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Los Hermanos Karamázov. Fiódor DostoyevskiЧитать онлайн книгу.

Los Hermanos Karamázov - Fiódor Dostoyevski


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      —¡Diantre! —exclamó, apenas entró—. En esta casucha no sabe uno a quién dirigirse.

      En aquel momento apareció un hombrecillo calvo, de ojos apacibles, envuelto en un amplio capote, y el cual se anunció como hacendado de Tula.

      —Yo le acompañaré —dijo— a la celda del monje Zossima.

      Por el camino encontraron a otro religioso que les dijo muy cortésmente:

      —El padre superior le invita a almorzar en su casa, después de que haya visitado usted el monasterio. También le invita a usted —añadió, volviéndose hacia el rico labrador de Tula.

      Este marchó al punto, solo, a la celda del superior, y el monje se encargó de conducir a los forasteros, los cuales atravesaron un bosquecillo, guiados por aquel.

      —He aquí el retiro —exclamó Pávlovich—. Ya hemos llegado... ¡Ah, está cerrada la puerta!

      Seguidamente comenzó a hacer repetidas veces la señal de la cruz delante de los santos pintados encima y a los lados de la entrada.

      —¿Cuántos padres son ustedes? —preguntó al monje.

      —Veinticinco —contestó el otro.

      —Que, según creo, pasan la vida mirándose unos a otros y comiendo coles a todo pasto, ¿eh? ¿Y es cierto que no ha traspasado jamás una mujer el umbral de esta puerta? ¡Es sorprendente! Sin embargo, dicen que Zossima recibe también a las señoras. ¿Cómo se explica esto?

      —Y, ¿hay alguna otra puerta para los barines...? ¡No crea usted, padre, que hago yo esta pregunta por malicia, no! Pero en el convento de Atenas no solo no entran mujeres, sino que no admiten ninguna especie femenina; ni gallinas, ni yeguas, ni...

      —Fiódor Pávlovich —dijo Miúsov—, si no cesa usted de burlarse, le dejo, y le advierto que lo harán salir de aquí a viva fuerza.

      —¿Lo molesto?

      —Esperen un momento, señores —observó el monje—. Voy a avisar al starets.

      —Fiódor Pávlovich —murmuró Miúsov—, por última vez le digo que, si sigue comportándose mal, se arrepentirá.

      —No comprendo esa advertencia de su parte —repuso Pávlovich con aire burlón—. ¿Son, acaso, sus pecados lo que le atormenta? Ya sabe usted que el starets lee en los ojos de las personas el motivo que les lleva a él. Y lo que más me extraña es que usted, un parisiense, como si dijéramos, un hombre de ideas avanzadas, dé tanto crédito a lo que dicen los monjes.

      Miúsov no tuvo tiempo de responder. El monje había vuelto y les hizo saber que ya les esperaba.

      Capítulo II

      Inmediatamente entraron en una especie de sala, en la cual salió a recibirles el starets.

      Este venía acompañado de Aliosha y de otro novicio.

      Todos saludaron al anciano con afectada cortesía.

      Zossima estaba a punto de alzar las manos para bendecirlos, pero al observar aquella frialdad, se abstuvo de hacerlo, y devolviendo el saludo les invitó a sentarse.

      Aliosha se ruborizó visiblemente.

      Dos monjes más asistían a aquel coloquio, sentados el uno junto a la puerta y el otro cerca de la ventana. Aliosha, otro novicio y un seminarista permanecieron de pie. La celda era reducida y la atmósfera pesada; los muebles, pocos y modestísimos. Delante de una imagen de la Virgen, oscilaba la luz de una lámpara. Dos esculturas más, cargadas de espléndidos ornamentos, brillaban, próximas a la de la Virgen. En el resto de la estancia se veían diseminados los más diversos objetos religiosos, unos de una vulgaridad pasmosa y otros, en cambio, verdaderas obras del arte antiguo italiano.

      En los muros se veían retratos litografiados de obispos muertos y vivos. Miúsov ojeó distraídamente todos aquellos atributos y fijó luego su mirada en el starets.

      El aspecto de este le disgustó desde un principio; y a decir verdad, el rostro del viejo tenía algo capaz de hacerle antipático a cualquiera. Era un hombre pequeño, encorvado, con las piernas vacilantes. Tenía sesenta y cinco años, pero la enfermedad que lo consumía le hacía parecer diez años más viejo. Su rostro enjuto, seco, por decirlo así, estaba lleno de pequeñas arrugas por todas partes, especialmente en torno de los ojos, ojos diminutos, vivos, brillantes como dos carbones encendidos. Solo le quedaban algunos cabellos, cortos y grises, alrededor de las sienes; la barba, rala; sus labios sonrientes y delgados como un bramante. La nariz, de regular dimensión y bastante puntiaguda.

      “El aspecto de este hombre —pensó Miúsov— hace presentir un alma vanidosa y perversa.”

      El reloj dio las doce.

      Como si hubieran estado esperando esta señal, la conversación comenzó enseguida.

      —La hora convenida —dijo Pávlovich— y mi hijo Dmitri no ha llegado. Le ruego que le perdone, santo anciano.

      Aliosha se estremeció al oír aquellas dos últimas palabras.

      —En cuanto a mí —continuó Pávlovich—, siempre soy exacto. Puntualidad militar. La puntualidad es la cortesía de los reyes.

      —Y usted cree ser un rey, ¿verdad? —murmuró Miúsov.

      —Ciertamente, no; ya lo sé. ¡Qué quiere usted! No digo más que disparates... Perdóneme, santo varón —dijo Pávlovich, volviéndose hacia el superior—. Soy una especie de payaso, de bufón... pero hablo sin malicia; solamente para tratar de distraer a la gente... La alegría es un remedio barato y eficaz... A propósito, grande starets: hace tres años, lo menos, que tenía la intención de venir aquí a informarme para esclarecer algunas dudas... Escúcheme; mas le ruego que no permita a Miúsov que me interrumpa. ¿Es cierto, venerable padre, que hubo un santo mártir, el cual, luego de haber sido decapitado, recogió su cabeza, la besó con amor y anduvo durante mucho tiempo sosteniéndola siempre y sin cesar de besarla? ¿Es esto verdad, o es falso, mis buenos padres?

      —No es cierto —respondió Zossima.

      —En el martirologio no existe semejante cosa. ¿Qué santo era ese? —preguntó el padre bibliotecario.

      —No sé su nombre. No sé nada. Me habrán engañado. Fue Miúsov quien me lo contó.

      —¡Oh, qué embuste! —exclamó el aludido—. ¿Cuándo he hablado yo a usted de eso?

      —A mí no me lo dijo usted; pero contó esta historia, hace tres años, en una reunión en la que me encontraba yo. Sí, sí; usted ha sido la causa de que mi fe haya vacilado durante todo ese tiempo. A usted le debo mi rebajamiento, mi relajación moral...

      Pávlovich hablaba patéticamente, si bien ninguno tomaba en serio las farsas que relataba.

      Miúsov, no obstante, se enfadó.

      —¡Cuánto desatino! —murmuró—. Dice usted más disparates que palabras...

      —¿Acaso no lo dijo usted?

      —Es posible; pero a usted no... Eso que ha dicho se lo oí yo contar a un francés en París... Un hombre ilustradísimo, que estudia especialmente la estadística de Rusia, en la cual ha vivido durante mucho tiempo... Yo, la verdad, no entiendo nada de eso: no he leído nunca el martirologio, ni pienso leerlo... Eso se dijo durante una cena que...

      —Sí —interrumpió Pávlovich—, una cena que me costó...


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