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Las leyes de la naturaleza humana. Robert GreeneЧитать онлайн книгу.

Las leyes de la naturaleza humana - Robert Greene


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Vemos estos patrones y ellos no, porque a nadie le agrada creer que opera bajo una compulsión más allá de su control. Esta idea es demasiado perturbadora.

      Si somos sinceros, admitiremos que hay algo de cierto en el concepto del destino. Tendemos a repetir las mismas decisiones y métodos de enfrentar problemas. Hay un patrón en nuestra vida, particularmente visible en nuestros errores y fracasos. Pero hay un modo distinto de ver este concepto: no son espíritus ni dioses los que nos controlan, sino nuestro carácter. La etimología de carácter, del griego antiguo, alude a un instrumento para grabar o estampar. El carácter es, entonces, algo tan arraigado o estampado en nosotros que nos empuja a actuar de cierta forma, más allá de nuestra conciencia y control. Podemos concebir ese carácter como poseedor de tres componentes esenciales, cada cual encima del anterior, lo que lo dota de profundidad.

      La primera capa, la más profunda, procede de la genética, del modo particular en que está programado nuestro cerebro, lo que nos predispone a ciertos estados de ánimo y preferencias. Este componente genético puede hacer que algunas personas sean proclives a la depresión, por ejemplo. A algunas las vuelve introvertidas y a otras extrovertidas. Incluso podría inclinar a alguien a ser codicioso, de atención, privilegios o pertenencias. La psicoanalista Melanie Klein, quien estudió a los niños, creía que el niño avaro y codicioso llegaba a este mundo predispuesto a ese rasgo de carácter. Es probable que también otros factores genéticos nos predispongan a la hostilidad, la ansiedad o la franqueza.

      La segunda capa, colocada sobre aquélla, procede de nuestros primeros años y la clase particular de apegos que formamos con nuestra madre y cuidadores. En esos primeros tres o cuatro años, el cerebro es muy maleable. Sentimos más intensamente las emociones, lo que crea huellas mnémicas mucho más hondas que cualquiera de las posteriores. En ese periodo de la vida somos muy susceptibles a la influencia de los demás, y la impronta de esos años es muy profunda.

      El antropólogo y psicoanalista John Bowlby estudió los patrones de apego entre madres e hijos, y determinó cuatro esquemas básicos: libre/autónomo, desdeñoso, entrometido-ambivalente y desorganizado. La huella libre/autónoma proviene de madres que dejan a sus hijos en libertad de descubrirse a sí mismos y que son sensibles a sus necesidades, aunque también los protegen. Las madres desdeñosas son distantes, e incluso hostiles y repelentes. Graban en sus hijos una sensación de abandono y la idea de que deben defenderse todo el tiempo. Las madres entrometidas-ambivalentes no son sistemáticas en su atención; a veces resultan sofocantes y se involucran demasiado, y otras se apartan debido a sus propios problemas y ansiedades. Pueden hacer sentir a sus hijos que deben cuidar a quien debería cuidarlos a ellos. Las madres desorganizadas emiten señales muy contradictorias como reflejo de su caos interior y, quizá, tempranos traumas emocionales. Nada de lo que hacen sus hijos está bien, y éstos podrían desarrollar graves problemas emocionales.

      Hay, desde luego, muchas gradaciones dentro de cada clase y combinaciones de ellas, pero en todos los casos la calidad del apego que tuvimos en nuestros primeros años genera arraigadas tendencias en nosotros, particularmente en la forma que usamos las relaciones para manejar o modular el estrés. Por ejemplo, los hijos de madres desdeñosas tienden a rehuir de cualquier situación emocional negativa y a evitar sensaciones de dependencia; así, quizá se les dificulte comprometerse en una relación o rechacen sin querer a los demás. Los hijos de la variedad entrometida experimentan más ansiedad en las relaciones y tienen muchas emociones encontradas. Son ambivalentes con los demás, y esto afianza evidentes patrones en su vida en los que persiguen a la gente para replegarse inconscientemente después.

      En general, desde esos primeros años la gente exhibe un tono particular en su carácter: hostil y agresivo, seguro y confiado, ansioso y evasivo, pedigüeño y entrometido. Estas dos capas son tan profundas que las desconocemos, así como la conducta que inducen, a menos que dediquemos un gran esfuerzo a examinarnos.

