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Las leyes de la naturaleza humana. Robert GreeneЧитать онлайн книгу.

Las leyes de la naturaleza humana - Robert Greene


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pasatiempo para Hughes, quien colocó a varios amigos de Hollywood y colegas de aviación en puestos de alto nivel. Cuando la compañía creció, ocurrió lo mismo con el número de departamentos, pese a lo cual había poca comunicación entre ellos. Todo tenía que pasar por las manos de Hughes; se le debía consultar hasta la menor decisión. Frustrados por tanta interferencia en su trabajo, varios ingenieros de primera habían renunciado.

      Hughes advirtió el problema y contrató a un gerente general para que le ayudara con el proyecto de Hércules y enderezara la compañía, pero se marchó dos meses después. A pesar de que Hughes le había prometido carta blanca en la reestructuración de la compañía, apenas días después de que asumiera el puesto vetaba ya sus decisiones y minaba su autoridad. A fines del verano de 1943, seis de los nueve millones de dólares reservados para la producción del primer Hércules se habían gastado ya, pero éste distaba mucho de estar terminado. Quienes habían respaldado a Hughes en el Departamento de Defensa empezaron a alarmarse. El pedido de reconocimiento fotográfico era crucial para el esfuerzo bélico. ¿El caos interno y las demoras del Hércules anunciaban dificultades con el muy importante pedido de aviones de reconocimiento? ¿Hughes los había engañado con su carisma y su campaña publicitaria?

      A principios de 1944, el pedido de los aviones de reconocimiento resentía ya un retraso irremediable. El ejército insistió entonces en que Hughes contratara un nuevo gerente general para que salvara al menos una parte del pedido. Por fortuna, uno de los mejores hombres para el puesto estaba disponible en ese momento: Charles Perelle, el “joven maravilla” de la producción aeronaval. Perelle no quería el puesto. Como todos los demás en esa industria, estaba al tanto del caos en Hughes Aircraft. Desesperado, Hughes lanzó una ofensiva de seducción. Insistió en que se había dado cuenta de sus errores. Necesitaba la destreza de Perelle. Él no era lo que Perelle había esperado, sino un sujeto humilde que al parecer había sido víctima de ejecutivos inescrupulosos en la compañía. Conocía todos los detalles técnicos de producir un avión, lo que impresionó a Perelle, a quien prometió concederle toda la autoridad que requiriera. Contra su mejor juicio, el joven aceptó el puesto.

      Después de unas cuantas semanas, sin embargo, lamentó su decisión. Los aviones estaban más atrasados de lo que se le había hecho creer y todo lo que veía apestaba a falta de profesionalismo, hasta los pésimos planos de los aviones. Se puso a trabajar, redujo el dispendio y simplificó los departamentos, pero nadie respetaba su autoridad. Todos sabían quién dirigía en verdad la compañía, pues Hughes no cesaba de socavar las reformas de Perelle. Cuando el pedido se retrasó aún más y la presión aumentó, Hughes desapareció de la escena, supuestamente a causa de un colapso nervioso. Al fin de la guerra no se había producido un solo avión de reconocimiento y la fuerza aérea canceló el contrato. Trastornado por la experiencia, Perelle abandonó su puesto en diciembre de ese mismo año.

      Con la intención de recuperar algo de los años de la guerra, Hughes pudo terminar uno de los barcos voladores, después conocido como el Ganso Elegante. Era una maravilla, afirmó, una brillante pieza de ingeniería a muy grande escala. Para desmentir a los escépticos, decidió hacer él mismo una prueba de vuelo. Mientras cruzaba el océano, sin embargo, resultó penosamente claro que la aeronave no tenía ni de cerca la fuerza suficiente para su enorme peso, y kilómetro y medio después tuvo que descender suavemente en el agua y hacer que la remolcaran de regreso. Ese avión no volvió a volar nunca y quedó varado en un hangar a un costo de un millón de dólares al año; Hughes se negó a desmantelarlo y venderlo como chatarra.

      En 1948 el dueño de RKO Pictures, Floyd Odlum, deseaba vender su compañía. RKO era uno de los estudios más rentables y prestigiosos de Hollywood, y Hughes ansiaba volver a los reflectores y establecerse en el cine. Compró las acciones de Odlum, adquirió una participación mayoritaria y RKO cayó presa del pánico. Los ejecutivos conocían la reputación de Hughes por sus constantes intromisiones. La empresa acababa de adoptar un nuevo régimen, instaurado por Dore Schary, que la transformaría en el estudio ideal para los directores jóvenes. Schary optó por renunciar antes de ser humillado, pero aceptó conocer a Hughes, guiado por la curiosidad.

