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La luz del Oriente. Jesús Sánchez AdalidЧитать онлайн книгу.

La luz del Oriente - Jesús Sánchez Adalid


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de su generación, como en otras cosas, él era poco dado a los cambios; cualquier innovación en su orden de vida le habría parecido claudicar ante el caos. Una vez escuché una conversación en la que mi tío Hiberino lo animaba a elevar aras nuevas y a sacrificar a otros dioses.

      —Hasta ahora no lo he necesitado —replicó él con severidad.

      —Pero todos lo hacen… ¿Por qué eres tan obstinado? —insistió Hiberino.

      —No tengo necesidad de explicar los motivos: los dones y los beneficios de la diosa son lo bastante elocuentes por sí mismos —contestó, zanjando la cuestión.

      En el fondo, él no era un hombre religioso. Su temperamento práctico y su sentido de la utilidad le impedían identificarse con dioses holgazanes o entrometidos. No era hombre dado al vino ni a las elucubraciones de la imaginación. Por eso se veía incapaz de participar en celebraciones donde se perdía la conciencia o se vagaba por el mundo oscuro de lo oculto. La diosa de la tierra nutricia y de los cereales era, sin embargo, evidente. Su ciclo representaba su dedicación y sus dones su providencia generosa.

      La contingencia de la vida guerrera le había enseñado a desconfiar de los dioses protectores. Quien ha visto desangrarse las gargantas abiertas, a pesar de los amuletos que de ellas pendían, termina por desconfiar. En el fragor de la batalla, unos se encomiendan a los dioses y otros terminan por confiar solo en las propias fuerzas. Mi padre era de estos últimos: no había nada para él que no fuera fruto del propio esfuerzo. Por eso cumplimentaba a una diosa que no faltaba nunca a su cita.

      Al culto imperial mi padre acudía sin convencimiento, pero con la diligencia de un hombre cumplidor de sus obligaciones. Me fascinaba verlo sentado en su sitio en el foro, junto a los otros caballeros, con su loriga recién pulida, rematada con broncíneos tachones brillantes, la espada en el cinto y la lacerna sobre el hombro. No se le abría la boca ni pestañeaba cuando sus ojos estaban pendientes del oficiante, como si estuviera atento a las largas y aburridas plegarias del ceremonial. Incensaba y reverenciaba con una seguridad fuera de toda sospecha. Pero, cuando llegaba a casa, se quejaba de la pesadez de aquellas celebraciones. Aparte de los actos obligatorios de la religión oficial, no acudía a otras ceremonias a lo largo del año, excepto a las que él mismo preparaba en honor a Ceres.

      En la propiedad de Villa Camenas había un templete dedicado a la diosa en uno de los extremos del jardín, en mitad de un parterre amplio, rodeado de setos. Mi padre lo mandó consagrar antes de edificar la casa, siguiendo los consejos solicitados al arúspice. Junto al ara, dispuso una imagen sedente, de tamaño mayor al de una mujer. Con el tiempo fue creciendo la fama de aquel lugar y acudían campesinos de todos los alrededores a hacer sus ofrendas.

      Entre el doce y el diecinueve de abril se celebraban las Cerialias. Mi padre se entregaba a las fiestas en cuerpo y alma. Eran los únicos días del año en los que abandonaba sus ocupaciones habituales y se rendía al vino y a la comida como si lo poseyera el espíritu de otra persona.

      El primer día se ofrecía a la diosa harina de escanda y se derramaba sobre el fuego incienso y sal chisporroteante. La ceremonia comenzaba de madrugada, antes de que apareciera la luz del sol. Acudíamos con antorchas resinosas y nos íbamos situando en torno al templete. Mi padre hacía las invocaciones y elevaba las plegarias. Su voz resonaba poderosamente en el silencio. Después se iban acercando uno por uno todos los hombres para dejar sus oblaciones y presentar sus intenciones particulares. Mientras, el cielo se iba aclarando y las primeras luces se derramaban sobre las columnas de mármol y sobre la estatua majestuosa que presidía la reunión. Como era tiempo primaveral, los aromas del campo impregnaban el aire húmedo de la mañana.

      Cuando el sol estaba alto se daba comienzo a la fiesta. Ese primer día aún no se bebía vino: se derramaba como libación sobre los campos.

      Tampoco se comía carne, sino panecillos, tortas con miel y empanadas de berenjena. Por el día sonaban los tímpanos y las panderetas; llegada la noche, las fístulas con su agudo canto. Pero el día doce se retiraban todos temprano a dormir: era una jornada de purificación.

