Novia prestada - En la batalla y en el amor. Elizabeth LaneЧитать онлайн книгу.
levantó bruscamente la cabeza. Que criticara su ropa y sus maneras era una cosa. Pero que insultara a su familia era algo completamente distinto.
—¡Mis padres son gente honrada y trabajadora! —le espetó—. No me importa quién se crea que es, señora Seavers. ¡No consentiré que hable de mi familia en ese tono!
Edna ya había llegado al umbral de la puerta. Volviéndose, arqueó una ceja con desdén.
—Bueno, por lo menos tienes agallas, niña. Puede que lo tuyo tenga solución. Tengo que escribir unas cartas. Priscilla estará aquí a las diez. Dile a Gretel que me avise cuando llegue.
El bastón de Edna resonó lúgubre en el suelo de madera mientras se alejaba hacia su habitación. Hannah permaneció sentada a la mesa, temblando. Estaba haciendo todo lo posible por llevarse bien con su suegra. Pero al parecer ella estaba decidida a humillarla de todas las maneras posibles.
Maldijo a Judd… ¿cómo podía haberse largado a las montañas, dejándola allí sola con aquella mujer? O quizá ése había sido el plan… Juntarlas a las dos y luego quitarse de en medio. Si eso era lo que había pretendido, ¡iban a tener algo más que palabras cuando volviera a casa!
Gretel abrió la doble puerta que separaba el comedor de la cocina. Entrecerrando los ojos, miró primero la mesa y luego a Hannah.
—¿Ha terminado ya, señorita?
La servilleta se le cayó al suelo mientras se levantaba.
—Ya he terminado, gracias —respondió, luchando contra las lágrimas—. Y no me llamo «señorita». Mi nombre es Hannah. O, si prefiere las formalidades, soy la señora Seavers. Señora de Judd Seavers —y abandonó apresurada la habitación.
Cuando la calesa de la señora Priscilla Hastings se detuvo ante la casa de los Seavers, Hannah ya había recuperado la compostura. Después de salir a dar otro paseo con el perro, había regresado a tiempo de lavarse bien la cara para que no se le notara que había llorado y de desenredarse bien el pelo.
Pensó que estaría lista y preparada para lo que pudiera suceder. Pero cuando, de pie ante la ventana de su dormitorio, vio a la elegante modista descender de la calesa, se le volvió a encoger el corazón. Consciente de que se llevaría una reprimenda si no bajaba pronto, estaba esperando en el salón cuando Edna entró con la modista. Priscilla Hastings, viuda, de unos cuarenta y tantos años, era una mujer rellenita, de generoso pecho, mejillas sonrosadas y pelo gris primorosamente peinado. Hannah se había preparado para que le cayera mal, pero inmediatamente cayó rendida ante su simpatía.
—Creo haberte visto por el pueblo, Hannah… sí, camino de la estación con alguna carta, si mal no recuerdo. Bueno, no importa, empecemos ya.
Sentándose en una otomana, abrió el gran bolso que llevaba. Dentro había varias revistas del Harper’s Bazaar, un maletín guateado lleno de retales de tela, una cinta de medir, tijeras, un cuaderno de notas y un acerico lleno de alfileres.
—Necesitarás algo para salir, por supuesto, y varios vestidos para casa —le dijo, hojeando una revista—. Te he señalado algunos estilos que podrían venirte bien.
Hannah lanzó una mirada aterrada a Edna, que se había instalado en su mecedora. Seguro que tenía que saber que, de allí a dos meses, ninguno de aquellos vestidos le valdrían. ¿Por qué entonces no decía nada?
Edna hizo un gesto casi imperceptible con la cabeza, y Priscilla sonrió.
—Creo que vas a tener un bebé. Te haré los vestidos con dobles costuras para que podamos agrandarlos quitando unos pocos pespuntes. Cuando tengas el bebé, volveré y los arreglaremos otra vez. No te preocupes, que no diré nada: soy una mujer muy discreta. ¿Cuánto tiempo crees que duraría en este trabajo si fuera por ahí contando cuentos en cada casa? Y ahora echa un vistazo a estos modelos, a ver qué te parecen…
Las dos horas siguientes pasaron volando. Después de escoger el diseño y la tela de cuatro vestidos, dos de calicó, uno de cambrai y otro de seda azul marino de cuello blanco, la modista le tomó meticulosamente las medidas. Priscilla no cesó de hablar mientras recogía la cinta y tomaba notas.
