Seducidos por el amor - Un retorno inesperado - Nunca digas adiós. Кэрол МортимерЧитать онлайн книгу.
Gabriel al ver que permanecía inmovilizada–. Todavía está nevando.
De hecho, nevaba con una fuerza extraordinaria. Todo estaba cubierto de nieve, aunque afortunadamente la nieve no había cuajado en la carretera. Pero no eran ni la nieve ni las condiciones del asfalto las que en ese momento la preocupaban. ¿Qué estaría haciendo Gabriel Vaughan allí cuando ella pensaba que había abandonado la casa hacía más de una hora?
Esperaba que Celia no los viera irse juntos. Aunque, tras haber hablado con ella y haberse dado cuenta de lo poco que sabía sobre Gabriel, la otra mujer parecía haber perdido todo su interés. Jane esperaba que Celia no hubiera interrogado a Gabriel como lo había hecho con ella. Y rogaba al cielo que no se le hubiera ocurrido comentar nada sobre su pelo teñido.
–Vamos, Jane –la urgió Gabriel con impaciencia–. Abre la furgoneta, por lo menos allí no nos mojaremos.
Jane se dirigió automáticamente hacia la furgoneta, abrió la puerta y entró. En cuanto se volvió, encontró a Gabe sentado en el asiento de pasajeros. A juzgar por la sonrisa de safisfacción de su rostro, parecía muy complacido consigo mismo.
–¿Por qué demonios se ha subido en mi furgoneta? –le preguntó Jane irritada. Por aquella noche, ya había tenido más que suficiente.
–Esa es una pregunta muy brusca, Jane.
–Soy una persona muy brusca, señor Vaughan –contestó con sarcasmo–. Y ya ve, creo que ya nos hemos dicho todo lo que teníamos que decirnos.
Gabriel se reclinó en su asiento y la examinó atentamente con la mirada.
–¿Qué es lo que te he hecho, Jane, para despertar en ti tanta animosidad? Oh, acepto que no te gusten mis tácticas comerciales –continuó diciendo antes de que ella tuviera tiempo de contestar–, pero me dijiste, y Richard lo ha confirmado, que no tenías ninguna aventura con él, y Felicity no me dio la impresión de que fuerais grandes amigas, así que no comprendo por qué te preocupan tanto los negocios que haga o deje de hacer con Richard. Tampoco das la sensación de ser un adalid de cualquier lucha en contra de la injusticia. Más bien todo lo contrario.
–¿Qué se supone que quiere decir con eso?
Gabriel se encogió de hombros.
–Quiero decir que no me pareces una persona a la que le guste llamar la atención. Es más, al igual que yo, prefieres pasar desapercibida.
Jane apretó los labios ante aquella declaración.
–Me parece un poco raro que diga eso una persona cuya fotografía acaba de aparecer en un periódico –había vuelto a leer otra noticia sobre él en la que se informaba de su asistencia a una cena benéfica–. Pero bueno, al fin y al cabo ya dejó claro que es usted una persona con una gran vida social.
–Lo creas o no, Jane, la verdad es que odio las fiestas. Y las cenas son todavía más aburridas. Te toque quien te toque al lado, tienes que soportarlo durante un par de horas por lo menos. Y esta noche me he visto atrapado entre Celia y una mujer que podría ser mi abuela.
De hecho, Jane sabía que la dama de la que hablaba era en realidad la abuela de Celia. Una mujer de más de setenta años y ligeramente sorda. Al sentarlo a su lado, probablemente Celia había intentado asegurarse de que Gabriel no hablara con nadie más durante toda la noche.
–Pues disimula muy bien su aversión por las fiestas –respondió Jane secamente.
–Sabes exactamente el motivo por el que fui a cenar a casa de Richard y Felicity –replicó Gabriel–. ¿Y te gustaría conocer el motivo por el que he venido aquí esta noche?
