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Nosotras presas políticas - Группа авторов


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apenas conservada se hizo llama otra vez.

      Fue mi gran amor… En el 84 nos reunimos en la calle otra vez, construimos una casa, tuvimos dos hijas y nos quisimos mucho… hasta que tomamos diferentes caminos para siempre.”

      “GRACIELITA” GRACIELA SCHTUTMAN

      *

      Avanzado el año, la represión se extendió y mostró un especial tinte de crueldad en la provincia de Tucumán, donde los militares habían tomado el mando total con el comandante de la 5ª Brigada, general Acdel Vilas. Por los relatos de las que llegaban desde allí a Devoto nos enteramos de que ya habían habilitado centros clandestinos donde se torturaba, vejaba y mataba, y que algunos interrogatorios eran llevados adelante por personal especializado de Bolivia, Chile y Brasil.

      Entonces empezaron a llegar a Devoto familias enteras, como doña Eva, de sesenta años, con sus dos hijas, a quienes habían arrancado del monte tucumano. También habían detenido a su esposo y a su hijo. Ellos vivían en una casa en las laderas del monte donde criaban animales y hacían su huerta. El ejército los acusó de abastecer de víveres a los guerrilleros, bombardeó su casa, al igual que todas las que se encontraban a la subida del cerro. Los detuvieron y destruyeron todo lo que encontraron a su paso matando, incluso, a los animales.

      “Yo había nacido el 10 de julio de 1960. Tenía quince años, cursaba tercer año del Bachillerato en el Colegio San Miguel, jugaba al volley, me gustaba sentir el olor de los azahares, de la tierra cuando llueve, me gustaba sentir ese calor húmedo y, sobre todo, tenía muchos sueños.

      Mi madre era maestra nacional; mi padre, taxista. Mi hermana cumplía 20 años la misma noche en que me detuvieron. Estaba casada con un médico, Carlos Gramajo, tenían un hijo, José Ernesto (que era mi primer sobrino y ahijado), y estaba embarazada de 3 meses. Vivía en esa época con mis padres, ellos estaban muy felices con el nieto varón. Mi papá lo mimaba con una ternura que me sorprendía, mamá le hacía ropita, lo cuidaba y se sentía feliz de ser abuela. Yo era muy menuda, pesaba unos 43 kilos. Mi cabello era muy ondulado. Practicaba deportes en el club del barrio, que me quedaba a una cuadra de casa.

      Ese 24 de noviembre de 1975, hace veintiocho años, tenía 15 años, 4 meses y 14 días. Estaba durmiendo junto a mis padres cuando ingresaron por los fondos y por el frente de la casa muchos hombres que venían en falcon verde y con pañuelos negros para tapar sus rostros. Mi padre identificó a Marcos Hidalgo, y entonces continuaron el operativo a cara descubierta. Participaba también un oficial de la policía apodado el Tuerto Albornoz.

      Requisaron toda la casa mientras mis padres estaban contra la pared en el comedor. A mí me sacaron con esposas y en el auto me vendaron los ojos. Aún recuerdo la cara de espanto de mis padres que no podían entender qué les estaba pasando.

      Esa noche, luego de dar varias vueltas en la jefatura de policía de Tucumán, ingresé a un lugar con mucha luz donde me preguntaron si conocía a cientos de personas que me nombraban una tras otra. Yo temblaba de miedo y sentía los golpes de otros que ingresaban. Pasé la noche de pie, atada y vendada.

      Luego de tres días, más o menos, me sacaron junto a otros detenidos y nos llevaron a un lugar de horror que luego supe que era la Escuelita de Famaillá. El ingreso fue durísimo: luego de desnudarnos a cada uno de los detenidos nos revisaron cada centímetro de nuestro cuerpo, nos colocaron unas esposas que se ajustaban al más mínimo movimiento, nos ataron los pies y nos colocaron vendas muy ajustada en los ojos, todo bajo la amenaza de volar nuestras cabezas ante el menor movimiento raro.

      Pasé toda la noche parada, sin tomar un sorbo de líquido. Por la mañana nos pusieron al sol, con una música muy fuerte. Unas horas después ingresé a la cama de tortura, me ataron los pies y las manos como si estuviera estaqueada, abrieron mi pantalón y mi camisa y comenzaron a picanear mis pechos, mis manos, la cabeza… el dolor era intenso. No podía respirar. Quería llorar y no podía. Quería gritar y no podía. El aire me faltaba.

      En total estuve veinte días desaparecida, y a disposición del PEN hasta mayo de 1978.

