El hombre que fue jueves. G. K. ChestertonЧитать онлайн книгу.
El hombrecillo soltó uno de los papeles que traía. Un estremecimiento de espanto recorrió la asistencia. Por lo visto, el temible Presidente que respondía al nombre de Domingo tenía la costumbre de enviar a estas juntas algunos embajadores irregulares.
—Muy bien camarada —dijo el de los papeles—. Creo que debemos darle a usted sitio en nuestra sesión.
—Si me lo pregunta usted como amigo —dijo Syme con severidad—, creo que eso es lo mejor.
Cuando vio terminado el peligrosísimo diálogo con la inesperada salida de su rival, Gregory se puso a pasear la estancia, pensativo.
Presa de todas las agonías diplomáticas, se daba cuenta de que Syme saldría airoso de cualquier trance, gracias a su inteligencia y su audacia. Nada había, pues, que esperar por este lado. Él, personalmente, tampoco podía traicionarlo, ante todo por el punto de honor; pero, además, porque si Syme, traicionado, lograba escapar, quedaría libre de su juramento y se encaminaría al próximo cuartel de gendarmes. Y después de todo ¿qué más daba que un solo policía presenciara una sola de sus reuniones nocturnas? A lo sumo, podría sorprender una parte pequeñísima de sus planes. Después de lo cual se largaría, y asunto concluido.
Pasó por entre los grupos que estaban discutiendo acaloradamente en los bancos, y dijo:
—Creo que es tiempo de comenzar. La lancha estará ya dispuesta en el río. Propongo que el camarada Buttons ocupe la presidencia.
Todos aprobaron alzando la mano, y el hombrecito de los papeles se hundió en el sillón presidencial. Con voz que parecía un pistoletazo, comenzó a hablar:
—¡Camaradas! Este mitin es de gran importancia, aunque conviene que no sea largo. A nuestra sección le ha correspondido siempre el honor de elegir Jueves para el Consejo Central Europeo. Hemos elegido ya muchos Jueves, famosos en nuestros fastos. Lamentamos todos la triste muerte del heroico obrero que ocupó este sitio hasta hace unos cuantos días. Ya saben cuán importantes han sido sus servicios para la causa. Fue él quien organizó el gran golpe dinamitero de Brighton que, de haber ayudado las circunstancias habría hecho perecer a cuantos se encontraban en el muelle. Saben asimismo que su muerte fue tan altruista como su vida, pues murió mártir de la fe que tenía en una mezcla higiénica de la cal y del agua, como sustitutivo de la leche, bebida que consideraba como propia de bárbaros, por la crueldad que supone para con las vacas. La crueldad y cuanto de cerca o de lejos se le pareciera, lo ponían fuera de sí... Pero no nos hemos reunido para hacer el elogio de sus virtudes, sino para más difícil tarea. Si difícil es elogiarlo como él se merece, más difícil es reemplazarlo, A ustedes camaradas, toca el elegir esta noche, de entre el concurso de los presentes, el que ha de ser Jueves. Pondré a voto las candidaturas que salgan. Si nadie propone candidatura, entonces no me quedará más remedio que decir que aquel querido dinamitero se llevó consigo a la tumba todos los secretos de la virtud y de la inocencia. A esto sucedió un movimiento de aprobación, discreto y unos imperceptibles aplausos, como a veces se oyen en las iglesias. Después, un anciano de larga y venerable barba, que tal vez era el único obrero positivo entre toda aquella gente, se levantó trabajosamente y dijo:
—Propongo para Jueves al camarada Gregory.
—¿Hay quien secunde esta candidatura? —interrogó el presidente.
Otro, pequeñín, barbado, de cazadora aterciopelada, se adhirió al instante.
—Antes de abrir la votación —dijo el presidente— invito al camarada Gregory a que exponga su profesión de fe a la asamblea. Gregory se levantó entre una ola de aplausos. Mortalmente pálido, sus cabellos, por contraste, parecían de viva escarlata. Pero sonreía y estaba seguro de sí mismo. Ya había tomado su partido, y la línea que había de seguir se extendía ante sus ojos como una carretera blanca. Lo mejor era hacer un discurso suave y ambiguo, a fin de convencer al policía presente de que la fraternidad anarquista era, después de todo, una bobería sin peligro. Confiaba para esto en sus dotes literarias, su capacidad para sugerir finos matices y caer sobre las palabras insustituibles. Dándose maña, y sin perder su fuerza ante el auditorio, podría provocar en la mente de su rival una representación del anarquismo sutil y delicadamente falsa.
