Novia prestada - En la batalla y en el amor. Elizabeth LaneЧитать онлайн книгу.
dependía el futuro de su hijo.
La verdad la sacudió como una explosión. Se había estado regodeando en la autocompasión, pero había llegado el momento de crecer, de madurar. Tenía un hijo en camino. Por el bien de ese niño, necesitaba hacer justamente lo que más temía.
Decidida, volvió a la casa. No ganaría nada escondiéndose de Edna Seavers. Y Judd tenía razón. Tendría que ser ella la que diera el primer paso. Cuanto más lo retrasara, más tensa se volvería su relación.
Al pasar por la fuente, se detuvo para refrescarse las manos y la cara. Intentó peinarse con los dedos húmedos su melena enredada. Como mujer casada que era, no podía seguir llevando trencitas de niña. Pero tampoco tenía pasadores para recogerse el cabello con elegancia, como convenía a una dama. Así que por el momento se haría una única y gruesa trenza a la espalda y se la ataría con el pedazo de hilo que llevaba en el bolsillo. Elegante no era, pero tendría que valer para su presentación en la mesa del desayuno.
Judd le había dicho que su madre solía levantarse temprano y desayunar en el comedor. Seguramente ya estaría allí. Hannah sólo podía confiar en que estuviera de buen humor para recibir compañía…
Subió las escaleras del porche y abrió la puerta. El comedor estaba entre el salón y la cocina. La fugaz esperanza de que Edna no hubiera bajado todavía se reveló vana cuando descubrió su figura de pajarillo sentada a la cabecera de la mesa. No de pajarillo, se corrigió; más bien parecía un diminuto halcón. Sus ojos, grises como los de Judd, se entrecerraron cuando la vio entrar en la habitación.
—Aquí estás —dijo la mujer, señalando con la cabeza la silla vacía a su izquierda—. No estaba segura de que tuvieras educación suficiente para aparecer.
Sólo entonces advirtió Hannah el servicio que habían dejado dispuesto para ella: el plato de porcelana con borde dorado, con la servilleta doblada bajo el cubierto de plata. Tomó asiento en la elegante silla estilo Reina Ana.
—Me disculpo por llegar tarde —murmuró.
—Ya. ¡Gretel!
—¿Sí, señora? —Gretel apareció en el umbral, luciendo un vestido negro con cofia y delantal blancos.
La vestimenta era tan absurda como ponerle un vestido de primera comunión a un bulldog, pensó Hannah, pero se abstuvo de hacer cualquier comentario. Si Edna Seavers quería vestir a su ama de llaves como una elegante doncella de salón, era problema suyo.
—Un poco de té de menta, por favor, Gretel. Una taza para nuestra pobrecita niña. Yo tomaré otra también.
—Mi nombre es Hannah, señora Seavers.
—Sí, claro —hizo un gesto de desdén—. Come una galleta, anda.
—Gracias —Hannah escogió una galleta de la bandeja, se la llevó a la boca y le dio un pequeño mordisco. Era una galleta hojaldrada, sabrosísima. De las habilidades culinarias de Gretel no tenía ninguna queja, desde luego.
—Cielo santo… ¿siempre comes así? —Edna la estaba mirando horrorizada.
—Lo siento, no sé a qué se refiere —Hannah se había servido sólo cuando la invitaron y además no se había metido toda la galleta en la boca.
—¡Eso! ¡Morder una galleta así, directamente! ¡Nunca antes había tenido que presenciar maneras tan espantosas en una mesa!
Hannah luchó contra el impulso de levantarse de golpe y marcharse. Pero se prometió que, sucediera lo que sucediera, no dejaría que Edna le hiciera perder la paciencia.
—Quizá podría usted enseñarme la manera correcta de comer una galleta, señora Seavers —dijo educadamente.
Edna se limpió los labios con una esquina de la servilleta.
—Conociendo a esa familia tuya, no me sorprende que nunca hayas aprendido. Yo no te invité a venir a esta casa, pero dado que ya estás aquí, tendrás que aprender a comportarte en la mesa. De lo contrario, dormirás en el granero y dormirás con los cerdos.
