Seducción en África - Deseos del pasado - Peligroso chantaje. Elizabeth LaneЧитать онлайн книгу.
voz la ayudó a frenar aquel ataque de ansiedad. Se obligó a respirar. No había ningún peligro, se dijo con firmeza, hundiendo el rostro entre las manos. El único peligro estaba en su mente. El pánico fue menguando, pero aún estaba temblando.
–Perdóname, Megan; no debería haberme dejado llevar.
Cuando logró reunir el valor suficiente para levantar la cabeza y mirarlo a los ojos, Megan hizo un esfuerzo para hablar.
–Estoy… estoy bien. Pero no vuelvas a hacerlo, por favor –le susurró.
Cal exhaló un largo suspiro y se puso de pie.
–Relájate; voy a traerte algo de beber.
Fue adentro y al cabo de un rato regresó con un botellín de agua. Megan tomó unos cuantos sorbos espaciados, se concentró en el olor de la hierba mojada y el chirrido de los grillos, y poco a poco los latidos de su corazón se fueron calmando.
–¿Mejor? –le preguntó Cal.
Ella asintió.
–Un poco. Supongo que no estás acostumbrado a que una mujer reaccione así cuando la besas, pero no pienso pedirte disculpas. Te has pasado de la raya. ¿En qué estabas pensando?
Cal soltó una risa que sonó forzada.
–No voy a intentar siquiera responder a esa pregunta. ¿Puedo hacer algo más por ti?
–No, gracias; creo que lo que necesito es estar un rato a solas para acabar de calmarme.
–Comprendo. Iré a hacerle compañía a Harris en el bar. Tú no te irás a ninguna parte, ¿verdad?
–Solo a la cama –el ataque de ansiedad la había dejado exhausta. Apenas tenía fuerzas para hablar–. Llévate la llave; con un poco de suerte puede que ya esté dormida cuando llegues.
–De acuerdo. Descansa, mañana tenemos un largo día por delante. Olvidémonos de lo que ha pasado y divirtámonos –Cal se dio la vuelta para marcharse, pero giró la cabeza y añadió–: No volverá a pasar, Megan, tienes mi palabra. No volveré a asustarte de ese modo. Y tienes razón en que no me debes ninguna disculpa; soy yo quien debe disculparse: siento mucho haberte alterado de ese modo.
Incapaz de articular una respuesta, Megan apartó la mirada y oyó cómo se alejaban sus pasos. Ya estaba más calmada, pero el beso de Cal le había desatado un torbellino. Era un hombre atractivo, pero nunca se había imaginado en un contexto íntimo con él. Siempre se había mostrado frío y desdeñoso con ella.
Sin embargo, no lo habría descrito como frío cuando había tomado posesión de sus labios. Con el último hombre que la había besado, el médico del campo de refugiados, no había sentido nada. Con Cal, en cambio, había experimentado una sobrecarga sensorial tan fuerte que la había aterrado. ¿Qué podía significar aquello? ¿Estaba superando el trauma, o estaba empeorando? ¿Qué pasaría si dejase que la besara de nuevo?
Temblorosa, se rodeó la cintura con los brazos. De momento, al menos, había pocas probabilidades de que eso ocurriera; Cal le había prometido que no volvería a hacerlo. Y ella, si sabía lo que le convenía, se aseguraría de que cumpliese esa promesa.
En cualquier caso, esa noche había descubierto algo: Cal no era el problema, sino ella, se dijo, y se levantó y entró en el bungalow.
* * *
Cal no estaba de ánimos para sentarse en el bar con Harris, y al final acabó paseando a la luz de la luna con un enjambre de pensamientos dándole vueltas en la cabeza.
No había entrado en sus planes besar a Megan esa noche, pero había ocurrido y, aunque el beso solo había durado unos segundos, su apetito no había hecho sino aumentar. De hecho, ni siquiera después del modo en que había reaccionado Megan lo había abandonado el deseo de llevársela a la cama y darle tanto placer que acabase desapareciendo el terror que la había asaltado.