      Sobre ésta se forma una tercera capa, la de nuestros hábitos y experiencias conforme crecemos. Con base en las dos primeras capas, tendemos a apoyarnos en ciertas estrategias para lidiar con el estrés, buscar placer o manejar a las personas. Estas estrategias pasan a ser hábitos que se fijan en nuestra juventud. El estado específico de nuestro carácter sufre modificaciones acordes con las personas que tratamos —amigos, maestros, parejas sentimentales— y la manera en que reaccionan a nosotros. Pero, en general, estas tres capas establecen patrones perceptibles. Tomaremos una decisión particular; esto está neurológicamente grabado en nuestro cerebro. Nos sentimos empujados a repetir eso porque la senda ya está trazada. Esto se convierte en hábito, y nuestro carácter se forma a partir de miles de hábitos; los primeros se fijan mucho antes de que podamos estar conscientes de ellos.

      Hay una cuarta capa también. Se desarrolla a menudo en la infancia tardía y la adolescencia, conforme la gente se percata de sus defectos de carácter y hace lo que puede por encubrirlos. Si una persona percibe que en el fondo es ansiosa y tímida, sabrá que ése no es un rasgo socialmente aceptable, por lo que aprenderá a disfrazarlo con una fachada. Lo compensará tratando de parecer extrovertida o despreocupada, e incluso dominante. Esto no hace sino complicarnos más a determinar la naturaleza de su carácter.

      Algunos rasgos de carácter pueden ser positivos y reflejar fortaleza interior. Por ejemplo, hay personas propensas a ser generosas y abiertas, empáticas y resilientes bajo presión. Pero estas cualidades fuertes y flexibles suelen requerir conciencia y práctica para convertirse en hábitos en los que se pueda confiar. Cuando crecemos, la vida tiende a debilitarnos. Nuestra empatía es más difícil de sostener (véase el capítulo 2). Si somos reflexivamente generosos y francos con todos los que conocemos, podríamos meternos en muchas dificultades. Sin conciencia ni control, la seguridad en uno mismo se vuelve altivez. Sin un esfuerzo consciente, esas fortalezas se desgastan y se convierten en debilidades. Esto significa que las partes más endebles de nuestro carácter son las que producen hábitos y conducta compulsivos, y para mantenerlos no se requieren práctica ni esfuerzo.

      Finalmente, podemos desarrollar rasgos de carácter contradictorios, quizá derivados de una diferencia entre nuestra predisposición genética y nuestras más tempranas influencias, o de que nuestros padres nos hayan inculcado valores diferentes. Tal vez nos sentimos tanto idealistas como materialistas, y estas dos partes están en pugna en nosotros. Esta ley se aplica de todas formas. El carácter contrapuesto, que se desarrolla en los primeros años, revela apenas un patrón distinto, con decisiones que reflejan la ambivalencia de una persona o que oscilan de un lado a otro.

      Como estudioso de la naturaleza humana, tu tarea es doble: primero debes conocer tu carácter, analizar lo mejor posible los elementos de tu pasado que intervinieron en su formación, y los patrones, principalmente negativos, que ves repetirse en tu vida. Es imposible que te libres de esta huella que constituye tu carácter, es demasiado honda. Pero mediante la toma de conciencia aprenderás a mitigar o detener ciertos patrones negativos. Te empeñarás en transformar los aspectos débiles y negativos de tu carácter en fortalezas verdaderas. Y con la práctica podrás crear nuevos hábitos, y los patrones consecuentes, a fin de determinar tu carácter y el destino que le corresponde. (Para más información sobre este tema, véase la última sección de este capítulo.)

      Segundo, debes desarrollar tu habilidad para descifrar el carácter de la gente que te rodea. Para hacerlo, considera el carácter como un valor primario cuando se trata de elegir a una persona con la cual trabajar o a una pareja íntima. Esto quiere decir que debes concederle más valor que a su simpatía, inteligencia o reputación. La capacidad para observar el carácter de las personas —y percibirlo en sus actos y patrones— es una habilidad social crucial. Te ayudará a evitar justo la clase de decisiones que pueden representar años de desdichas: la elección de un líder incompetente, un socio turbio, un asistente intrigante o un cónyuge incompatible que podría envenenar tu vida. Sin embargo, es una habilidad que debes desarrollar a conciencia, porque los seres humanos somos ineptos para efectuar esas evaluaciones.

      La fuente de esa ineptitud es que basamos en las apariencias nuestros juicios sobre los demás. Pero como ya se indicó, la gente suele encubrir sus debilidades a través de presentarlas como algo positivo. Vemos a alguien rebosar seguridad, sólo para descubrir después que es arrogante e incapaz de escuchar. Da la impresión


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