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Novia prestada - En la batalla y en el amor. Elizabeth LaneЧитать онлайн книгу.

Novia prestada - En la batalla y en el amor - Elizabeth Lane


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fuera dos semanas, con el ganado. Pero, hasta el momento, es más un hermano que un marido.

      Se interrumpió, intentando encontrar las palabras más adecuadas. Fiel a su palabra, Judd no le había puesto una mano encima. Pero sus sentimientos por él distaban de ser fraternales. La oscuridad de su alma la asustaba y fascinaba a la vez.

      —Es incómodo… tanto para él como para mí, creo. Ambos necesitamos tiempo para acostumbrarnos a la situación. Quizá por eso se ha ido a las montañas.

      —¿No lo echas de menos?

      La pregunta de Annie la había sorprendido. Echaba de menos a Judd, incluso más de lo que le habría gustado admitir. Él era el único de la casa Seavers que la trataba como si su presencia allí le importara realmente.

      —Sí, me siento un poco sola —había replicado—. ¿Por qué no vas a visitarme? Serías bien recibida en cualquier momento.

      —¿Bien recibida? ¡Me sorprendería que la vieja Edna no me echara con una horca!

      —Yo soy un miembro de la familia, no una prisionera. Puedo recibir visitas cuando quieras. Si la señora Seavers te pone nerviosa, podemos hablar en mi habitación o salir a dar un paseo. Pero me encantaría que vinieras a tomar el té de las cinco. ¡Gretel hace unas tartas de limón que se te deshacen en la boca!

      Annie se la había quedado mirando horrorizada.

      —¿El té de las cinco? ¡Oh, Hannah, yo nunca sería lo suficientemente fina para eso!

      La comida había sido otro desastre. La madre de Hannah le había hecho un hueco en la mesa. Pero cuando Hannah lanzó una furtiva mirada al guiso, vio que apenas había suficiente para todos. Reunirse con su familia había significado quitarles la comida de la boca.

      Pretextando un dolor de estómago, había dado un beso a todos y se había marchado. La próxima vez que volviera, les prometió, no lo haría con las manos vacías. Al fin y al cabo, Judd le había asegurado que podía hacer uso de su pensión para comprar regalos a la familia.

      Pero se necesitaría algo más que unos cuantos regalos para sacar a los Gustavson de su miseria.

      Cuando llegó a la alambrada que separaba las dos propiedades, Hannah se volvió para contemplar el lugar que durante diecinueve años había llamado su hogar. El tejado estaba medio hundido y las paredes de troncos sin desbastar apenas protegían el interior del viento de invierno. La granja producía apenas lo suficiente para dar de comer a su familia.

      ¿Cómo podía permitir que su familia siguiera viviendo así mientras ella estaba rodeada de abundancia y comodidades? Tenía que hacer algo. Sus padres eran demasiado orgullosos para aceptar ayuda, pero quizá podría encontrar alguna manera de ayudarles a mejorar su nivel de vida, o el menos el de los niños.

      Si se atreviera a plantearle a Judd el asunto… Pero él ya había sido más que generoso con ella. ¿Cómo podía pedirle más ayuda?

      No había puerta en la alambrada de los Seavers. Con el tiempo, Quint y ella se habían acostumbrado a pasar entre el alambre de espino. Después de pisar el alambre inferior y de levantar cuidadosamente el superior, se recogió las faldas y se agachó para pasar. Justo en ese momento sucedió algo increíble. Una culebra de campo, inofensiva pero larga como un brazo, surgió de entre la hierba y se acercó a su pie.

      No era la primera vez que Hannah veía una culebra, pero aquélla la asustó. Instintivamente dio un grito y saltó hacia atrás. Demasiado tarde oyó el sonido de la tela al rasgarse y sintió el arañazo del alambre de espino. Acaba de estropear su nuevo vestido, comprado con el dinero de los Seavers.

      Poco a poco se desenganchó y pasó al otro lado. Los arañazos de la espalda no eran profundos, pero estaba sangrando. La falda estaba desgarrada. ¡Qué desastre! ¡Edna Seavers le soltaría la mayor reprimenda de su vida!