Sin embargo, la reacción frenética de Megan le había abierto los ojos. No solo estaba agotada por el tiempo que había pasado trabajando en los campos de refugiados de Darfur. Y no estaba simplemente traumatizada por las cosas que había visto allí. No, le había ocurrido algo a ella.
Como no había cobertura no podía utilizar el teléfono móvil, pero en la recepción había unos cuantos ordenadores algo anticuados pero funcionales con conexión a Internet para el uso de los huéspedes. Se sentó en uno de los que estaban desocupados, accedió a su cuenta de correo electrónico y revisó los mensajes que había recibido. Luego se puso a escribirle un mensaje al director de personal de la Fundación J-COR solicitándole una copia de los informes de evaluación psicológica de Megan y su historial médico de los últimos dos años.
Se suponía que esos documentos eran confidenciales, pero como presidente de la fundación tenía el poder para pasar por encima de las reglas.
Había ido a África para hacer justicia por el robo del dinero y la muerte de Nick, pero no había contado con aquellas complicaciones ni con la inesperada fragilidad mental de Megan, ni con que él sentiría de pronto el impulso de ayudarla, de rescatarla. Ni mucho menos había contado con que se implicaría emocionalmente como se estaba implicando.
Algo despertó a Cal. Abrió los ojos y se incorporó. Cuando los sentidos empezaron a despejársele, oyó unos gemidos ahogados y movimientos bruscos que provenían del sofá.
Apartó las sábanas, encendió la lámpara de la mesilla de noche y se bajó de la cama. Cuando llegó junto a Megan, vio que se le habían enredado por completo las sábanas y que en medio de sus pesadillas se movía de un lado a otro, intentando liberarse.
–Megan… –la llamó suavemente–. Megan, despierta, estás soñando.
Visiblemente atormentada, ella siguió moviéndose y farfullando. Con cuidado, le desenredó la sábana de las piernas. Aquello pareció calmarla un poco, porque dejó de revolverse, aunque su expresión seguía siendo tensa y asustada. Cal alargó la mano y le apartó un mechón de la frente, que estaba perlada de sudor.
–No pasa nada –murmuró–. Estás a salvo. Estoy aquí, contigo.
Megan abrió los ojos y lo miró aturdida.
–¿Cal?
–Estabas soñando.
Megan sollozaba, nerviosa, y Cal recordó que cuando le había entrado el ataque de ansiedad en el hotel había dejado que la abrazara, y eso parecía haberla ayudado. Sin embargo, cuando la había besado se había puesto frenética, así que decidió que sería mejor no tocarla sin su permiso.
–¿Quieres que te abrace?
Megan vaciló, pero luego asintió, y la rodeó suavemente con sus brazos, apretándola contra su pecho. Ella se aferró a él como una niña asustada.
«Megan, Megan, ¿qué te asustó de esa manera? ¿Qué puedo hacer para ayudarte?».
Hacía algo de frío en la habitación, y al mirar el reloj vio que aún era demasiado temprano para levantarse.
–Deja que te lleve a la cama conmigo –le dijo–. Te doy mi palabra de que no voy a intentar nada. Allí estarás más cómoda y te sentirás más tranquila conmigo a tu lado. ¿Te parece?
Como ella no dijo que sí pero tampoco que no, la alzó en volandas, y ella se agarró a sus hombros. La depositó con suavidad sobre el colchón, la tapó, rodeó la cama para acostarse él también y apagó la luz. Aunque Megan estaba acurrucada lejos de él, notó por el movimiento de la sábana que aún estaba temblando.
–¿Estás bien? –le preguntó.
–Se me pasará.
–Cuéntame que estabas soñando.
¿Estaría presionándola demasiado? No estaba seguro de que Megan fuera a contestarle, pero después de inspirar temblorosa, finalmente habló.
–Había una chica que solía ayudarme cuando