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Las leyes de la naturaleza humana. Robert GreeneЧитать онлайн книгу.

Las leyes de la naturaleza humana - Robert Greene


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porque tal atención es inusual. Mide todas tus relaciones en el espectro del narcisismo. No es una persona u otra sino la dinámica misma la que debe modificarse.

      4. El narcisista sano: el intérprete de los estados de ánimo. En octubre de 1915, el gran explorador inglés sir Ernest Henry Shackleton (1874-1922) ordenó el abandono del barco Endurance, que había quedado atrapado en un témpano de hielo en el Antártico durante más de ocho meses y comenzaba a hundirse. Para Shackleton, esto significó renunciar a su gran sueño de dirigir a su equipo en el primer cruce por tierra del continente antártico. Ésta debía haber sido la culminación de su ilustre carrera como explorador, pero ahora pesaba en su mente una responsabilidad mucho más grande: la de llevar sanos de vuelta a casa a los veintisiete hombres de su tripulación. La vida de éstos dependía de las decisiones que él tomara cada día.

      Para cumplir esta meta, enfrentaba muchos obstáculos: el duro clima invernal a punto de abatirse sobre ellos, las corrientes a la deriva que podían llevar el témpano en que se encontraban en cualquier dirección, los días venideros sin luz, las menguantes provisiones de alimentos, la falta absoluta de contacto por radio o de un barco que los transportara. Pero el mayor peligro de todos, y al que más temía, era la moral de su gente. Bastaría con que unos cuantos descontentos propagaran el rencor y la negatividad para que, pronto, los demás dejaran de esforzarse, se desentendieran de él y perdiesen la fe en su liderazgo. Una vez que esto sucediera, cada quien vería por sí mismo, lo que en este clima podía representar con facilidad el desastre y la muerte. Él tendría que monitorear el espíritu de su grupo con más atención todavía que al inestable clima.

      Lo primero que debía hacer era adelantarse al problema y contagiar a la tripulación del ánimo apropiado. Todo comenzaba con el líder; así tendría que ocultar sus dudas y temores. La primera mañana en la placa de hielo se levantó más temprano que los otros y preparó una ración extragrande de té caliente. Mientras lo servía él mismo a sus compañeros, sintió que lo miraban en busca de señales de cómo encarar su aprieto, así que mantuvo un ánimo ligero y se refirió con un poco de humor a su nuevo hogar y la oscuridad que se avecinaba. Ése no era momento para que expusiera sus ideas acerca de cómo saldrían de ese atolladero, pues eso los pondría demasiado ansiosos. Él no verbalizaría su optimismo sobre las posibilidades, pero lo dejaría sentir en su actitud y lenguaje corporal, aun si tenía que falsearlo.

      Todos sabían que permanecerían atrapados ahí el invierno siguiente. Necesitaban distracciones, algo en que ocupar la mente y mantener su espíritu en alto. Con ese propósito, Shackleton elaboraba cada día una lista de deberes en la que describía quién haría qué. Intentaba revolverla lo más posible, cambiar de integrantes en los grupos y confirmar que no realizaran la misma tarea demasiado a menudo. Cada día había una meta sencilla por cumplir: algunos pingüinos o focas que cazar, algunas reservas más del barco por llevar a las tiendas de campaña, la construcción de un mejor campamento. Al final de la jornada se sentaban en torno a la hoguera sintiendo que habían hecho algo por facilitarse la existencia.

      Con el paso del tiempo, Shackleton afinó su percepción de los variables estados de ánimo de la tripulación. Alrededor de la fogata, se acercaba a conversar con cada miembro del equipo. Con los científicos hablaba de ciencia; con los dados a las artes hablaba de sus poetas y compositores favoritos. Adoptaba su espíritu particular y prestaba atención a los problemas que experimentaban. El cocinero se mostraba muy ofendido porque tendría que sacrificar a su gato, dado que ya no había con qué alimentarlo. Shackleton se ofreció a hacerlo en su lugar. El médico a bordo estaba agobiado por el trabajo pesado; en la noche cenaba despacio y suspiraba fatigosamente. Cuando Shackleton hablaba con él, sentía que cada día se deprimía más. Sin hacerle sentir que estaba rehuyendo las labores, Shackleton modificó la lista para asignarle tareas más ligeras pero igualmente relevantes.