Jane lo miró y reconoció inmediatamente el desafío que encerraba su mirada. Supo entonces, a la luz de la llamada que Celia le había hecho aquella mañana para advertirla de que iban a contar con otros dos invitados, que la razón por la que Gabe había asistido a aquella cena era la última que le gustaría escuchar.
–Es tarde, señor Vaughan –se enderezó en su asiento y metió la llave en el encendido, preparándose para marcharse–. Y me encantaría poder irme a casa –añadió intencionadamente.
Gabe asintió.
–¿Y exactamente dónde está su casa? –le preguntó suavemente.
–En Londres, por supuesto –contestó ella con ironía.
–Londres es muy grande –comentó Gabe, arrastrando las palabras–. Sé que vives cerca de un parque… del parque en el que corres. ¿Pero no podrías ser un poco más específica?
No, no podía. Su privacidad era algo que defendía con la fiereza con la que una leona protegía a sus crías. Su apartamento era para ella su refugio.
–Eres una mujer difícil de conocer, Jane –murmuró Gabe ante su continuado silencio–. Ninguna de las personas con las que he hablado parece tener idea de dónde vives. Tus clientes se ponen en contacto contigo por teléfono, en tu furgoneta no llevas propaganda. ¿A qué se debe tanto secreto, Jane?
Jane se quedó mirándolo con sus enormes ojos castaños abiertos como platos. Había estado hablando con gente sobre ella, había estado intentando averiguar dónde vivía, ¿pero por qué?
–¿Por qué? –repitió Gabe, haciéndole consciente de que había expresado la última parte de sus pensamientos en voz alta–: ¿Tienes idea de lo hermosa que eres, Jane Smith? –le preguntó con voz ronca–. Y tu condenada forma de eludirme te convierte en una mujer mucho más seductora –se había acercado peligrosamente a ella. Estaban tan cerca que Jane podía sentir el calor de su aliento.
Y era incapaz de moverse. Se sentía atrapada en la intensidad de aquellos ojos azules como el mar, paralizada por la repentina intimidad que había brotado entre ellos.
–Jane…
–Yo no lo creo, señor Vaughan –se enderezó en su asiento, alejándose al mismo tiempo de él–. Y ahora, ¿le importaría salir de mi furgoneta? –exigió con enfado, sin estar del todo segura de si su irritación estaba dirigida a él o a sí misma.
¿De verdad había estado a punto de sentir la tentación de besarlo cuando se había acercado a ella? Habría sido una locura. Habría podido destrozar en décimas de segundo los pocos vestigios de paz que había conseguido reunir durante los últimos dos años.
Pero Gabe no se movió. Se quedó mirándola con el ceño fruncido.
–¿Me equivoco al pensar que hay algún hombre en tu vida? ¿Es esa la razón por la que proteges con tanto celo tu intimidad?
¿Y por la que no le había permitido besarla? No lo había dicho con palabras, pero la pregunta flotaba en el aire. Jane era consciente de que para Gabe, un hombre acostumbrado a obtener todo lo que quería, cualquier mujer incluida, detrás su rechazo debía de haber alguna explicación.
–Sí, se equivoca –contestó secamente.
–Ningún hombre. ¿Y una mujer, quizá? –añadió como si acabara de ocurrírsele.
–Tampoco hay ninguna mujer –contestó Jane, descartando aquella posibilidad con un movimiento de cabeza.
–Mira, Jane, he sido completamente sincero contigo desde el principio. Me gustas. En cuanto…
–Por favor, no continúe –lo interrumpió bruscamente–. Lo único que va a conseguir va a ser ponernos a ambos en una situación vergonzosa.
Una ráfaga de enfado cruzó el rostro de Gabriel. Pero rápidamente la controló y apareció en sus labios una relajada sonrisa.
–Yo rara vez me avergüenzo de algo, Jane. Y nada se consigue sin pedirlo previamente.
Jane le dirigió una mirada glacial.
–La mayor parte de los hombres habrían tenido la elegancia de conformarse con un no.
–La mayor parte de los hombres quizá –admitió Gabe–. Pero