Hannah se encogió como si se hubiera quemado. Ciertamente había crecido en la pobreza, pero nadie en su familia le había dirigido palabras tan groseras. Se obligó a morderse la lengua. Estaba soportando aquella humillación por el bien de su hijo.
—Primero la servilleta —dijo Edna—. Tienes que ponerla sobre tu regazo, doblada por la mitad, así.
En casa, el padre de Hannah había comido con un simple trapo de secar enganchado en el peto de su pantalón. Mary y las niñas tenían los delantales para proteger sus vestidos. Aquella servilleta que tenía delante parecía tan pequeña como inútil.
—Mírame y haz exactamente como yo.
Hannah imitó los movimientos de los dedos de ardilla de Edna, colocando la galleta sobre el platillo de plata que estaba al lado de su plato.
—Y ahora, con el cuchillo de la mantequilla…
Edna cortó una punta de mantequilla y la dejó cuidadosamente en el borde del platillo. Luego partió un pedazo pequeño de galleta, untó una minúscula cantidad de mantequilla y se llevó el diminuto bocado cuidadosamente a la boca.
Todo el proceso le pareció a Hannah lo más absurdo y menos práctico del mundo. A la gente que comía de esa manera evidentemente le sobraba tiempo que perder.
—Y ahora, hazlo tú para que yo te vea —Edna se recostó en la silla mientras clavaba en Hannah su mirada de halcón.
Le temblaron las manos mientras untaba de mantequilla el minúsculo pedazo de galleta. Se disponía a llevárselo a la boca cuando escapó de entre sus dedos y cayó sobre el inmaculado mantel de lino.
—Oh… —Hannah se apresuró a recogerlo y comérselo, esperando que Edna no viera la mancha de grasa que había dejado la mantequilla.
La había visto, por supuesto. La mujer arqueó una fina ceja y se puso a tamborilear con los dedos sobre la mesa.
—Que una mujer tan torpe y estúpida haya conseguido encandilar a un hijo mío es algo que escapa a mi comprensión. Repítelo, niña, y esta vez… ¡hazlo bien!
A esas alturas, los nervios de Hannah estaban tan alterados que apenas pudo sostener el cuchillo: se le escapó de la mano y cayó con un estrépito al suelo. Sólo la llegada de Gretel con el té la libró de una reprimenda.
Hannah se obligó a conservar la paciencia mientras Gretel le llevaba otro cuchillo. Edna le estaba enseñando a comportarse como una Seavers. Apretaría los dientes y aprendería todo lo que pudiera.
Estudió la manera en que su suegra tomaba el té e imitó todos sus movimientos. Poco a poco, consiguió superar los siguientes minutos sin cometer ninguna incorrección. Sí, estaba aprendiendo. Y el té de menta le estaba sentando bien. Fue incluso capaz de probar los huevos revueltos.
—He avisado a una modista para que te haga ropa nueva —dijo Edna—. Evidentemente no puedes pasearte por ahí con esos harapos que has traído de tu casa. Cualquiera diría que te has pasado los diez últimos años enganchada a una mula… ¡algo que, por cierto, es bien posible!
A pesar de su resolución, aquello le afectó. Después de todo, sus padres habían hecho todo lo posible para que sus hijos fueran bien vestidos.
—No todo el mundo puede permitirse bonitos vestidos, señora Seavers. Dado que no pienso asistir a ningún baile de gala, seguiré con la ropa que llevo puesta.
—¡Absurdo! ¡La gente te verá! ¿Qué pensarán de mí si dejo que mi nuera vista como una pilluela? Priscilla Hastings es la mejor modista de todo el condado. También es una excelente peluquera —miró ceñuda la gruesa trenza que Hannah se había hecho apresuradamente—. ¡Qué desgracia de pelo! ¡He visto colas de caballo mejor cepilladas que tu melena!
—No necesita usted…
—Ni una palabra más, jovencita —Edna se levantó