacencias un motivo de enfriamiento, sino más bien un gaje de nuevos favores para lo sucesivo.

      »¿Quieres hacerte más virtuoso cada día? Fíate de mí antes que de un amante. Porque un amante alabará todas tus palabras y todas tus acciones sin curarse de la verdad ni de la bondad de ellas, ya por temor de disgustarte, ya porque la pasión le ciega; porque tales son las ilusiones del amor. El amor desgraciado se aflige, porque no excita la compasión de nadie; pero cuando es dichoso, todo le parece encantador, hasta las cosas más indiferentes. El amor es mucho menos digno de envidia que de compasión. Por el contrario, si cedes a mis votos, no me verás buscar en tu intimidad un placer efímero, sino que vigilaré por tus intereses durables, porque, libre de amor, yo seré dueño de mí mismo. No me entregaré por motivos frívolos a odios furiosos, y aun con los más graves motivos dudaré en concebir un ligero resentimiento. Seré indulgente con los daños involuntarios que se me causen, y me esforzaré en prevenir las ofensas intencionadas. Porque tales son los signos de una amistad que el tiempo no puede debilitar.

      »Quizá crees tú que la amistad sin el amor es débil y flaca; y, si fuera así, seríamos indiferentes con nuestros hijos y con nuestros padres y no podríamos estar seguros de la felicidad de nuestros amigos, a quienes un dulce hábito, y no la pasión, nos liga con estrecha amistad. En fin, si es justo conceder sus favores a los que los desean con más ardor, sería preciso en todos los casos obligar, no a los más dignos, sino a los más indigentes, porque libertándolos de los males más crueles, se recibirá por recompensa el más vivo reconocimiento. Así pues, cuando quieras dar una comida, deberás convidar, no a los amigos, sino a los mendigos y a los hambrientos, porque ellos te amarán, te acompañarán a todas partes, se agolparán a tu puerta experimentando la mayor alegría, vivirán agradecidos y harán votos por tu prosperidad. Pero tú debes por el contrario favorecer, no a aquellos cuyos deseos son más violentos, sino a los que mejor te atestigüen su reconocimiento; no a los más enamorados, sino a los más dignos; no a los que solo aspiran a explotar la flor de la juventud, sino a los que en tu vejez te hagan partícipe de todos sus bienes; no a los que se alabarán por todas partes de su triunfo, sino a los que el pudor obligue a una prudente reserva; no a los que se muestren muy solícitos pasajeramente, sino a aquellos cuya amistad, siempre igual, solo concluirá con la muerte; no a los que, una vez satisfecha su pasión, buscarán un pretexto para aborrecerte, sino a los que, viendo desaparecer los placeres con la juventud, procuren granjearse tu estimación.

      »Acuérdate, pues, de mis palabras, y considera que los amantes están expuestos a los consejos severos de sus amigos, que rechazan pasión tan funesta. Considera, también, que nadie es reprensible por no ser amante, ni se le acusa de imprudente por no serlo.

      »Quizá me preguntarás, si te aconsejo que concedas tus favores a todos los que no son tus amantes; y te responderé, que tampoco un amante te aconsejará la misma complacencia para todos los que te aman. Porque favores prodigados de esta manera no tendrían el mismo derecho al reconocimiento, ni tampoco podrías ocultarlos, aunque quisieras. Es preciso que nuestra mutua relación, lejos de dañarnos, nos sea a ambos útil.

      »Creo haber dicho bastante; pero si aún te queda alguna duda, si es cosa que no he resuelto todas tus objeciones, habla; yo te responderé».

      ¿Qué te parece? Sócrates; ¿no es admirable este discurso bajo todos aspectos y sobre todo por la elección de las palabras?

      SÓCRATES. —Maravilloso discurso, amigo mío; me ha arrebatado y sorprendido. No has contribuido tú poco a que me haya causado tan buena impresión. Te miraba durante la lectura, y veía brillar en tu semblante la alegría. Y como creo que en estas materias tu juicio es más seguro que el mío, me he fiado de tu entusiasmo, y me he dejado arrastrar por él.

      FEDRO. —¡Vaya!, quieres reírte.

      SÓCRATES. —¿Crees que me burlo y que no hablo seriamente?

      FEDRO. —No, en verdad, Sócrates. Pero dime con franqueza, ¡por Zeus, que preside a la amistad!, ¿piensas que haya entre todos los griegos un orador capaz de tratar el mismo asunto con más nobleza y extensión?

