La gran ciudad. Lardner RingЧитать онлайн книгу.
llega a conjeturar: «Pero aunque yo no lo sabía, el cambio ya se había iniciado: la impenetrable desesperación que le perseguiría durante una docena de años hasta su muerte». Es un Lardner sin embargo hiperactivo e insomne, que es capaz de pasarse toda la noche charlando y bebiendo cerveza con su amigo, hasta que clarea el día y se dirige a su casa a una hora en que sus hijos ya han salido hacia la escuela, que se dedica a ayudar a los demás de corazón y, sobre todo, no parece ser consciente del nivel de su desbordante capacidad literaria. En una de esas conversaciones, Fitzgerald le instaría a que se dedicara a algún proyecto profundamente personal en el que explotara más su talento, «pero Ring rechazó alegremente la idea; era un idealista desilusionado». ¿Hubiera tenido un mejor concepto de sí mismo si se hubiera dedicado a ser músico, como había sido su ilusión, y tenido éxito con los libretos de las comedias que había creado y no se habían llevado a escena? A tenor de lo dicho, es evidente que Fitzgerald confió más en Lardner que el propio Lardner —le ayudó a publicar en la editorial Scribners, animándolo para que juntara sus historias cortas, que serían todo un éxito bajo el título de Cómo escribir relatos, en 1924—, teniendo claro que sus logros siempre estuvieron por debajo de lo que era capaz de llevar a cabo; una «actitud cínica hacia su obra» que le vendría de su juventud en un pueblo de Míchigan y de su ocupación como periodista deportivo.
Estaría de acuerdo con ello el américanologue Marc Saporta, que en su manual de historia de la narrativa norteamericana, en 1970, cita a Lardner como el principal precedente de Hemingway, y lo estaría a su vez Fitzgerald, que consideró que en su época sólo Hemingway había sido tan plagiado como Lardner. El crítico literario francés incluso habla de la forma en que Lardner hace «saltar por los aires las convenciones del lenguaje escrito», contribuyendo, y para argumentarlo se apoya en una frase de John Brown de los años cincuenta —extraída del libro Panorama de la literatura contemporánea en los Estados Unidos—, «a salvar la prosa americana», en el sentido de que propone al lector una prosa directa y un estilo lleno de entrecortes que se han de conectar, siempre en ambientes populares, como la calle o una peluquería, o los que tienen que ver con el boxeo o el béisbol. Al igual que en el caso de Hemingway, que presumía de su antiintelectualismo, Lardner, aunque sin proyección narcisista alguna, relativiza su propio arte, como si sufriera de una modestia incómoda a efectos de tomarse en serio, de verse como un grande de las letras en inglés norteamericano, y ello queda reflejado en su obra de entretenimiento, de aparente banalidad: «El trabajo de desmitificación del autor no es de una importancia capital para el conocimiento de la humanidad», aclara Saporta, «pero hay en Ring Lardner un extraordinario talento de cuentista y una voluntad probada de dar al lenguaje una dureza igual que la de sus personajes». Y entonces llega a donde queremos: «Si el autor no se entrega a la psicología, se debe (por vez primera) a que sus modelos son (y lo sabe) incapaces de psicología». Así, en La gran ciudad o en sus cuentos, los personajes estarán caracterizados por una única visión, un único objetivo, una obsesión incluso, que les libra de ambigüedades y rodeos, transformándose frente al lector, a través de su exposición frívola, en caricaturas de distintos arquetipos sociales existentes.
Es la senda de Mark Twain, la de la conversión del relato en una suerte de reportaje humorístico. Prosa somera en que se eluden las descripciones, en consonancia con el lenguaje del teatro que tanto atraía a Lardner —no en balde, La gran ciudad se abre con el elenco de personajes que van a componer el escenario neoyorquino elegido— y que será una materia prima perfecta para trasladar al celuloide; así, desde 1915, cuando se llevaría a la pantalla, adaptada por él mismo, You Know Me, Al, basada en una de las historias que publicaba en el semanario The Saturday Evening Post —para el que había empezado a escribir en 1914—, cada década del siglo XX verá alguna adaptación televisiva o una película inspirada en su narrativa. A menudo, con argumentos tan delirantes como el de Go and Get It (1920), que contaba cómo un gorila con cerebro humano cometía crímenes que un intrépido periodista trataba de resolver y en el que el propio Lardner salía como actor —aparecerá haciendo de sí mismo en dos películas más— dentro de un plantel extraordinario: con Marshall Neilan, uno de los cineastas más destacados de la Goldwyn Pictures, en labores de dirección y producción; Marion Fairfax como guionista, tras su exitoso paso como actriz y dramaturga en Broadway y a las puertas de su gran carrera como productora; y un joven Howard Hawks como asistente de dirección. En el cine, en el periodismo, en la literatura, Lardner está rodeado siempre de los mejores profesionales, tiene acceso a oportunidades creativas inmejorables, pero aun así despertará esa sensación de que «llevó al papel un menor porcentaje de sí mismo que cualquier otro escritor norteamericano de primera fila», al decir de Fitzgerald, a pesar de que su literatura, de inequívoco carácter deleitable, trascendiera el horizonte de las pequeñas historias escritas para la prensa y la escritura de comedias ligeras para obtener crédito internacional; tal cosa queda atestiguada por el hecho de que una lectora tan profunda y exigente como Virginia Woolf comentara la obra de Lardner en su artículo «Narrativa norteamericana», aparecido en la Saturday Review of Literature de Nueva York el primero de agosto de 1925 (de lo cual daba fugaz referencia en su diario de abril de ese año).
