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Si el tiempo no existiera. Rebeka LoЧитать онлайн книгу.

Si el tiempo no existiera - Rebeka Lo


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sobre todo la de aquellos que me deben obediencia.

      Lo dejó caer como si fuera tan natural como respirar, sin ninguna segunda intención aparente. Hizo un gesto con la mano para que me alzara. Al hacerlo mis ojos se encontraron con los suyos. Se puso pálida, temí haber cometido una incorrección al mirarla directamente.

      —Solo había visto una vez unos ojos como los tuyos y eso fue hace mucho tiempo.

      —¿Puedo preguntaros los de quién, Majestad?

      —Los de una de mis ayas españolas, doña Inés.

      Di un respingo, ¿estaba Catalina sugiriendo que había conocido a mi abuela? ¿A la anterior saltadora de la línea? ¿O era una mera coincidencia? Inés no era un nombre infrecuente y tampoco es que mi familia tuviera la exclusiva de los ojos verdes, pero había concretado que eran como los míos, no de un verde cualquiera, y eso sí que resultaba chocante.

      —Guardo un grato recuerdo de ella. Me instruyó bien en la lengua castellana… Era mucho más tierna y permisiva que lady Mohun. —Sonrió al recordarla antes de recuperar su porte regio y correcto—. Te preguntarás por qué he ordenado que te trajeran ante mí.

      —No he pensado nada, Majestad.

      Ignoró mi comentario.

      —Dicen que eres una… loba blanca. —Me miró en busca de una reacción, yo ni parpadeé—. Siempre me ha parecido fascinante lo que la imaginación popular puede llegar a creer. A mí me pareces bastante humana.

      —Son solo leyendas, Majestad —dije con suavidad.

      —Las leyendas pueden ser un arma peligrosa si su semilla prende en mentes fértiles. —Ahora su mirada era altiva—. Los hombres murmuran y no osan mirarte directamente. Será beneficioso para ellos ver que la fe es más fuerte que la superstición y que su reina es inmune a los supuestos efectos que produce un encuentro contigo.

      ¡De modo que se trataba de eso! Isabel había alimentado la creencia de que era una especie de ser mitológico. Había jugado con el miedo a lo desconocido de los soldados castellanos al llevarme al campamento. Mi presencia en la comitiva parecía querer enviar un mensaje, que los sublevados contaban no solo con la fuerza de un ejército si no también con otras fuerzas de origen sobrenatural. Y la habían creído, una inteligente jugada.

      Asturias tenía una rica tradición mitológica, compartida con otros pueblos celtas. En un entorno agreste y a menudo aislado del resto de España por la compleja orografía los antiguos astures rendían culto a divinidades que mucho tenían que ver con la naturaleza. Vivían en armonía con ella, pero también reconocían y respetaban su poder. Un poder que se extendía sobre la vida y sobre la muerte. Muchas de esas tradiciones perduraron gracias a la transmisión oral de padres a hijos y de hecho habían logrado sobrevivir hasta mi propia época, a veces incluso integradas en la religión católica que les dio una mano de pintura y las adoptó para facilitar la transición de un credo a otro.

      La reina también sabía jugar sus cartas y había utilizado a Pero para amedrentarme y a ella misma para dar ejemplo. Eso es lo que se le supone a una reina. Dio por concluido nuestro encuentro asegurándose de que fuera bien visible que salía de su tienda y confiando a su séquito la labor de propagar su triunfo sobre la loba blanca. Estaba indemne, por lo tanto, yo no podía ser la tal loba. Solo una mujer de piel blanca, nada inusual por estas latitudes por otra parte.

      Me dirigí hacia la tienda en la que estábamos alojadas aún aturdida por mi encuentro con Pero y el comentario de la reina acerca de su aya española. En cuanto crucé el umbral, Constanza se lanzó hacia mí.

      —¿Se puede saber qué has estado haciendo?

      —Nada, salí a pasear.

      —¿En un campamento lleno de soldados enemigos? Sin duda debiste de golpearte la cabeza en ese cerro en que te encontró Bernal. —Parecía preocupada, no había pensado en que en el fondo el capitán me había dejado a su cargo.