      SÓCRATES. —¿Qué dices? Quieres que me una a ti para alabar un orador por haber dicho todo lo que puede decirse, o solo por haberse expresado en un lenguaje claro, preciso y sabiamente aplicado. Si reclamas mi admiración por el fondo mismo del discurso, solo por consideración a ti puedo concedértelo; porque la debilidad de mi espíritu no me ha dejado apercibir este mérito, y solo me he fijado en el lenguaje. En este concepto no creo que Lisias mismo pueda estar satisfecho de su obra. Me parece, mi querido Fedro, a no juzgar tú de otra manera, que repite dos y tres veces las cosas, como un hombre poco afluente; pero quizá se ha fijado poco en esta falta, y ha querido hacernos ver que era capaz de expresar un mismo pensamiento de muchas maneras diferentes, y siempre con la misma fortuna.

      FEDRO. —¿Qué dices, Sócrates? Lo más admirable de su discurso consiste en decir precisamente todo lo que la materia permite; de manera que sobre lo mismo no es posible hablar, ni con más afluencia, ni con mayor exactitud.

      SÓCRATES. —En ese punto yo no soy de tu dictamen. Los sabios de los tiempos antiguos, hombres y mujeres, que han hablado y escrito sobre esta materia, me convencerían de impostura, si tuviera la debilidad de ceder sobre este punto.

      FEDRO. —¿Y cuáles son esos sabios?, ¿o has encontrado otra cosa más acabada?

      SÓCRATES. —En este momento no podré decírtelo; sin embargo, alguno recuerdo, y quizá en la bella Safo, o en el sabio Anacreonte, o en algún otro prosista encontrará ejemplos. Y lo que me compromete a hacer esta conjetura es que desborda mi corazón, y que me siento capaz de pronunciar sobre el mismo objeto un discurso que competiría con el de Lisias. Conozco bien que no puedo encontrar en mí mismo todo ese cúmulo de bellezas, porque no lo permite la medianía de mi ingenio; pero quizá los pensamientos que salgan de mi alma, como de un vaso lleno hasta el borde, procedan de orígenes extraños. Pero soy tan indolente que no sé cómo, ni de dónde, me vienen.

      FEDRO. —Verdaderamente, mi noble amigo, me agrada lo que dices. Te dispenso de que me digas quiénes son esos sabios, ni de dónde aprendiste sus lecciones. Pero cumple lo que me acabas de prometer; pronuncia un discurso tan largo como el de Lisias, que sostenga la comparación, sin tomar nada de él. Por mi parte me comprometo, como los nueve arcontes, a consagrar en el templo de Delfos mi estatua en oro de talla natural, y también la tuya.[8]

      SÓCRATES. —Tú eres, mi querido Fedro, el que vales lo que pesas de oro, si tienes la buena fe de creer que en el discurso de Lisias nada hay que rehacer y que yo pudiera tratar el mismo asunto sin contradecir en nada lo que él ha dicho. En verdad esto sería imposible hasta al más adocenado escritor. Por ejemplo, puesto que Lisias ha intentado probar que es preciso favorecer al amigo frío, más bien que al amigo apasionado, si me impides alabar la sabiduría del uno y reprender el delirio del otro, si no puedo hablar de estos motivos esenciales, ¿qué es lo que me queda? Hay necesidad de consentir estos lugares comunes al orador, y de esta manera puede mediante el arte de la forma suplir la pobreza de invención. No es porque, cuando se trata de razones menos evidentes, y por lo tanto más difíciles de encontrar, no se una al mérito de la composición el de la invención.

      FEDRO. —Hablas en razón. Puedes sentar por principio que el que no ama tiene sobre el que ama la ventaja de conservar su buen sentido, y esto te lo concedo. Pero si en otra parte puedes encontrar razones más numerosas y más fuertes que los motivos alegados por Lisias, quiero que tu estatua de oro macizo[9] figure en Olimpia cerca de la ofrenda de los Cipsélides.[10]

      SÓCRATES. —Tomas la cosa por lo serio, Fedro, porque ataco al que amas. Solo quería provocarte un poco. ¿Piensas verdaderamente que yo pretendo competir en elocuencia con escritor tan hábil?

      FEDRO. —He aquí, mi querido Sócrates, que has incurrido en los mismos defectos que yo; pero tú hablarás, quieras o no quieras, en cuanto alcances. Procura que no se renueve una escena muy frecuente en las comedias, y me fuerces a volverte tus burlas repitiendo tus mismas palabras: «Sócrates,


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