      Pronto advirtió algunos eslabones débiles en el grupo. El primero de ellos era Frank Hurley, el fotógrafo del barco. Era bueno en su trabajo y nunca se quejaba de tener que ejecutar otras tareas, pero era tan presuntuoso que necesitaba sentirse importante. Así, durante uno de los primeros días en el hielo Shackleton se esmeró en pedirle su opinión sobre todos los asuntos significativos, como las reservas de alimentos, y en elogiar sus ideas. Además, le pidió que se alojara con él en su tienda, lo que hizo que se sintiese más importante que los demás y le facilitó a Shackleton no perderlo de vista. El piloto, Huberht Hudson, reveló ser muy egoísta y un pésimo escucha que más bien requería permanente atención. Shackleton hablaba con él más que con los otros y también lo ubicó en su tienda. A los demás sospechosos de latente descontento los dispersó en varias tiendas, para diluir su posible influencia.

      Conforme transcurría el invierno, redobló su atención. En ciertos momentos sentía la aburrición de sus compañeros por la forma en que se conducían y en el hecho de que cada vez hablaban menos entre sí. Para combatir esto, organizaba eventos deportivos en el hielo durante los días sin sol y diversiones en la noche: música, bromas, narración de historias. Se celebraban rigurosamente todas las festividades. Los interminables días a la deriva eran ocupados con momentos estelares y Shackleton distinguió pronto algo notable: su equipo estaba decididamente alegre e incluso parecía disfrutar de los desafíos de la vida en un témpano de hielo sin rumbo fijo.

      Cuando el témpano en el que estaban se volvió peligrosamente pequeño, dispuso a sus compañeros en los tres pequeños botes salvavidas que habían rescatado del Endurance. Debían dirigirse a tierra. Mantuvo juntos los botes y, tras afrontar las feroces aguas, lograron desembarcar en la vecina isla Elefante, en una angosta playa. Mientras inspeccionaba ese día la isla, resultó claro que las condiciones eran hasta cierto punto peores que en el témpano. El tiempo estaba en su contra. Shackleton ordenó al instante que se preparara un bote para intentar llegar, por riesgoso que fuera, al más accesible y deshabitado tramo de tierra en el área: la isla Georgia del Sur, a mil trescientos kilómetros al noreste. Las posibilidades de llegar allá eran remotas, pero ellos no sobrevivirían mucho tiempo en la isla Elefante, expuestos al mar y con muy pocos animales que sacrificar.

      Shackleton debió elegir con cuidado para este trayecto a los otros cinco tripulantes, aparte de él. La selección de Harry McNeish fue muy extraña. Era el carpintero del barco y el miembro de mayor edad de la tripulación, con cincuenta y siete años. Podía ser gruñón y se tomaba a mal el trabajo intenso. Aunque éste sería un viaje muy pesado en su pequeño bote, Shackleton temió dejarlo atrás; lo puso a cargo de acondicionar el bote para el recorrido. Con esta tarea se sentiría personalmente responsable de la seguridad del navío y en la travesía su mente estaría ocupada en las condiciones de navegación.

      Durante el viaje, Shackleton notó que el espíritu de McNeish flaqueaba, y de repente, el hombre dejó de remar. Fue un momento peligroso: si le gritaba a McNeish o le ordenaba que siguiera remando, quizás éste se mostraría más rebelde aún, lo cual era poco recomendable con tan pocos hombres juntos por tantas semanas y con tan poca comida en su haber. Shackleton improvisó, detuvo el bote y ordenó que pusieran a hervir leche para todos. Aseguró que todos estaban cansados, incluso él, y que debían reanimarse. McNeish se libró de la vergüenza de que se le señalara y Shackleton repitió este truco tanto como fue necesario por el resto del trayecto.

      A unos kilómetros de su destino, una súbita tormenta los obligó a retroceder. Mientras buscaban desesperadamente una nueva vía de aproximación a la isla, un pajarillo revoloteó encima de ellos con intención de aterrizar en el bote. Aunque se empeñó en mantener su acostumbrada serenidad, Shackleton la perdió de pronto: se puso en pie y se balanceó con violencia para tratar de ahuyentar al ave en medio de maldiciones. Casi de inmediato se avergonzó y se sentó de nuevo. Durante quince meses había tenido bajo control sus frustraciones, por el bien de su equipo y para mantener la moral. Había establecido el tono. No era momento ahora de tirar eso por la borda. Minutos después bromeó a sus expensas y se juró no repetir jamás esa conducta, por presionado que estuviera.

      Luego de un viaje en pésimas condiciones marítimas, el minúsculo bote logró hacer tierra en la isla Georgia del Sur y varios meses después, con la ayuda de los balleneros que trabajaban ahí, todos los compañeros restantes en la isla Elefante fueron rescatados. Si se considera que todo estaba en su contra:


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