      —Perdóname, Constanza, he sido muy poco considerada.

      —Lo has sido, y también imprudente. Si te hubiera pasado algo, yo…

      La abracé con fuerza mientras me disculpaba de nuevo. No pensaba contarle nada acerca del incidente ni a ella ni a Bernal. Tenía que dejar de pensar solo en mí misma y empezar a tener en cuenta que nuestros actos tienen consecuencias sobre otros. Supongo que a eso se le llama madurar y mi aterrizaje en aquel siglo estaba consiguiendo que madurara a marchas forzadas.

      Pasamos la noche en el campamento. Durmiendo a ratos y más bien con un ojo abierto y otro cerrado. Por la mañana se firmó el acuerdo y pusimos de nuevo rumbo hacia Gixón en cuanto nos lo permitió la marea. En un principio, yo había encontrado ridículo trasladar una comitiva de ese tamaño para salvar una distancia tan corta, pero en el juego de la estrategia aparentar era un arma y la condesa la manejaba hábilmente. No en vano, había tenido que sobrevivir en la corte de Enrique II durante cuatro largos años esperando a que el díscolo Alfonso accediera a casarse con ella. Y eso cuando solo contaba ocho años. No debía de haberle sido fácil. El primogénito del rey de Castilla era ambicioso y no estaba de acuerdo con ese matrimonio. Albergaba miras más altas que el compromiso con la bastarda del rey de Portugal. Le traían sin cuidado las alianzas de su padre. Tenía un objetivo y no iba a dejar que nada se interpusiera en su camino.

      Capítulo 9

      ¿RETORNO A CASA?

      —¿Estás bien? —Parecía sinceramente contento de verme. Su tono era el que se emplea con las personas a las que se aprecia. Menos formal, más cercano.

      Sam Waters se había aproximado con disimulo hasta mí al vernos aparecer por la puerta exterior del palacio del conde. En el patio estaban congregados algunos de los hombres principales de don Alfonso, advertidos de la inminente llegada del grupo y a la espera de órdenes de acuerdo a la nueva situación.

      —Perfectamente —contesté intentando bajar del caballo sin estrellarme contra el empedrado del patio. Me ofreció su mano, pero yo quería arreglármelas por mi cuenta, así que seguí revolviéndome sobre la silla hasta que me cogió por la cintura, me descabalgó sin miramientos y me depositó en el suelo.

      Le clavé una mirada iracunda.

      —Hubiera podido hacerlo sola…

      —No lo dudo, pero me temo que la pobre Benilde no tiene todo el día —rio y palmeó el hocico de la yegua—. Vamos a llevarla a las cuadras, necesita descansar.

      La condujimos hasta allí en silencio. Un silencio cómplice.

      —Estaba preocupado por ti.

      —Eso es nuevo.

      —¿Eres siempre así de sarcástica o tengo el placer de ser yo el afortunado destinatario?

      —Perdona. —En las últimas horas había tenido que disculparme más de una vez, tenía que dejar de ponerme a la defensiva con los que se preocupaban por mí. Debía confiar en alguien—. Es solo que me resulta extraño. Apenas nos conocemos.

      —¿Acaso eso importa? —dijo con una expresión burlona dibujada en su hermoso rostro.

      —Supongo que no —contesté encogiéndome de hombros.

      Si teníamos en cuenta que había cruzado a otro plano temporal, vivía en casa del capitán del ejército de un conde sublevado y acababa de conocer a la primera princesa de Asturias, el hecho de que un desconocido se interesara por mi bienestar era lo menos raro que me había ocurrido últimamente.

      Entramos en los establos y Benilde se fue directa a comer. Nos reímos, tenía claras sus prioridades. Sam se acercó a mí con timidez y me invitó a sentarme a su lado sobre unas balas de heno, lejos de la yegua y su voraz apetito.

      —¿De dónde has salido tú, Blanca? —lo dijo en un susurro, como si estuviera preguntándoselo a sí mismo. Sacudió la cabeza espantando algún molesto pensamiento


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