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Las aventuras de Sherlock Holmes. Arthur Conan DoyleЧитать онлайн книгу.

Las aventuras de Sherlock Holmes - Arthur Conan Doyle


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No estaba dispuesto a perder un puesto tan bueno sin luchar, y como había oído que usted tenía la amabilidad de aconsejar a la pobre gente necesitada, me vine directamente a verle.

      —E hizo usted muy bien —dijo Holmes—. Su caso es de lo más notable y me encantará echarle un vistazo. Por lo que me ha contado, me parece muy posible que estén en juego cosas más graves que lo que parece a simple vista.

      —¡Ya lo creo que son graves! —dijo el señor Jabez Wilson—. ¡Como que me he quedado sin cuatro libras a la semana!

      —Por lo que a usted respecta —le hizo notar Holmes—, no veo que tenga motivos para quejarse de esta extraordinaria Liga. Por el contrario, tal como yo lo veo, ha salido usted ganando unas treinta libras, y eso sin mencionar los detallados conocimientos que ha adquirido sobre todos los temas que empiezan por la letra A. Usted no ha perdido nada.

      —No, señor. Pero quiero averiguar algo sobre ellos, saber quiénes son y qué se proponían al hacerme esta jugarreta... si es que se trata de una jugarreta. La broma les ha salido bastante cara, ya que les ha costado treinta y dos libras.

      —Procuraremos poner en claro esos puntos para usted. Pero antes, una o dos preguntas, señor Wilson. Ese empleado suyo, que fue quien le hizo fijarse en el anuncio..., ¿cuánto tiempo llevaba con usted?

      —Entonces llevaba como un mes más o menos. —¿Cómo llegó hasta usted?

      —En respuesta a un anuncio.

      —¿Fue el único aspirante?

      —No, recibí una docena.

      —¿Y por qué lo eligió a él?

      —Porque parecía listo y se ofrecía barato.

      —A mitad de salario, ¿no es así?

      —Eso es.

      —¿Cómo es este Vincent Spaulding?

      —Bajo, corpulento, de movimientos rápidos, barbilampiño, aunque no tendrá menos de treinta años. Tiene una mancha blanca de ácido en la frente.

      Holmes se incorporó en su asiento muy excitado.

      —Me lo había figurado —dijo—. ¿Se ha fijado usted en si tiene las orejas perforadas, como para llevar pendientes?

      —Sí, señor. Me dijo que se las había agujereado una gitana cuando era muchacho.

      —¡Hum! —exclamó Holmes, sumiéndose en profundas reflexiones—. ¿Sigue aún con usted?

      —¡Oh, sí, señor! Acabo de dejarle.

      —¿Y el negocio ha estado bien atendido durante su ausencia? —No tengo ninguna queja, señor. Nunca hay mucho trabajo por las mañanas.

      —Con eso bastará, señor Wilson. Tendré el gusto de darle una opinión sobre el asunto dentro de uno o dos días. Hoy es sábado; espero que para el lunes hayamos llegado a una conclusión.

      —Bien, Watson —dijo Holmes en cuanto nuestro visitante se hubo marchado—. ¿Qué saca usted de todo esto?

      —No saco nada —respondí con franqueza—. Es un asunto de lo más misterioso.

      —Como regla general —dijo Holmes—, cuanto más extravagante es una cosa, menos misteriosa suele resultar. Son los delitos corrientes, sin ningún rasgo notable, los que resultan verdaderamente desconcertantes, del mismo modo que un rostro vulgar resulta más difícil de identificar. Tengo que ponerme inmediatamente en acción.

      —¿Y qué va usted a hacer? —pregunté.

      —Fumar —respondió—. Es un problema de tres pipas, así que le ruego que no me dirija la palabra durante cincuenta minutos.

      Se acurrucó en su sillón con sus flacas rodillas alzadas hasta la nariz de halcón, y allí se quedó, con los ojos cerrados y la pipa de arcilla negra sobresaliendo como el pico de algún pájaro raro. Yo había llegado ya a la conclusión de que se había quedado dormido, y de hecho yo mismo empezaba a dar cabezadas, cuando de pronto saltó de su asiento con el gesto de quien acaba de tomar una resolución, y dejó la pipa sobre la repisa de la chimenea.