¿No había dicho Syme que los anarquistas, bajo su disfraz de matones, se pasaban la vida haciendo el tonto? ¿No sería fácil, a la hora del peligro, hacerle volver otra vez a su primera noción?
—Camaradas —comenzó, pues, con voz moderada y penetrante—. Inútil decirles cuál es mi conducta, porque es asimismo la suya. Nuestro credo ha sido calumniado, desfigurado, muy confundido y también muy disimulado, pero nadie ha logrado por eso alterarlo en nada. Los que hablan del anarquismo y sus peligros, sacan sus informaciones de todas partes, menos de aquí, menos de la fuente. En los novelones de a seis peniques aprenden todo lo que saben del anarquismo, o bien en los periódicos de los tenderos: en el Ally Sloper’s Half-Holiday, en el Sporting Times. Nunca acuden a los anarquistas. Y así, no tenemos nunca ocasión de destruir esa montaña de calumnias que pesa sobre nuestras cabezas de uno a otro término de Europa. El que oye decir que somos una plaga viviente, no oye en cambio nuestra respuesta. Y esta misma noche, en que quisiera mi pasión que mi voz atravesara ese techo, tampoco nos darán oídos. Porque sólo en las profundidades y bajo la tierra pueden reunirse los perseguidos, como en las Catacumbas los antiguos cristianos. Pero si, por algún caso extraordinario, estuviera aquí presente uno de esos hombres que nos desconocen a tal extremo, entonces yo le preguntaría: ¿Qué reputación moral tenían los cristianos de las Catacumbas? ¿Qué atrocidades no se contaban sobre sus crueldades entre los romanos de las clases más educadas? ¡Pues figúrense ahora —le diría yo—, figúrense que estamos puntualmente repitiendo esa paradoja de la historia! ¡Se nos persigue como a los cristianos, porque somos tan inofensivos como ellos; y si como a ellos se nos toma por locos furiosos, es que somos, en el fondo, tan mansos como ellos!
Los aplausos que habían saludado el preámbulo fueron apagándose gradualmente, y pararon de súbito al llegar a la última frase. En aquel incómodo silencio, el de la cazadora chilló:
—¡Yo no soy manso!
—Nos asegura el camarada Witherspoon —prosiguió Gregory— que él no es manso. ¡Ah, señores, y cuan difícil es conocerse! Verdad es que habla de un modo extravagante, que tiene un aspecto feroz y, para un gusto ordinario, poco atractivo. Pero el ojo experto de un amigo, como yo lo soy de él, puede adivinar la profunda mansedumbre de su corazón, demasiado profunda hasta para que él la perciba. Repito que somos los primeros cristianos, aunque hemos llegado muy tarde. Como ellos, somos simples: vean, si no, al camarada Witherspoon; como ellos, modestos: véanme a mí. También somos misericordiosos ...
—¡No! ¡No! —aulló Mr. Witherspoon desde su cazadora aterciopelada.
He dicho que somos misericordiosos —repitió Gregory furibundo— como los cristianos lo fueron. Lo cual no impidió que se les acusara de comer carne humana....
—¡Oh vergüenza! —interrumpe Witherspoon—. ¿Y por qué no habíamos de comer carne humana?
—El camarada Witherspoon —dijo Gregory con sonrisa febril— se pregunta ansiosamente que por qué no se lo comió a él nadie (risas). Por lo menos aquí, en el seno de nuestra sociedad, que lo estima sinceramente, que está fundada en el mutuo amor...
—¡No! ¡No! —gritó Witherspoon—. ¡Abajo el amor!
—...Que está fundada en el mutuo amor —hilvanó Gregory apretando los dientes— no puede haber disidencia respecto a los fines que se ha de proponer la corporación, o que yo me he de proponer, si es que se me elige para representarla. Con un altivo desdén para los calumniadores que nos quieren hacer pasar por asesinos y enemigos de la sociedad humana, persistiremos, con tranquilo valor moral, y valiéndonos de la persuasión, en los ideales inconmovibles de la fraternidad y de la virtud!
Gregory volvió a su asiento; se pasó las manos por la frente. Había un silencio penosísimo. El presidente