      Esos días han sido de mucha angustia y aún hoy, tan sólo la semana pasada, no pude salir de casa: el miedo se apoderó de mí. Ni un instante he podido separar esos recuerdos de mi mente. Quiero que este día pase, quiero pensar en otra cosa y no puedo. Aparece esa adolescente asustada de quince años que quiere salir de Devoto y volver a casa.”

      “ANITA” ANA ROMERO

      “Fueron a mi casa a las 3 de la mañana. Yo les abrí, quise prender la luz y me pegaron. Alcancé a ver que estaban encapuchados. Me sacaron descalza, me hicieron subir a un auto y me vendaron. Me llevaron a “Famaillá”, que era un campo de concentración. Me pusieron las manos atrás y me esposaron y me tiraron al suelo. Yo estaba embarazada de 4 meses. Después me sacaron para interrogarme. Allí me torturaron. ¡Cómo sufrí pensando que iba a perder a mi hijo! Sentí tanto odio e impotencia, tenía deseos de decirles tantas cosas, de gritarles el odio que sentía por ellos, pero tuve que callar. Estuve una semana allí. Después me llevaron a otro campo de concentración: “Fronterita”. Me torturaron y lo que más hicieron fue pegarme en la panza, porque a toda costa querían que perdiera a mi hijo. Estuve muy mal, pasé mucha tensión porque me amenazaban con que iban a matarme, sufrí humillaciones. Escuchaba noche y día cómo torturaban a otros. Después me llevaron a la cárcel de Villa Urquiza, llegué con 6 meses de embarazo, y cuando fue la hora del nacimiento de mi hijo no me llevaron a la maternidad: lo tuve en una celda y me atendieron las compañeras. Inés cortó el cordón con una tijera herrumbrada. Cuando empecé con los dolores de parto pedía por favor que me llevaran a la maternidad, pero no lo hicieron. Vino la partera y me puso una inyección para dormir y mi hijo casi se muere asfixiado, pero las compañeras lo sacaron a los tirones. Por pocos minutos no se muere.”

      HORTENSIA

      Desde la Provincia de Buenos Aires otra querida compañera, “Cachita” Margarita Fernández Otero, llegó a la cárcel con más de 60 años. La detuvieron las fuerzas policiales en su casa. Buscaban a su hijo, su único familiar, que fue fusilado cuando intentaba escapar de un cerco policial a los pocos días de la detención de Cachita.

      “En marzo de 1975 llegué al penal de Olmos. Recuerdo que Cachita enseguida me tomó del brazo y “me invitó” a caminar por lo que era el patio del penal. Como hacíamos todas ante una compañera nueva, ella quiso saber por qué yo estaba ahí. A la vez que me contaba cómo se las arreglaban para que los días no pesaran tanto.

      “¿Te martirizaron mucho, nena?”, me preguntó. Y comenzó a contarme cómo la trataron a ella en el momento en que la detuvieron.

      “Me acusaron de poner “canfletos” (por panfletos) y no sé qué bombas”, decía.

      Ella era viuda y con un hijo, el Indio, a quien fueron a buscar una noche las fuerzas parapoliciales de aquella época. Al no encontrarlo a él la llevan a ella, quedando detenida a partir de allí. Por entonces tendría alrededor de 60 años, creo. Su cabello era totalmente cano, delgada, de pasos cortitos, no dejaba de caminar cada vez que podía hacerlo.

      Su vida en libertad había sido tranquila, con cierto bienestar económico. Nos contaba que iba elegantemente vestida con su tapado de piel al Teatro Colón a escuchar conciertos y a ver teatro, que tanto le gustaba. El “viejo Pera”, como lo nombraba a su marido, hacía algunos años que ya no vivía, y cuando ella lo recordaba lo hacía con mucho cariño. No tenía ningún familiar, por lo que en la cárcel no recibía visitas. Sin embargo, en las bolsas que nos hacían llegar nuestros familiares, algún regalito siempre entraba para Cachita. Debió acostumbrarse a los gritos y prepotencia de los carceleros/as. Cada “engome” a ella se le hacía verdaderamente dificultoso porque tenía que usar la letrina delante nuestro, o bañarse con el jarrito a escondidas de la guardia. Recuerdo que en días así solía comentar: “Si al menos tuviéramos algún perfume para tapar los olores del cuerpo humano.” Nos pasaba recetas de cocina para cuando estuviéramos en libertad y la comprometíamos a venir a nuestras casas a cocinar “esos ñoquis de ricota que bajan suaves…”, y acompañaba este comentario con la mano, el meñique erguido, señalando su


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