      —Esta noche toca Sarasate en el St. James Hall —comentó—. ¿Qué le parece, Watson? ¿Podrán sus pacientes prescindir de usted durante unas pocas horas?

      —No tengo nada que hacer hoy. Mi trabajo nunca es muy absorbente.

      —Entonces, póngase el sombrero y venga. Antes tengo que pasar por la City, y podemos comer algo por el camino. He visto que hay en el programa mucha música alemana, que resulta más de mi gusto que la italiana o la francesa. Es introspectiva y yo quiero reflexionar. ¡En marcha!

      Viajamos en el Metro hasta Aldersgate, y una corta caminata nos llevó a Saxe-Coburg Square, escenario de la singular historia que habíamos escuchado por la mañana. Era una placita insignificante, pobre pero de aspecto digno, con cuatro hileras de desvencijadas casas de ladrillo, de dos pisos, rodeando un jardincito vallado, donde un montón de hierbas sin cuidar y unas pocas matas de laurel ajado mantenían una dura lucha contra la atmósfera hostil y cargada de humo. En la esquina de una casa, tres bolas doradas y un rótulo marrón con las palabras “Jabez Wilson” en letras de oro, anunciaban el local donde nuestro pelirrojo cliente tenía su negocio. Sherlock Holmes se detuvo ante la casa, con la cabeza ladeada, y la examinó atentamente, con los ojos brillándole bajo los párpados fruncidos. A continuación, caminó despacio calle arriba y calle abajo, sin dejar de examinar las casas. Por último, regresó frente a la tienda del prestamista y, después de dar dos o tres fuertes golpes en el suelo con el bastón, se acercó a la puerta y llamó. Abrió al instante un joven con cara de listo y bien afeitado, que le invitó a entrar.

      —Gracias —dijo Holmes—. Sólo quería preguntar por dónde se va desde aquí al Strand.

      —La tercera a la derecha y la cuarta a la izquierda —respondió sin vacilar el empleado, cerrando a continuación la puerta.

      —Un tipo listo —comentó Holmes mientras nos alejábamos—. En mi opinión, es el cuarto hombre más inteligente de Londres; y en cuanto a audacia, creo que podría aspirar al tercer puesto. Ya he tenido noticias suyas anteriormente.

      —Es evidente —dije yo— que el empleado del señor Wilson desempeña un importante papel en este misterio de la Liga de los Pelirrojos. Estoy seguro de que usted le ha preguntado el camino sólo para poder echarle un vistazo.

      —No a él.

      —Entonces, ¿a qué?

      —A las rodilleras de sus pantalones.

      —¿Y qué es lo que vio?

      —Lo que esperaba ver.

      —¿Para qué golpeó el pavimento?

      —Mi querido doctor, lo que hay que hacer ahora es observar, no hablar. Somos espías en territorio enemigo. Ya sabemos algo de Saxe-Coburg Square. Exploremos ahora las calles que hay detrás.

      La calle en la que nos metimos al dar la vuelta a la esquina de la recóndita Saxe-Coburg Square, presentaba con ésta tanto contraste como el derecho de un cuadro con el revés. Se trataba de una de las principales arterias por donde discurre el tráfico de la City hacia el norte y hacia el oeste. La calzada estaba bloqueada por el inmenso río de tráfico comercial que fluía en ambas direcciones, y las aceras no daban abasto al presuroso enjambre de peatones. Al contemplar la hilera de tiendas elegantes y oficinas lujosas, nadie habría pensado que su parte trasera estuviera pegada a la de la solitaria y descolorida plaza que acabábamos de abandonar.

      —Veamos —dijo Holmes, parándose en la esquina y mirando la hilera de edificios—. Me gustaría recordar el orden de las casas. Una de mis aficiones es conocer Londres al detalle. Aquí está Mortimer’s, la tienda de tabacos, la tiendecita de periódicos, la sucursal de Coburg del City and Suburban Bank, el restaurante


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