El poder de la controversia. Ramón Sierra CórcolesЧитать онлайн книгу.
las mismas. Esta circunstancia puede traer inusitadas consecuencias, ya que de ella se pueden derivar dificultades para su comprensión y, sobre todo, para entablar un diálogo abierto entre contertulios que defiendan opiniones distintas. Es imposible llegar a obtener resultados válidos cuando se está dialogando sobre una misma palabra a la cual, y al parecer, cada uno atribuye distinto significado.
Es evidente que cualquier palabra puede ser mal interpretada con un resultado desalentador; no obstante, y debido a la repercusión social de su contenido, otras pueden provocar un serio peligro por la interpretación y conclusiones que puedan extraerse de las mismas. Desde mi prisma, es lo que sucede con la palabra eutanasia. Eutanasia es una palabra perversa. Todo el mundo cree conocer su significado, todo el mundo opina sobre su contenido y, sobre todo, nos creemos capacitados para decidir, según nuestra valoración de la misma, cómo, cuándo y en qué condiciones debe aplicarse. Curiosamente, el consenso es imposible, ya que suelen exponerse tantas soluciones como individuos que opinan y, desde luego, así es fácil determinar los problemas de cada cual cuando se observa que la solución que aportan es la adecuada a su propio caso. Eutanasia viene del griego eu, igual a buen/a, y tanatos, igual a muerte. Por tanto, se referiría a una buena muerte y, desde ese punto de mira, nada que objetar. Pero ¿qué significación se le está prestando actualmente? Es evidente que se ha tergiversado y se le está confiriendo un sentido nada que ver con su etimología. La mayor parte de la población cree que cuando un enfermo se encuentra en estado terminal, o sea, cuando desde el conocimiento médico y el análisis que hace este profesional sobre las posibilidades de recuperación de este paciente, cuando la biología ya no tiene nada que hacer, es necesario no hacerlo sufrir más y se debería poner fin a su sufrimiento, es decir, poner fin a su vida, sin tener en cuenta la posibilidad de otras alternativas menos agresivas.
¿Podría ser bueno, o valorarse como digno, la posibilidad de cuidar esos pacientes en un entorno adecuado a su situación terminal?
Yo así lo contemplo, aunque desde mi propia perspectiva no me atrevo a enfatizar e imponer un criterio que otros podrían considerar como maximalista. No es bueno el maximalismo. Pero tampoco son buenas las decisiones que impone la conveniencia propia, sin tener en cuenta que a medio o largo plazo pueden afectar a otros que no piensan de la misma manera. Disponemos de suficientes medios para calmar el dolor, recursos humanos para atender a los pacientes terminales e incluso la burocratización de ciertos tratamientos, como es la morfina, está decreciendo, con lo que hace más fácil su prescripción. El conocimiento de los trastornos psíquicos que podrían incidir en este tipo de pacientes está cada día más al alcance de todos los profesionales y el conocimiento de las drogas que se utilizan es también más conocido. Tal vez, el punto más débil sean los recursos que las distintas administraciones han puesto al alcance de una población cada vez más senil; no obstante, debemos darnos cuenta de que este país no es rico y los recursos disponibles no son infinitos, por lo que se impone una estricta gestión para la armonización del gasto. A pesar de todo, es conveniente alzar la voz para que las prestaciones sociales avancen algo más deprisa y puedan aproximarse al proceso irreversible de una mayor longevidad
Ahora que estamos viviendo un momento en el cual se confunde sedación y eutanasia, tal vez valdría la pena aclarar algunas cosas. Ya hemos dicho anteriormente qué significa el término eutanasia y, desde luego, nada parecido al concepto de sedación, aunque pueda haber alguien interesado en mantener este confusionismo. Sedar, según el sentido que le da la Real Academia Española, significaría apaciguar, calmar, sosegar. Desde esta perspectiva, tendríamos que valorar como altamente positiva la acción de sedar a un paciente terminal que está angustiado por la certeza de una muerte inmediata o próxima. Creo que impedir a un paciente el sufrimiento es digno y, al hablar de sufrimiento, desenterramos otro concepto que también induce a distorsión al compararlo con dolor. Son dos cosas totalmente distintas aunque puedan ir unidas. El dolor estaría más en relación con factores físicos, mientras que el sufrimiento estaría más vinculado a experiencias anímicas. El tratamiento de ambos será distinto, pero sin olvidar en ningún momento que es preciso observar el más exquisito respeto al cuidado de la autonomía de ese paciente y, sobre todo, porque aunque nos lo encontremos inmerso en un estado da alta vulnerabilidad por su dolor y/o sufrimiento como ser humano que es, tiene derecho a seguir tomando las decisiones que conciernen a su vida; es más, incidiría desde estas líneas en que el hecho irrefutable de su precariedad debería inducirnos a ser más escrupulosos con nosotros mismos para tener en cuenta su voluntad y cuidar de que no sea herida o mutada.
