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Las leyes de la naturaleza humana. Robert GreeneЧитать онлайн книгу.

Las leyes de la naturaleza humana - Robert Greene


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había desempeñado. Como lo resumiría más tarde el explorador sir Edmund Hillary: “Para liderazgo científico, denme a Scott; para un viaje rápido y eficiente, a Amundsen; pero cuando se está en una situación sin remedio ni salida aparentes, no queda más que ponerse de rodillas y pedir la presencia de Shackleton”.

      Interpretación

      Cuando Shackleton comprendió que era responsable de la vida de tantos hombres en circunstancias desesperadas, advirtió dónde estaría la diferencia entre la vida y la muerte: la actitud de su equipo. Esto no es algo visible. Rara vez se estudia o analiza en los libros. No hay manuales de capacitación sobre el tema. Pero era el factor más importante de todos. Un ligero desliz en el espíritu colectivo, algunas grietas en su unidad y sería demasiado difícil tomar las decisiones correctas bajo tal presión. Un intento de abandonar el témpano nacido de la impaciencia o presión de unos cuantos habría conducido a la muerte. En esencia, Shackleton se hallaba en la condición más elemental y primaria del animal humano: un grupo en peligro, cuyos integrantes dependían unos de otros para su supervivencia. Fue justo en circunstancias como ésas que nuestros más distantes antepasados desarrollaron habilidades sociales superiores, la misteriosa capacidad humana para interpretar el estado de ánimo y la mente de los demás y cooperar. Y en los meses sin sol en aquel témpano, Shackleton redescubrió las antiguas habilidades empáticas que yacen latentes en todos nosotros, porque se vio forzado a hacerlo.

      La forma en que emprendió esta tarea debería ser un modelo para todos. Primero, entendió que su actitud ejercería el rol principal. El líder contagia al grupo con su mentalidad. Gran parte de esto ocurre en el nivel no verbal, cuando la gente capta el lenguaje corporal y el tono de voz del líder. Shackleton se imbuyó de un aire de completa seguridad y optimismo, y observó cómo esto contagiaba el espíritu de sus compañeros.

      Segundo, tuvo que dividir su atención en partes casi iguales entre los individuos y el grupo. De éste, monitoreaba los niveles de charla en las comidas, la cantidad de maldiciones que oía durante las labores, qué tan rápido se elevaba el ánimo cuando comenzaba una diversión. De los individuos interpretaba sus estados emocionales en su tono de voz, lo rápido que consumían su comida, lo despacio que se levantaban de la cama. Si un día notaba un humor particular en ellos, preveía qué podrían hacer poniéndose a sí mismo en un lugar similar. Buscaba señales de frustración o inseguridad en sus palabras y gestos. Tenía que tratar distinto a cada persona, dependiendo de su psicología específica. También debía ajustar cada tanto sus interpretaciones, ya que el estado de ánimo de la gente cambiaba con celeridad.

      Tercero, cuando detectaba negatividad o un descenso en el ánimo, tenía que ser amable. Si reprendía a sus compañeros, haría que se sintieran avergonzados y señalados, con los consecuentes efectos contagiosos. Era mejor conversar con ellos, entrar en su espíritu y buscar formas indirectas de elevar su ánimo o de aislarlos sin que se dieran cuenta de que lo hacía. A medida que practicaba esto, notó que mejoraba. Ya le bastaba con lanzar una veloz mirada cada mañana para anticipar cómo actuarían sus compañeros durante el día. Algunos miembros de su tripulación creían que era un psíquico.

      Comprende: es la necesidad lo que hace que desarrollemos esas facultades empáticas. Si sentimos que nuestra supervivencia depende de lo bien que calculemos el estado de ánimo y mental de otros, hallaremos la concentración indispensable para hacerlo y utilizaremos sus poderes. Normalmente no sentimos tal necesidad. Creemos conocer muy bien a quienes tratamos. La vida puede ser ardua y tenemos muchas otras tareas que atender. Somos perezosos y preferimos depender de juicios simplificados. De hecho, sin embargo, se trata de una cuestión de vida o muerte y nuestro éxito depende del desarrollo de esas habilidades. No lo sabemos porque no vemos la relación entre nuestros problemas y la mala interpretación que hacemos de los ánimos e intenciones de la gente, ni percibimos que esto provoca que se acumulen muchas oportunidades perdidas.