Todo queda imbricado, todo se retroalimenta: la biografía da de beber a su obra; la obra se empapa de su vida. Niles, una pequeña población (aún hoy) en el estado de Míchigan, donde nace con el nombre de Ringgold Wilmer Lardner, el 6 de marzo de 1885; la cercana South Bend, ciudad de Indiana para cuyo periódico South Bend Times trabajará entre los años 1905-1907 como periodista deportivo; Chicago después, donde escribe sobre deportes para el Chicago Inter-Ocean y, ya como especialista en béisbol, en el Chicago Examiner y el Chicago Tribune, entre otros diarios, y donde nacen tres de sus cuatro hijos; y Nueva York, huelga decirlo, la Gran Ciudad, que lo ve como periodista, escritor, guionista… Esos lugares autobiográficos son las huellas de Lardner que seguirán los personajes de The Big Town. How I and the Mrs. Go to New York to See Life and Get Katie a Husband, que primero iría viendo la luz en 1920 en el Post y, al año siguiente —cuando ya lleva un par de años radicado en Greenwich, Connecticut, a solamente media hora en tren de la estación Grand Central de Manhattan—, aparecerá en forma de libro en la editorial de Indianápolis Boobs-Merril, con ilustraciones de la prestigiosa May Wilson Preston, que también había recreado con dibujos un par de cuentos de Fitzgerald en la misma revista.
Pero también los géneros se engarzan entre sí: un relato desenfadado en una publicación de masas se convierte en libro, y este en película; de tal modo que, en junio de 1948, la Metro-Goldwyn-Mayer estrena Así es Nueva York, protagonizada por un popular humorista de radio y televisión llamado Henry Morgan, que interpreta a, como se dice una sola vez en la novela, «el señor Finch» (en el film es Ernie Finch); este lleva el peso de la voz narrativa de La gran ciudad, tirando de humor cínico y resignado para soportar cómo su esposa —Ella, interpretada por una actriz de gran trayectoria, Virginia Grey, que estaba a punto de sufrir el shock de ver casarse al hombre con el que tenía un romance a trompicones, Clark Gable—, armada por una herencia que la faculta para lanzarse a gastos y acciones que están entre la inversión y el ocio, está determinada a encontrarle marido a su bella hermana —la cantante y bailarina Dona Drake, ya por entonces casada con el diseñador de vestuario habitual de Marilyn Monroe, en el papel de la inocente y enamoradiza por necesidad Kate— allá donde se concreta el mayor número de hombres adinerados por metro cuadrado, mediante una actitud que se mece entre el consabido pragmatismo gringo, ingenuo y pretencioso a partes iguales, y los típicos aires de grandeza del nuevo rico provinciano. La película, dirigida por Richard Fleischer, que firmará grandes éxitos comerciales hasta los años ochenta, contaba con Stanley Kramer como productor, la música de Dimitri Tiomkin —responsable de algunas de las mejores bandas sonoras de todos los tiempos— y el guion de dos grandes escritores: Carl Foreman, que, por su adscripción comunista, sería incluido en la lista negra de Hollywood por parte del Comité de Actividades Antiestadounidenses, y Herbert Baker, que había escrito textos para el show radiofónico de Morgan y antes para el de Danny Kaye.
El largometraje de apenas una hora y veinte minutos, como antes las ilustraciones, potenciaba el lado cómico de la obra de forma tan sencilla como contundente: una ridiculización en toda regla de la idolatría social que se dispensa a Manhattan y que, además, al hilo de todo ese reparto artístico y técnico de lujo, destacó en su momento por un detalle que se volvería fundamental en el mundo del