      Éste se mostró encantador. Estrechó la mano de Schary, lo miró a los ojos y le dijo: “No quiero intervenir en la conducción del estudio. Lo dejaré en paz”. Schary cedió, sorprendido por la sinceridad de Hughes y su aceptación de la propuesta de transformación del estudio, y durante las primeras semanas todo fue como él había prometido. Pero entonces comenzaron las llamadas telefónicas. Hughes quería que Schary reemplazara a una actriz en el filme que se producía en ese momento. Éste comprendió su error y renunció de inmediato, llevándose a buena parte de su equipo.

      Hughes llenó los puestos vacantes con personas que seguían sus órdenes y contrataban justo a los actores de su agrado. Adquirió un guion titulado Jet Pilot y planeó hacer de él la versión de 1949 de Los ángeles del infierno. Sería protagonizada por John Wayne y el gran director Josef von Sternberg la dirigiría. Semanas más tarde, Sternberg no soportó una llamada más y renunció. Hughes se hizo cargo; en una repetición absoluta de la producción de Los ángeles del infierno, tardó casi tres años en terminar la cinta, debido sobre todo a la fotografía aérea, y el presupuesto se elevó a cuatro millones de dólares. Hughes había filmado tantas secuencias que no sabía cómo editarlas. Pasaron seis años antes de que el filme estuviera listo, y para entonces las escenas de jets eran por completo anacrónicas y Wayne lucía considerablemente mayor. La película cayó en el olvido. El antes bullicioso estudio pronto comenzó a perder sumas sustanciales y en 1955, frente a la furia de los accionistas por sus malos manejos, Hughes lo vendió a la General Tire Company.

      En la década de 1950 y principios de la de 1960, el ejército estadunidense decidió poner al día su filosofía de combate. Para librar una guerra en sitios como Vietnam, se precisaba de helicópteros, entre ellos uno ligero de observación para labores de reconocimiento. El ejército buscó a posibles fabricantes y en 1961 seleccionó a los dos que habían presentado las mejores propuestas, ninguno de los cuales era la segunda compañía de aviación de Hughes, también desprendida de Hughes Tool (la Hughes Aircraft original marchaba ya con total independencia de aquél). Hughes se negó a aceptar este descalabro. Su equipo de publicidad lanzó una enorme campaña de cabildeo, durante la cual Hughes se ganó, a fuerza de cenas, a los altos mandos del ejército, tal como había hecho veinte años antes con los aviones de reconocimiento fotográfico, gastando dinero a manos llenas. La campaña fue un éxito y Hughes entró en la carrera con los otros dos. El ejército determinó que la compañía que ofreciera el mejor precio se llevaría el contrato.

      El precio que Hughes presentó sorprendió a la milicia: era tan bajo que parecía imposible que la compañía ganara dinero con la fabricación de los helicópteros. Todo indicaba que la estrategia consistía en perder dinero en la producción inicial con objeto de ganar la licitación, obtener el contrato y aumentar el precio en pedidos subsecuentes. En 1965 el ejército otorgó el contrato a Hughes, un golpe increíble para una compañía que había tenido tan poco éxito en la producción de aeroplanos. Si hacía los helicópteros bien y a tiempo, el ejército podría ordenar miles más, y Hughes podría utilizar eso como trampolín para la producción de helicópteros comerciales, un ramo en expansión.

      Como la guerra de Vietnam se intensificaba, el ejército tenía la seguridad de que incrementaría su pedido y de que Hughes cosecharía los beneficios, pero mientras esperaban la entrega de los primeros helicópteros, los oficiales que le habían otorgado el contrato a Hughes comenzaron a inquietarse: la compañía estaba tan retrasada que tuvieron que hacer una investigación para saber qué pasaba. Para su horror, no había una línea de producción organizada. La planta era demasiado pequeña para manejar un pedido de esa magnitud. Todos los detalles presentaban inconvenientes: los planos eran poco profesionales, las herramientas inadecuadas y había muy pocos obreros calificados. Era como si la compañía careciera de experiencia en el diseño de aviones y pretendiera deducirlo sobre la marcha. Ése era justo el mismo predicamento que había surgido con los aviones de reconocimiento fotográfico, que sólo unos cuantos en el ejército recordaban. Obviamente, Hughes no había aprendido la lección de su fracaso previo.

      En esas condiciones, era de suponer que los helicópteros llegarían


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