      Cabizbaja, continuó andando por el sendero. Lavaría el vestido y procuraría arreglarlo lo mejor que pudiera. Pero nunca volvería a estar como antes. Peor que el destrozo era pensar en lo desagradecida que quedaría ante los ojos de Edna. La señora había sido lo suficientemente generosa como para comprarle un bonito vestido… y ella lo había roto.

      La gran casa se levantaba a los lejos, blanca y brillante como la puerta de un cielo donde tendría que responder por sus pecados. Se enfrentaría al castigo que merecía con valentía y resignación. Era lo menos que podía hacer.

      Al acercarse a la casa, se dio cuenta de que algo había sucedido. Hombres y caballos se arremolinaban en el corral. Reconoció la carreta que había partido para las montañas. El corazón le dio un vuelco. Los hombres habían vuelto. Y Judd entre ellos.

      Sin preocuparse del vestido roto y de la sangre que le corría por la espalda, echó a correr.

      Sólo cuando llegó a la puerta trasera y entró en el patio, se dio cuenta de que los hombres estaban sacando algo de la carreta: una camilla improvisada con dos ramas y una manta de lana. Tumbada, la figura de un hombre.

      Hannah recorrió con la mirada la fila de rostros, buscando el único que no estaba. Se le cerró la garganta como si la estrangularan unas manos invisibles.

      El hombre de la camilla gimió. Y Hannah se volvió para mirarlo. Judd tenía la ropa llena de sangre. Todo él estaba lleno de golpes, arañazos, cortes. Vio que abría los párpados hinchados.

      —Hola, Hannah… siento no estar muy presentable… —cerró los ojos y volvió a desvanecerse.

      Hannah se volvió entonces hacia un joven vaquero, el que tenía más cerca.

      —¡Tú! ¡Monta en seguida y ve a buscar al médico! ¡Date prisa! Los demás, metedlo dentro. Ya me contaréis luego lo que ha pasado.

      La madre de Judd había salido al porche con su bastón. Estaba blanca como la cera. Permanecía tiesa como una vara, apretando los labios. Quint le había contado a Hannah que su padre había muerto en una estampida de ganado, y que los hombres le habían entregado su cuerpo destrozado. En aquel preciso instante, la pobre mujer debía de estar reviviendo aquella antigua pesadilla.

      —¡No, señora Seavers! —gritó Hannah, corriendo hacia el porche—. ¡Judd está vivo! ¡Sólo está herido, no se va a morir!

      Edna le dio la espalda y entró en la casa. Un instante después, Hannah oyó el portazo que dio al encerrarse en su habitación.

      El joven vaquero había ensillado un caballo y salía ya disparado hacia la puerta del rancho. Hannah se volvió de nuevo hacia los hombres que portaban la camilla: no estaba acostumbrada a mandar, pero alguien tenía que tomar las decisiones, y rápido.

      —Llevadlo al comedor y poned la camilla sobre la mesa. Si el doctor necesita operarlo, ése será el mejor lugar. Ya lo acostaremos después.

      Al Macklin, el capataz, le lanzó una mirada llena de respeto.

      —Buena idea. Ya habéis oído a la señora, chicos. Mantenedlo bien horizontal. Despacio…

      Judd apretó la mandíbula mientras los hombres subían la camilla al porche. Sufría horribles dolores, pero se esforzaba por no demostrarlo. Hannah le agarró una mano por debajo de la manta que le cubría.

      —Creo que tiene algunas costillas rotas… y el cielo sabe qué más —dijo Al en voz baja—. Pero después de lo que le ha pasado, señora, su marido tiene suerte de seguir vivo —con unas pocas frases, la puso al tanto de lo ocurrido—. Salvó al ternero. El viaje en carreta debió ser un infierno para él. Pero Judd Seavers las ha pasado peores. Es un tipo duro.

      —Sí —Hannah le apretó la mano con fuerza—. Ya lo sé.

      Entraron al comedor, apartaron las sillas e instalaron la camilla sobre la mesa cubierta por el mantel de lino. Las ramas rasgarían la tela y arañarían la madera de caoba, pero no importaba.

      Macklin despidió a los hombres.

      —Hicimos todo lo que pudimos para traerlo aquí. Supongo


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