—Con esto debería bastar para que me ponga manos a la obra con tu nuevo vestuario, querida. Necesitarás enaguas y demás ropa interior, así como zapatos y medias. Ahora que ya sé tus medidas, elegiré algunas cosas en el pueblo y te las traeré con el primer vestido.
—Muchas gracias. Jamás había imaginado que luciría una ropa tan bonita.
—Agradéceselo a tu suegra —le dijo la modista—. Fue ella la que me llamó. ¿Qué le parece, señora Seavers? ¿Le parecen bien los vestidos?
Edna hizo un gesto de indiferencia con la mano.
—Supongo que sí. Y no hay necesidad de que me dé las gracias. No podría consentir que un miembro de mi familia fuera por ahí vestido de harapos, ¿verdad? ¡Y ahora sube con la niña a su habitación y haz algo con ese pelo tan horrible que lleva!
27 de junio de 1899
Querido Quint,
Si mis cartas te han llegado, entonces sabrás lo del bebé y lo de mi boda con Judd. No es que seamos realmente marido y mujer, eso ya lo sabes. Estamos esperando que vuelvas a casa para que podamos arreglar la situación.
Hannah dejó la pluma sobre el escritorio. Sus labios se movieron silenciosamente mientras releía lo que había escrito en el lujoso papel de hilo que había encontrado en el escritorio de su habitación. ¿Qué pensaría Quint cuando descubriera que se había casado con Judd? ¿Entendería el sacrificio que su hermano había tenido que hacer para darle a su hijo el apellido familiar? ¿Por qué todo había tenido que complicarse tanto? ¿Por qué no había podio Quint regresar a casa y casarse con ella?
Judd me ha dicho que te ha escrito una carta explicándote las cosas. Hace dos semanas que se marchó a llevar el ganado a los pastos de verano y no he vuelto a saber de él. Pero tu madre ha sido muy generosa conmigo. Trajo a una modista a casa para que me hiciera unos vestidos nuevos. Esta mañana llevo uno, la señora también me enseñó algunas maneras de recogerme el pelo. Me dijo que tenía el cabello más bonito que había visto en su vida, pero yo estoy segura de que sólo quería ser amable. Todavía tengo que aprender a peinarme bien. Esta mañana he intentado hacerme una trenza en espiral…
¿Pero por qué le estaba hablando a Quint de su pelo? ¿Por qué debería un hombre interesarse por semejantes trivialidades?
Las cosas marchan bien aquí, en el rancho. Judd dice que hiciste un buen trabajo mientras él estuvo fuera. Pal te echa de menos. Se ha convertido en mi mejor amigo. Damos paseos hasta la poza y recordamos lo bonito que era estar contigo.
La ropa está empezando a apretarme por la cintura. Todavía no he sentido moverse al bebé, pero en unas pocas semanas sí que lo sentiré. ¡Cómo me gustaría que estuvieras aquí, compartiendo todo esto conmigo! Si lees esta carta, por favor escríbenos para que sepamos que estás bien. Estoy preocupada. Judd está preocupado. Y tu madre también. Todos te queremos.
Las lágrimas le nublaron la vista. Siempre había sido una sentimental, pero al parecer el embarazo había acentuado aquel rasgo de su carácter. El simple hecho de pensar en Quint, tan lejos, le cerraba la garganta.
Terminó la carta con una frase alegre, le puso un lacre y bajó las escaleras. Dado que Edna no aprobaba que su nuera se paseara por el pueblo sola, a Hannah no le quedaba otro remedio que enviarla con Gretel, que cada semana iba al pueblo a hacer la compra.
Desde luego, habría preferido llevarla ella misma. Entre otras cosas, porque echaba de menos el agradable atajo que atravesaba los prados, con los mirlos revoloteando sobre su cabeza y el rumor de las altas hierbas al paso de su falda. El hogar de los Seavers era una mansión suntuosa. Pero desde la partida de Judd, se había sentido como una prisionera, en absoluto un miembro de la familia. Por primera vez en su vida, Hannah tenía mucho tiempo libre y no sabía qué hacer con él: