Una propuesta para Amy - El amor de mi vida - Mi vida contigo. Tessa RadleyЧитать онлайн книгу.
la ayude –dijo Amy, acercándose.
La joven madre sonrió agradecida. La niña se quedó mirando el vestido rosa de Amy y dejó de llorar. Amy recogió los caramelos, los metió en la bolsa y se los dio a la pequeña.
–Gracias.
–No hay de qué –respondió la mujer a Amy con una dulce sonrisa.
La madre metió al bebé en el cochecito y agarró luego a la niña de la mano.
Heath se quedó mirando la escena, enternecido.
–Ven –dijo él–. Vamos a ver el acuario.
–¿El acuario?
–¿Te das cuenta de que ni siquiera sé cuál es tu especie de peces favorita, ni si te dan miedo los tiburones?
–¿Necesitas saber eso?
–Por supuesto.
–No recuerdo ya la última vez que he estado en un acuario.
–Razón de más para ir –dijo él, agarrándole de la mano y dirigiéndose hacia la entrada–. Vamos, doña Perfecta. Olvídate del trabajo y disfruta un poco.
Ella se echó a reír y él se dio cuenta de que era la primera vez que la veía reír así en los últimos meses.
–¡Doña Perfecta! –exclamó ella, después de que sacaron las entradas–. No sabes la rabia que me daba que me llamaran así.
–¿Por qué? ¿Querías ser acaso del grupo de animadoras del equipo de rugby? Ellas nunca habrían llevado vestidos de color rosa ni joyas victorianas.
–No. Vestían de cuero y encaje negro. Eran muy pedantes.
–Iban provocando a todos los chicos del instituto –dijo Heath con una sonrisa.
–Tú debes saberlo mejor que nadie.
Heath sonrió mientras contemplaban la célebre estatua de bronce de Pania, la doncella sirena de la mitología maorí.
Habían entrado ya en la bóveda de cristal del acuario. Heath juzgó que la conversación estaba tomando unos derroteros peligrosos y prefirió no decir nada, fingiendo sentirse fascinado por un tiburón y una raya que nadaban lentamente al otro lado del cristal.
Durante veinte minutos, estuvo viendo la cara de entusiasmo que Amy ponía al ver los diversos peces del acuario, especialmente los caballitos de mar.
Subieron luego unas escaleras hacia la zona donde estaba el estanque de los cocodrilos.
–¡Mira qué dientes tiene ese! –exclamó ella–. Me recuerda a ti.
–¿A mí? –dijo él con una mirada burlona–. Ese bicho es horrible.
–Sí, tú no eres tan feo, pero tienes una reputación tan terrible como la suya.
–Olvídate de mi reputación. Ya me he reformado.
–Espero que sea verdad.
–Por si no lo sabes, los cocodrilos son unos padres ejemplares. Ayudan a sus crías a salir del cascarón haciendo rodar los huevos entre sus temibles dientes.
–Mira está empezando a sumergirse –dijo ella en voz baja, mirando al cocodrilo–. En unos pocos meses, yo también tendré un bebé. Espero hacerlo tan bien como ese monstruo acorazado.
–Serás sin duda una madre maravillosa. No vas a estar sola –replicó Heath, sacando de nuevo la caja del bolsillo–. Yo estaré a tu lado. ¿Lo habías olvidado?
Estaba dispuesto a hacerle recordar su promesa. No quería que se volviese atrás. Y más ahora, después de habérselo comunicado a sus padres. Pero sabía que no debía presionarla.
–No voy a obligarte a que te cases conmigo.
Amy apartó la vista del anillo que él tenía en la mano y lo miró fijamente a los ojos.
–Tienes que decidir por ti misma, Amy. Yo no puedo hacerlo por ti.
Heath vio su cara de desconcierto. Envidiaba la forma en que Roland había sabido llevar su relación con ella. Amy se había mostrado siempre muy dócil y comprensiva con su hermano. Todo lo contrario que con él.
La diferencia era que ella había amado a Roland… y a él no lo amaba.
Cerró la caja del anillo.
–No voy a obligarte a llevar este anillo. Si no quieres ponértelo, debo entender que este matrimonio supone un problema para ti.
–No, no, sí… quiero casarme contigo… Es solo que…
Amy se tapó la cara con las manos. El anillo de compromiso de Roland centelleó bajo la luz iridiscente del acuario. Era el anillo del que no quería desprenderse. El símbolo de una relación que no quería romper.
Heath se sintió embargado de un sentimiento de amargura próximo a los celos. ¿Cómo podía haber caído tan bajo como para sentir envidia de su hermano muerto y codiciar a su prometida?
–¡Maldita sea! He convertido mi vida en un desastre –susurró Amy.
Heath se quedó sorprendido. Ella nunca decía palabrotas. Nunca. ¿Tenía él la culpa de ello?
Se sentó a su lado y la habló dulcemente.
–Dime qué quieres que haga, Amy, y lo haré.
Amy apartó las manos de la cara.
–¿Lo dices en serio?
Ella nunca había imaginado que él fuera capaz de sacrificarse por ella. Siempre se había mostrado muy reservado, ocultando sus emociones.
–¿Aún lo dudas?
Ella extendió la mano.
–Ponme el anillo, entonces.
Heath pareció transfigurarse de alegría ante la idea de verla con el anillo en el dedo.
–Antes tendrás que quitarte el anillo de Roland.
–No puedo –dijo ella con un destello de nostalgia en la mirada.
¡Por todos los diablos! ¿Cómo podía haberse hecho ilusiones? El espíritu de Roland se interpondría siempre entre ellos.
Heath se puso de pie, dejando caer el anillo sobre su falda.
–Olvídalo. Olvídate de todo este maldito asunto.
–¿Qué quieres decir…?
–Esto no va a funcionar –dijo él, volviendo a meterse las manos en los bolsillos.
–¿Ya no quieres casarte conmigo? –exclamó ella con cara de desolación.
–No es eso, Amy. Es que creo que…
Amy inclinó la cabeza y tomó la caja del anillo que tenía entre los pliegues de la falda.
–¿Y qué hacemos con el anillo? –preguntó ella con la voz quebrada.
–Puedes quedártelo, si quieres. Lo elegí para ti.
–¿Lo elegiste tú? –dijo ella emocionada.
–Sí. ¿Quién si no?
–No lo sé. Tal vez, Megan.
–¿Megan? ¿Por qué iba mi hermana a elegir tu anillo?
–Porque tiene mucho gusto para estas cosas. Y para ahorrarte molestias.
–Yo quería algo que fuese con tu personalidad. Que fuese único como tú. Que te sintieses orgullosa llevándolo.
Heath pensó que ya había dicho suficiente. Miró el reloj. Ya era tarde. Amy debía estar agotada. Tomó la chaqueta y se la puso.
–Ven, te llevaré a casa.
–¡No lo entiendo!– exclamó ella, poniéndose de pie–.