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Si el tiempo no existiera. Rebeka LoЧитать онлайн книгу.

Si el tiempo no existiera - Rebeka Lo


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el percance con el soldado que había concluido con mi encuentro con Pero. Apretó un puño como si fuera a estampárselo en la cara. Le noté tenso al describirle cómo el castellano me había obligado a entrar en su tienda y lo que había ocurrido en su interior, no dijo nada, aunque me inspeccionó discretamente con la mirada en busca de algún daño. También le relaté la impresión que la reina Catalina me había causado. Me escuchaba como si mis palabras fueran lo único en el mundo que le importaba. Me miraba directamente a los ojos. Cuando terminé me cogió la mano y me atrajo hacia sí, iba a decir algo, pero antes de que pudiera hacerlo unos labios bien entrenados atraparon los míos sin posibilidad de escape. Me sorprendí a mí misma respondiendo a ese beso robado con la misma vehemencia.

      —Presiento que esta es una de tus habilidades —dije cuando logré separarme.

      No es que lo presintiera, es que se notaba a la legua que tenía años de entrenamiento.

      —Podría ser, ¿quieres comprobarlo por ti misma de nuevo? —me respondió con picardía.

      —Me temo que debería volver ya a casa de Constanza, me estarán buscando.

      Había logrado recuperar un poco de sentido común, aunque tenía pinta de ser algo efímero.

      —Una verdadera lástima. —Levantó la vista para dedicarme una mirada pausada y chispeante a la vez—. Tenía otros planes… para dos.

      Dudé por un instante, aunque un sexto sentido me avisaba de que estaba jugando con fuego, la propuesta resultaba tentadora. Se recostó apoyando la espalda contra los fardos y ladeó la cabeza. Enarcó las cejas esperando mi decisión, notaba cómo yo me debatía entre quedarme e irme y le resultaba excitante. Esta guerra de guerrillas y escaramuzas había despertado su instinto cazador. Se incorporó y me retiró un poco de hierba seca del pelo, lo hizo despacio, conocedor del efecto que eso provocaba. Me mordí los labios al ver los fuertes músculos del pecho marcarse en su camisa. Se inclinó sobre mí y me dio un beso rápido, casi sin posarse en mi boca. Empecé a notarla seca, con el tipo de sed que solo calma otra boca.

      —¿Piensas seguir usando tus trucos conmigo? —Tenía que reconocer que me estaba embriagando.

      Sonrió y se pasó la mano por el cabello. Contuve las ganas de alargar la mía y enredarme en él. Me las tragué con tanta fuerza que casi me hice daño. En el fondo, y en la forma, deseaba que me doliera justamente para poder dominar mis ansias por tocarle. Su pecho se hinchaba rítmicamente bajo la camisa y pronto sentí que se acompasaba con mi propia respiración, pesada y cargada de una intención que no tenía más que una interpretación posible. El aire que viajaba de una boca a otra nos mantenía conectados. Pero los hechizos están hechos para romperse.

      —Hay algo que quiero dejar claro antes de continuar, Blanca… Yo no me enamoro —lo dijo con voz ronca. Una voz que debía de rasparle la garganta, igual que el aguardiente. Apretó la mandíbula.

      —Ni yo te lo estoy pidiendo —respondí con un tono frío.

      —Mejor entonces —murmuró con la cabeza gacha.

      En mi interior todo era un huracán de confusión. Me levanté de un salto y estuve a punto caer. Dio un paso para sujetarme. Se lo impedí con un gesto cortante y salí corriendo.

      ¿Cómo podía haber sido tan ilusa? Sí, me había besado, ¿y qué? ¿Acaso esperaba una proposición de matrimonio? Apenas nos conocíamos y esto no era una película, era la vida real o al menos la que estaba ocurriendo en estos momentos. Probablemente se hubiera tratado de un impulso pasajero o le había apetecido sin más. Se supone que los piratas no son precisamente un ejemplo de contención de pasiones. Estaría habituado a hacerlo y a ser correspondido sin compromisos de por medio. Tal parecía que yo era la damisela del siglo XIV y él quien había venido del siglo XXI. No era de extrañar, entonces, mi desastrosa vida amorosa si yo no era capaz de interpretar correctamente las situaciones. Ahora mismo lo que estaba era enfadada conmigo misma por haber entrado en su juego. Recorrí a grandes zancadas la distancia hasta Villa Valeri y entré dando un portazo.

