El escándalo del millonario. Kat CantrellЧитать онлайн книгу.
la única persona a la que había conocido en mucho tiempo que no pareciera impresionada por su posición y riqueza.
Eso le gustaba.
–Pero si esperaras evitar a alguien, este sería un lugar muy oportuno –se apoyó en la pared y cruzó los pies–. Nadie sabría dónde estabas, a no ser que te hubieran estado observando antes.
Las sombras no ocultaron el rubor de Alex.
–¿Me estabas mirando?
–Vamos, cuando una mujer lleva un vestido como ese, no debe sorprenderla que un hombre se dedique a mirarla.
Ella bajó la vista y frunció el ceño.
–Solo es un vestido –masculló.
El vestido de color hueso tenía un matiz dorado que captaba la luz cuando ella se movía, y se le ajustaba a las curvas, lo cual demostraba que las tenía.
Había atraído su atención por completo porque implicaba que no se oponía a arreglarse de vez en cuando para acudir a un acontecimiento social. Los políticos acudían a muchos y él iba casi siempre sin compañía.
Tal vez hubiera hallado a una posible acompañante.
–Nunca te había visto con un vestido. He ido a las reuniones de Fyra Cosmetics dos o tres veces y tú, querida, has reinventado el concepto de ropa informal. Cass, Trinity y Harper siempre llevan trajes de chaqueta, pero tú sueles ir en vaqueros.
Las otras tres cofundadoras de Fyra vestían bien y no les importaba pagar para hacerlo. Phillip diría que prefería a una mujer elegante. A Gina le gustaban las tiendas lujosas, y las escasas mujeres que le habían interesado desde la muerte de su esposa eran muy exigentes en cuanto a lo que se ponían.
Sin embargo, le dejaban de interesar al poco tiempo.
Pero Alex… Alex le intrigaba. Había destacado inmediatamente de las otras tres socias cuando su primo Gage le había presentado a las fundadoras de Fyra Cosmetics.
A Phillip le fue imposible no prestar atención a la mujer de cabello castaño recogido en una cola de caballo y vestida con una camiseta y unos vaqueros. Era desconcertante que la directora financiera no llevara maquillaje.
Quería conocerla mejor, comprender por qué no dejaba de pensar en ella, por qué era tan distinta de las mujeres que conocía. Pero debía andarse con cuidado con el sexo opuesto por muchas razones, sobre todo por su aversión al escándalo.
Además buscaba a alguien que fuera una compañera permanente y solo una mujer idónea podría desempeñar ese papel. Y sus criterios para elegirla eran muy exigentes.
No tenía sentido que una mujer se hiciera ilusiones si nos los satisfacía. No sabía si Alex encajaría en esa categoría, pero iba a averiguarlo.
–¿Y tus invitados? Te estoy impidiendo que estés con ellos.
–Creo que son setenta y ocho –Phillip no se movió–. Pero tú también eres mi invitada. Habría sido una negligencia por mi parte no preocuparme por cómo estabas, después de haberte visto esconderte detrás de esta estatua.
–El vestido me resulta incómodo –se señaló el torso–. Nada está donde debería.
Él, como era de esperar, dirigió la vista a la zona indicada.
–A mí me parece que todo está en orden.
–Porque me lo acabo de colocar.
Sin querer, él se imaginó a Alex escondiéndose detrás de la estatua para meterse las manos debajo del vestido y «colocarse todo». Fue incapaz de descartar la imagen, de no experimentarla.
Y aquel pequeño espacio fue insuficiente para contener a un senador, a una directora financiera y la enorme atracción que fluía entre ambos.
Se contuvo para no preguntarle si necesitaba ayuda para colocarse algo más. Lo tenía en la punta de la lengua. Pero un senador de Estados Unidos no se dedicaba a decir lo que le parecía, por muchas ganas que tuviera de flirtear con ella. Entre otras cosas.
La vida de Phillip no era suya, nunca lo había sido ni tampoco consentiría que lo fuera. Era un Edgewood, un miembro de una familia de hombres de estado y de magnates del petróleo que confiaba en que fuera el primero en llegar a la Casa Blanca.
Para lograrlo, necesitaba tener esposa, así de claro. En Estados Unidos no se había elegido a un presidente soltero desde el siglo XIX. El problema era que su corazón le seguía perteneciendo a Gina, y pocas mujeres estaban dispuestas a desempeñar un papel secundario, aunque la actriz principal estuviera muerta.
Se hallaba en un grave dilema. O se casaba con alguien para guardar las apariencias y se resignaba a la soledad los cincuenta años siguientes o esperaba conocer mágicamente a una mujer que aceptara sus normas matrimoniales: serían amigos y amantes, desde luego, pero el amor no iba incluido en la oferta, ya que sería una traición de primer orden.
Sabía que no era justo, pero no creía en las segundas oportunidades. Nadie tenía la suerte de hallar un alma gemela dos veces. Alex lo entendería si era la mujer adecuada para él.
–¿Quieres una copa de champán? –le preguntó.
–¿Tanto se me nota que necesito una copa? –preguntó ella con ironía–. ¿O es que me has adivinado el pensamiento?
Él sonrió.
–Ninguna de las dos cosas. Me parece que es una pena que estés en este rincón preocupándote por el vestido y no disfrutes de la fiesta.
Ella puso los ojos en blanco mientras se colocaba detrás de la oreja un mechón de cabello que se le había escapado del peinado.
–Se necesita mucho más que champán para que yo me divierta en un fiesta de etiqueta.
Ya estaba de nuevo con sus comentarios inoportunos. Él sonrió.
–¿Debo sentirme insultado porque mi fiesta no está a la altura de tus expectativas?
Ella lo miró con expresión horrorizada.
–¡No! La fiesta es perfecta porque… bueno, tú eres tú y los invitados y la casa son estupendos. Es evidente que soy muy torpe para la charla trivial.
Alzó los ojos y lo miró con una expresión vulnerable e insegura que lo conmovió. La atracción que sentía por ella aumentó por una simple mirada.
–No eres torpe, sino sincera, lo cual resulta estimulante.
–Me alegra que lo creas así –frunció el ceño–. A las personas como yo no las suele ir a buscar el anfitrión de la fiesta. Tendemos a ocultarnos tras una estatua y a tener problemas de guardarropa.
–¿Por qué has venido si no te gusta arreglarte?
Era evidente que no se había transformado en alguien a quien le gustara hacerlo, lo que era una pena. Cada vez se alejaba más de ser candidata a acompañante permanente. El problema era que cuanto más estaba allí con ella, más quería olvidarse de sus reglas para el matrimonio.
–Ya sabes por qué.
La corriente subterránea entre ambos aumentó de temperatura cuando se miraron a los ojos. La atracción que sentía hacia ella era un problema de enormes proporciones.
–¿Has venido por mí? –preguntó, aunque no era verdaderamente una pregunta.
Ella le sonrió, dándole a entender que sí.
–Me halaga que te hayas puesto un vestido incómodo y te hayas maquillado para mí.
–Se debe a un arranque de espontaneidad. No es propio de mí, pero espero que, al final, haya merecido la pena.
Phillip estuvo a punto de gemir. Alex le encantaba. ¿Por qué no podían ser dos personas normales que se encuentran en una fiesta y no tienen ningún otro plan que pasárselo bien?
–Soy fan de las mujeres espontáneas.