      El día trece empezaba de verdad la diversión. De nuevo nos concentrábamos al amanecer junto al ara, con nuestras antorchas en las manos, y se daba comienzo a los sacrificios. Mi padre hendía la garganta de la cerda con el cuchillo mientras los demás la sujetaban. Los agudos gritos se iban ahogando a medida que se vaciaba de sangre. Aparte de los que se ofrecían a la diosa, en los días siguientes se mataban más cerdos, que se asaban sobre grandes parrillas y eran comidos por todos los presentes. Entonces sí que corría el vino. Cuando éramos adolescentes nos permitían beberlo mezclado con agua y nos sumábamos al delirio de la fiesta.

      Mi padre cantaba con el rostro enrojecido y sorprendía a todos con chistes ocurrentes o danzando desenfrenadamente. Todos los alrededores de la villa se llenaban de tenderetes y de brasas humeantes que despedían a todas horas el aroma de las carnes asadas. No solo acudían los campesinos y los dueños de las haciendas vecinas, sino que también llegaban los parientes de Emerita y los conocidos de Metellinum, que pernoctaban hacinados en lechos improvisados en las diversas estancias de la casa o en tiendas en los jardines. El derroche de aquellos días no tenía límites.

      Cuando más disfrutábamos en los juegos en honor de Ceres, siendo aún niños, era el día diecinueve, con el fin de las fiestas. Era el día de las zorras en llamas.

      Tucio era el más antiguo de los criados de Villa Camenas. Vivía la mayor parte del tiempo en el monte o en las alamedas del río, dedicado a poner trampas a los conejos o a capturar pájaros con varillas impregnadas en liga. En abril, cuando el sol empezaba a lucir con fuerza, cazaba lagartos para mi padre, que los apreciaba mucho. Él era el encargado de proveer de zorras a las Cerialias, para lo cual se servía de un complicado sistema de cajones, ya que los animales debían ser capturados vivos y en perfecto estado, por lo que los cepos no servían.

      Llegada la medianoche del día diecinueve, se untaba con grasa a las zorras y se les prendía fuego. Después, se abrían los jaulones y se las veía perderse como llamas vivientes, en la negrura del horizonte. Desconozco el origen de este rito; pero mi padre siempre contaba que ese día, en el circo Máximo de Roma, se soltaban zorras con antorchas encendidas sobre el lomo o atadas en su cola. Se hacía en honor a Ceres.

      5

      Cuando llegué a la adolescencia mi alma se fue a las nubes, como suele sucederle a la mayoría de los muchachos. Entonces se dieron en mi familia un cúmulo de circunstancias extrañas y desgraciadas que quedaron grabadas en mi mente, que era aún tierna. La primera mujer de mi padre era dominadora y caprichosa, se negó desde el principio a vivir en Villa Camenas, empeñada en permanecer en Emerita, pues no soportaba estar alejada de sus amistades. Mientras mi padre estuvo ausente aquello no resultó mayor problema. Aunque nunca hubo entendimiento mutuo, en cada una de las temporadas que pasó en casa le dejó un hijo en el vientre. Así nacieron mis cinco hermanos mayores, pero, cuando mi padre regresó para asentarse definitivamente, ella no consintió en aceptar la vida retirada en el campo y se divorciaron.

      Mi padre conoció poco después a mi madre, que era casi una niña, y decidió casarse de nuevo, suponiendo que no le sería difícil amoldar a una mujer joven a su estilo de vida. Mi abuelo, que solo tenía dos hijos, fue generoso en la dote y, entre otros bienes, aportó la casa de Emerita, buscando quizá que no se produjera el alejamiento definitivo. Mi madre se hizo a vivir en la villa rústica sin más complicaciones; y entonces nací yo.

      Pero mi padre siguió siendo poco hábil en el trato con la esposa: la vida castrense y su manera rigurosa de entender las cosas lo habían hecho independiente y solitario e incapaz de manifestar ternura. Pasaba largos días visitando las alquerías de los pastores y vigilando las labores agrícolas, o se enfrascaba en los negocios de los caballos, que le ocupaban mucho tiempo.

      Mi madre tuvo que organizarse la vida por su cuenta. Mis hermanos ya no eran niños cuando llegó a la casa y casi todas las tareas habían recaído en manos de una esclava madura, que se había hecho indispensable al frente de las demás. Para una mujer que había dejado hacía poco los juegos de las niñas, lo más fácil fue despreocuparse. Para colmo,


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