ENERO 2005
NEGRO SOBRE BLANCO
Imprenta de Gutemberg
Hace unos días evocábamos los amigos, en la tertulia del café, esos recuerdos imborrables de niñez y juventud que de vez en cuando nos asaltan y hacen mostrar una cara con sonrisa a medio camino entre la dulzura y el… ¡no sé qué! Esa sonrisa nostálgica que es el recuerdo de los bienes perdidos y que se sabe con total seguridad que nunca volverán a recuperarse. Recuerdos que, con plena seguridad, serán idénticos a los de todos los adultos de hoy en día, pero a cada uno de nosotros nos parecen los más nostálgicos.
Con ocho y nueve años acudía a un colegio público, de esos que entonces se llamaban “colegios nacionales” y donde la “pobre enseñanza” hizo posible que, entre otras cosas, con esos años hubiésemos escrito completamente El Quijote como materia de redacción.
En aquella época no existían los ordenadores, los juegos de consola y otros mil entretenimientos como hoy en día, pero hacíamos pelotas de trapo, dábamos patadas a un balón imaginario que podía ser una piedra y confeccionábamos espadas de madera con las tablillas donde solían doblarse las telas en las tiendas de tejidos. Después se rendían cuentas en casa… Solíamos ser algo trastos y, con frecuencia, nos pasábamos largas horas pensando cómo hacer alguna gatada. También pensábamos en los libros, aunque menos, y, evidentemente, con la espada de Damocles del correspondiente castigo. La causa fundamental de nuestra preocupación era el Maestro (Maestro se escribe con mayúscula), D. Miguel de Haro. Terrorífico, mal intencionado, vengativo y cruel que de vez en cuando nos daba un coscorrón porque no habíamos “hecho la tarea”. A pesar de su maldad, este maestro “de toda la vida”, cuando no nos sabíamos la lección, circunstancia que se repetía con demasiada frecuencia, nos castigaba a pasar toda la tarde en el patio de su casa estudiando en voz alta para que él “pudiera oírlo mientras se echaba la siesta”. Semejante castigo creaba problemas de conciencia a este hombre de comunión diaria. Así que, para calmar su sentimiento, me imagino, a media tarde, cuando se levantaba de la siesta, llamaba a su mujer: “Emilia, ¡da la merienda a los niños!”. Y aunque el sueldo de maestro era ciertamente exiguo, siempre había una rebanada de pan y una onza de chocolate.
En el patio del colegio del que hablaba anteriormente, antes de pasar a clase, era absolutamente imprescindible, según las normas de entonces, alinearse de forma marcial. ¡Aaa cubrirse…! ¡Ar! ¡Aaalineación derecha…! ¡Ar! ¡Aaalineación izquierda…! ¡Ar! ¡A cantar, todos a una! “La herencia que me dejaron mis hermanos al caer, son las consignas de lucha, por un nuevo amanecer…” Tengan en cuenta que mi niñez fue la posguerra inmediata.
Como Uds. saben, en las tertulias suele padecerse con demasiada frecuencia ese síndrome que los psiquiatras denominan pensamiento prolijo, ese impulso de pasar de un pensamiento o de un tema de conversación a otro por asociación de ideas y así, de semejante forma, la tertulia puede convertirse en algo casi infinito.
La cancioncilla expresada anteriormente nos llevó a otro tipo de herencia.
Nos dio por discutir el porqué los Reyes Católicos se habían tomado la molestia de fastidiar a Boabdil, al Zagal y a todo el reino de Granada con la idea de unir bajo su hegemonía las tierras de Hispania. ¿Es que no estaban bien las tierras tal y como estaban distribuidas? Pues al parecer, no; así que se pusieron las pilas y pensaron ¡Ancha es Castilla!, y se lanzaron a conquistar Granada, entre otras cosas, porque no podían dejar tantos infieles sueltos por esos mundos de Dios y, posiblemente, porque les habría llegado a sus oídos