Suya hasta medianoche - Te enamorarás de mí - Oscura venganza. Ким ЛоренсЧитать онлайн книгу.
normalidad.
Había sobrevivido a otra reunión en nombre de su marido y, con un poco de suerte, con su dignidad intacta.
Y solo quedaban trescientos sesenta y cuatro días para volver a ver a Oliver Harmer.
Trescientos sesenta y cuatro largos y confusos días.
Capítulo 3
20 de diciembre, dos años atrás
Restaurante Qingting, Hong Kong
OLIVER miraba el cielo oscuro de Hong Kong por el ventanal del restaurante, intentando no pensar en los camareros, que apartaban mesas y sillas, a punto de cerrar.
Los brazos cruzados sobre el pecho era lo único que sujetaba su loco corazón dentro de la cavidad torácica y el hermoso regalo que tenía en la mano lo único que impedía que golpease la pared con el puño.
No había aparecido.
Por primera vez en años, Audrey no había acudido a su reunión anual.
Capítulo 4
20 de diciembre, el año anterior
Gambas de Caledonia, caviar con ostras Royale Cabanon y jugo de yuzu
–TIENES suerte de que haya venido.
La acusación se coló entre el murmullo de conversaciones y el ruido de las cuberterías y la carísima porcelana. Audrey irguió los hombros bajo la chaqueta de color crema, mirando el gesto enfadado de Oliver.
–Pero estás aquí.
Llevaba una camisa blanca con el primer botón desabrochado, sin corbata. Todos los demás clientes la llevaban, pero tal vez el rígido código de etiqueta del restaurante no se aplicaba a los muy ricos, pensó.
–Parece que tardo en aprender. O tal vez sea ingenuamente optimista.
–Pero estoy aquí, ¿no?
–Y no pareces contenta.
–Tu correo no me dejó elección. No sabía lo bien que se te daba el chantaje emocional.
–No era un chantaje, Audrey. Solo quería saber si vendrías… para ahorrarme el viaje si no era así.
Ella apartó la mirada. Sí, le había dado plantón el año anterior, pero un hombre como Oliver no estaría solo durante mucho tiempo. Especialmente en Navidad, en una ciudad llena de expatriados que añoraban su casa. Estaba segura de que no le habría faltado compañía.
–Y tenías que jugar la carta del mejor amigo muerto, ¿no?
Porque esa era la única razón por la que estaba allí: la relación que Oliver había tenido con su difunto marido. Pero tenía que romper esa amistad.
Él achicó un poco los ojos, pero no mordió el anzuelo. Sencillamente, se quedó mirándola, casi retándola a seguir.
–Han cambiado la moqueta –comentó Audrey, buscando una excusa para no dejarse esclavizar por su mirada. Elegantes y vibrantes libélulas de colores habían reemplazado a una oscura alfombra oriental–. Muy bonita.
–Gerard ha recibido otra estrella Michelin –Oliver se encogió de hombros–. Poner una moqueta nueva me parece una celebración razonable.
–Señora Devaney…
Audrey estuvo a punto de decirle al maître, que les ofrecía la carta, que ya no era la señora Devaney.
–Encantada de volver a verlo, Ming–húa.
–Está usted muy guapa –dijo el hombre, llevándose su mano a los labios–. La echamos de menos el año pasado.
Oliver la miró de reojo mientras el maître los llevaba a su mesa habitual. Pagaba una elevada factura cada año para ocupar el mejor sitio y el más discreto del restaurante, entre el enorme tanque lleno de libélulas y el ventanal que se hallaba frente al puerto.
Audrey admiró el paisaje mientras se dejaba caer en el sofá. Su refugio, que tanto había echado de menos el año anterior. El refugio tranquilo, privado y lujoso del que disfrutaba cada veinte de diciembre.
Un santuario emocional del que había disfrutado durante los últimos cinco años.
Menos el anterior.
Y Oliver Harmer era una parte esencial de ese santuario. Especialmente estando tan guapo como aquel día. No quería fijarse en su aspecto, pero era imposible no hacerlo. Mirase donde mirase, un espejo, un cristal, le devolvían el reflejo de aquel hombre.
Estaban sentados a una mesa con dos sofás, pero cuando terminase la comida los dos estarían recostados, saciados después de disfrutar de los mejores platos y los mejores vinos, contándose todo lo que habían hecho durante ese año.
Al menos, así era normalmente.
Pero ya nada era normal.
De repente, el pequeño espacio que tanto añoraba le parecía claustrofóbico y el champán en una cubitera de cristal parte de una barata escena de seducción. Y la idea de hacer algo que no fuera estar sentada al borde del sofá durante las siguientes doce horas le parecía imposible.
–¿Qué has venido a buscar este año? –le preguntó Oliver, recostándose en el sofá con una copa de champán en la mano. El gesto era tan informal que parecía ensayado–. ¿Stradivarius, Guarneri?
–Un chelo Testore de 1714 –respondió ella–. Ahora dicen que podría estar en el sudeste asiático.
–¿Ahora?
–Se mueve mucho.
–¿Saben que lo estás buscando?
–Me imagino que sí.
–¿Y no saben que siempre consigues lo que quieres?
–Dudo que me conozcan. Olvidas que yo hago el trabajo, pero otra persona se lleva los aplausos. Mi contribución es anónima.
–Anónima –repitió él mientras cortaba la punta de un puro habano–. Seguro que una especialista con un máster en identificación de instrumentos antiguos preocupará más a los ladrones que un montón de policías despistados.
–Bueno, dejemos mi trabajo. ¿Cómo va el tuyo? ¿Sigues siendo rico?
–Apestosamente rico.
–¿Sigues sacándoles una cabeza a tus competidores?
–Cabeza y media.
A Oliver le producía una gran alegría irritar a sus rivales. Gastaba grandes cantidades de dinero en estrategias que sabía los sacarían de sus casillas y eso la hizo sonreír.
–Me preguntaba si vería una sonrisa –dijo él, clavando los ojos en su boca–. Las he echado de menos.
Eso fue suficiente para borrarla de sus labios.
–No me he reído mucho desde el funeral de Blake.
Oliver hizo una mueca, pero disimuló tomando un sorbo de champán.
–Sin duda –murmuró–. Bueno, ¿cómo estás?
Audrey se encogió de hombros.
–Bien.
–¿Y cómo estás de verdad?
¿En serio? ¿Quería hablar de eso? Claro que hablaban de Blake todos los años. Después de todo, él era su conexión, su única conexión. Por eso estar allí le parecía tan raro. Debería haberse quedado en casa y hablar con él por teléfono.
–Los impuestos de sucesión son una pesadilla y la casa estaba asegurada a nombre de la empresa, pero he conseguido solucionarlo.
Oliver parpadeó.
–¿Y personalmente?
–Personalmente,