      El primer paso es entonces el más importante: darte cuenta de que posees un magnífica herramienta social que no cultivas. La mejor manera de notarlo es hacer la prueba. Abandona tu constante monólogo interior y presta más atención a las personas. Sintoniza con los variables estados de ánimo de los individuos y el grupo. Obtén una lectura de la particular psicología de cada persona y lo que la motiva. Intenta adoptar su punto de vista, entrar en su mundo y sistema de valores. Tomarás súbita conciencia de todo un mundo de conducta no verbal cuya existencia desconocías, como si tus ojos pudieran ver de pronto la luz ultravioleta. Una vez que percibas ese poder, sentirás su importancia y distinguirás nuevas posibilidades sociales.

      No pregunto al herido lo que siente… Me convierto en el herido.

      —WALT WHITMAN

      3

      VE MÁS ALLÁ DE LA MÁSCARA DE LA GENTE

      LA LEY DEL JUEGO DE ROLES

      La gente se pone la máscara que la haga verse mejor: de diligencia, seguridad, humildad. Dice las cosas correctas, sonríe y se muestra interesada en nuestras ideas. Aprende a ocultar su envidia e inseguridades. Si confundimos esta apariencia con la realidad, jamás conoceremos sus sentimientos verdaderos y en ocasiones su repentina resistencia, hostilidad y manipulaciones nos tomarán desprevenidos. Por fortuna, esas máscaras tienen grietas. Las personas dejan ver sin cesar sus verdaderos sentimientos y deseos inconscientes en señales no verbales, que no pueden controlar por completo: expresiones faciales, inflexiones de voz, tensión corporal y gestos nerviosos. Tú debes dominar este lenguaje y transformarte en un intérprete superior de hombres y mujeres. Armado de este conocimiento, tomarás las medidas defensivas apropiadas. Por otro lado, como la gente te juzga por tu apariencia, aprende a presentar tu mejor fachada y a desempeñar tu papel con gran efecto.

      EL SEGUNDO LENGUAJE

      Al despertar una mañana de agosto de 1919, Milton Erickson, el futuro pionero de la hipnoterapia y uno de los psicólogos más influyentes del siglo XX, quien tenía entonces diecisiete años de edad, descubrió que algunas partes de su cuerpo estaban paralizadas. En los días siguientes, la parálisis se extendió. Pronto se le diagnosticó polio, casi una epidemia en esa época. Acostado en su cama, oyó que su madre hablaba de su caso en otra habitación con dos especialistas que la familia había llamado. Bajo el supuesto de que Erickson dormía, uno de los médicos le dijo: “Su hijo no llegará a mañana”. La madre entró en la habitación e intentó disfrazar su dolor, sin saber que él había escuchado la conversación. Erickson le estuvo pidiendo que moviera el armario junto a su cama a un lado, luego al otro. Ella pensó que deliraba, pero él tenía sus razones: quería librarla de su angustia y que el espejo del armario quedara justo donde debía. Si él empezaba a perder la conciencia, podría concentrarse en el atardecer que se reflejaba en el espejo y conservar esta imagen lo más posible. El sol retornaba siempre; quizás él también lo haría y desmentiría a los médicos. Horas después cayó en coma.

      Recuperó el conocimiento tres días más tarde. Aunque había burlado a la muerte, la parálisis cubría ya todo su cuerpo. Incluso sus labios permanecían inertes. No podía moverse ni gesticular, ni comunicarse con los demás por ningún otro medio. Las únicas partes de su cuerpo que podía mover eran los ojos, lo que le permitía examinar el reducido espacio de su recámara. Confinado en la granja de Wisconsin donde creció, su compañía se reducía a sus siete hermanas, su único hermano, sus padres y una enfermera privada. Para alguien con una mente tan activa, el tedio era insoportable. Un día escuchó a dos de sus hermanas conversar entre ellas y tomó conciencia de algo que no había notado antes. Mientras hablaban, sus rostros hacían toda suerte de movimientos y el tono de su voz parecía tener vida propia. Una le dijo a la otra: “Sí, ésa es una buena idea”, pero lo dijo con un tono uniforme y una sonrisita que al parecer significaban: “No creo que sea en absoluto una buena idea”. Un sí podía querer decir no.

      Prestó atención entonces a ese juego estimulante. En el curso del día siguiente contó dieciséis formas distintas de no, que indicaban varios grados de severidad y se acompañaban en todos los casos por expresiones faciales diferentes. Una hermana respondió sí a algo mientras agitaba la cabeza en señal de no; esto fue muy sutil, pero él lo vio. Si la gente decía sí cuando en realidad quería decir no, parecía hacerse evidente en sus gestos


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