      Bernal me salió al paso y me detuvo.

      —Vuelve a entrar y cierra la puerta como es debido.

      Intenté seguir hacia la escalera, pero me cogió por la muñeca.

      —Suéltame, Bernal.

      No me hizo caso, ignorarme empezaba a convertirse en un deporte en aquella villa.

      —Vamos a sentarnos a hablar y vamos a hacerlo ahora mismo.

      Beo había asomado la cabeza y se había dado media vuelta de inmediato regresando a la cocina. Sabía que la marea estaba revuelta y no quería que le pillara en medio.

      Bernal me llevó a la sala donde me había recibido Constanza el primer día y cerró con suavidad la puerta a sus espaldas.

      —Blanca, ya es hora de que aclaremos las cosas. —Yo seguía enfurruñada—. ¿Me estás escuchando, niña?

      Asentí con los brazos cruzados como una cría empecinada en tener razón.

      —Si vas a continuar comportándote así…

      Empecé a sollozar, primero bajito, pero enseguida comencé a hipar y temblar. Era como si todo lo que estaba encerrado en mi interior se hubiera puesto de acuerdo para desbordarse. Me dio un abrazo de oso, me perdí entre sus brazos fuertes y su olor familiar, apoyando mi cabeza en su hombro. En cuanto logré serenarme un poco respiré hondo y desgrané mi historia, o por lo menos las piezas del puzle que había conseguido encajar. No me paré a pensar en lo inverosímil que le parecería ni en si me creería o no. Necesitaba soltar ese lastre y hasta ese día no me había dado cuenta del peso que suponía para mí seguir guardándomelo dentro. Se lo conté todo, hasta le hablé de mi madre y mis momentos de soledad. Me vacié.

      Me escuchó serio, sin interrumpirme. Tratando de comprender algo que ni yo misma lograba entender del todo.

      —Entonces, ¿no sabes cómo regresar? —preguntó al fin.

      Negué con la cabeza.

      —Nunca había tenido un episodio tan largo, que durara más de unos minutos. Y siempre volvía de manera espontánea a mi realidad. Sin tener que hacer nada para forzarlo.

      —Y tu abuela, ¿no te contó nada más?

      —Es posible, lo cierto es que no lo recuerdo. Ha pasado tanto tiempo…

      Se quedó pensativo.

      —Es una historia fascinante. Completamente increíble…, pero fascinante. Te ganarías bien la vida como trovadora o cuentacuentos.

      —Entonces, ¿no me crees?

      Se arrodilló para quedar a mi altura, durante mi narración había permanecido de pie paseando de cuando en cuando por la habitación.

      —Blanca, en mi vida he visto cosas extraordinarias, cosas que algunos llaman milagros y otros llaman ciencia. Soy un hombre con mente de principiante, me gusta tenerla abierta y dejar que entren en ella nuevas ideas. La mente es como un cuarto, si está siempre cerrado el aire de su interior se envicia y se vuelve imposible respirar, así que yo procuro mantener aireada la mía. No es cuestión de que yo te crea o no, es cuestión de que esa es tu verdad y para mí es suficiente.

      Para mí también lo era.

      Capítulo 10

      ELLA Y YO

      Samuel no podía permitírselo. Enamorarse no solo no entraba en sus planes, sino que no iba a consentir que sucediera. Se había dejado llevar con Blanca, había permitido que su parte racional se relajara y, lo que era peor aún, se había permitido sentir con libertad. Que las emociones y sensaciones que la cercanía de ella despertaba en él afloraran a la superficie sin control y la había besado. Se había sentido angustiado al verla partir hacia el campamento del rey Enrique. Una angustia desconocida y mordiente que le surgía de muy adentro. Miedo a perderla, aunque no fuera suya.


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