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¡La educación está desnuda! - Juan Ignacio Pozo Municio


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a esta galería de escenas de la educación desnuda, que, no nos engañemos, no ha sido desnudada por la crisis del coronavirus, sino que, al igual que hemos podido descubrir con nuestro sistema sanitario, del que tan orgullosos estábamos, venía encontrándose desnuda desde hace mucho tiempo, sin que los gritos que nos avisaban de ello fueran escuchados como merecían. Si los sanitarios han debido luchar, en condiciones muchas veces horrorosas, para vestir —a veces literalmente con mascarillas, trajes y recursos improvisados a partir de bolsas de basura — a un sistema sanitario más desnudo de lo que creíamos, somos los docentes quienes debemos comenzar por reconocer que nuestra educación está en muchos sentidos desnuda, porque solo así podremos reconstruirla o vestirla mejor.

      Capítulo uno

      La brecha digital hace crecer la desigualdad educativa

      De todos los desajustes de nuestro sistema educativo, el que se destapó de forma más evidente ya en los primeros días de la crisis fue la desigualdad de recursos que tenían los estudiantes y las familias para afrontarla. Pero también fue desigual la respuesta dada por los docentes y por los centros educativos. Desde el mismo momento en que profesores y estudiantes hubieron de encerrarse en sus casas, se supo que no todos los alumnos tenían acceso a los recursos tecnológicos necesarios para continuar con sus aprendizajes de forma virtual, ni tampoco todos los profesores y todos los centros podían ofrecer el mismo tipo de apoyo.

      Ya en condiciones normales, los sistemas educativos reflejan, a nivel global, una gran desigualdad, que no es sino el eco de la que hay en toda la sociedad. Como sabemos, además, esa desigualdad ha crecido en nuestras sociedades en los últimos tiempos a raíz de la crisis financiera de 2008. Y el sistema educativo no es ajeno a esa desigualdad creciente. Estudios como el famoso Informe PISA así lo acreditan, edición tras edición. En consecuencia, por ejemplo, en España el estatus socioeconómico “explica el 12 % de la variación del rendimiento en matemáticas en PISA 2018 —comparado con el 14 % de media entre los países de la OCDE—, y el 10 % de la variación del rendimiento en ciencias —comparada con el 13 % de variación media en los países de la OCDE—” (OECD, 2019)4.

      Pero si ya en las condiciones habituales de la escuela presencial existen diferencias en las oportunidades educativas ofrecidas a los alumnos en función del centro al que acuden y de su entorno sociofamiliar, según un informe de la propia OCDE publicado en estos tiempos del coronavirus “es probable que la pandemia de la COVID-19 genere la mayor disrupción en oportunidades educativas a nivel mundial en una generación” (Reimers y Schleicher, 2020, pág. 6).

      Las diferencias entre países en el acceso al aprendizaje son ya de por sí muy grandes, y se incrementan cuando este aprendizaje se vuelve remoto. Pero también existen grandes desigualdades dentro de los países, que se ensanchan en esta situación. Para poder seguir aprendiendo se requiere un dispositivo digital que pueda ser conectado a una red de banda ancha, pero también tiempos y espacios que permitan acceder a esos recursos; se requiere una cultura familiar que priorice y apoye esos aprendizajes remotos, permitiendo organizar entornos que los hagan posibles en un momento en el que toda la familia está confinada compartiendo esos recursos limitados.

      Si bien la mayoría de los adolescentes españoles, según datos recogidos en ese mismo Informe (OECD, 2015; Reimers y Schleicher, 2020), afirman tener acceso a dispositivos digitales en el hogar, es menos claro que hayan podido hacerlo de forma continuada en momentos en los que toda la vida familiar —teletrabajo, aprendizaje virtual, acceso a la información, relaciones sociales, consumo, etc.— estaba requiriendo compartir esos recursos, que en muchas familias son bastante limitados y que, con seguridad, se distribuyen socialmente de forma muy desigual. La famosa brecha digital es, sobre todo, una brecha económica.

      Según un estudio del Proyecto Atlántida, realizado mediante una encuesta a más de 3700 profesores y casi 6000 familias (Luengo y Manso, 2020), en torno al 30 % de los estudiantes no han podido continuar su aprendizaje en remoto del modo adecuado, lo cual, si se traslada al total de la población estudiantil, nos habla de millones de alumnos desconectados, casi siempre ligados a contextos sociales vulnerables. Esos déficits se han intentado paliar de diversas formas; en el mejor de los casos mediante iniciativas solidarias o institucionales para proveer a esos estudiantes de tabletas, ordenadores, etc.; en otros, creando redes alternativas “analógicas” para distribuir los materiales y actividades escolares, desde la televisión educativa a otras más imaginativas como los riders, que se han ofrecido como voluntarios para repartir esos materiales fotocopiados por los domicilios, o incluso estudiantes en zonas rurales con acceso limitado al sistema wifi que han mantenido el contacto con sus profesores mediante walkie-talkies.

      Todas estas soluciones, si bien han podido mitigar en parte el distanciamiento educativo al que han sido sometidos algunos estudiantes, hacen aún más visible la desigualdad, al poner de manifiesto las condiciones precarias en que esos estudiantes mantienen ese fino hilo de contacto con su entorno escolar, frente a aquellos otros que pueden aprovechar las oportunidades que les ofrecen esos nuevos espacios virtuales, ya de por sí restringidas en una situación así. Sabemos también que la respuesta de los centros educativos ha sido desigual, siendo mejor, al menos en términos cuantitativos, en los centros privados y concertados5 que en los públicos6. Hubo también diversidad en las respuestas de los docentes, debida no solo a su diferente predisposición y formación, sino también a la etapa y la materia impartida. Los profesores de Bachillerato, probablemente acuciados por la alargada sombra de la EBAU7, se han mostrado más activos que el resto, especialmente que los profesores de los primeros cursos de Educación Primaria, tal vez por las limitaciones de comunicación digital de los propios niños o por el menor apremio de los contenidos que debían ser enseñados (Pozo, et al., 2020).También la respuesta de las familias refleja esas desigualdades, ya que el 40 % de ellas manifiestan no haber podido apoyar debidamente los aprendizajes de sus hijos en este período (Luengo y Manso, 2020).

      Algunos estudios muestran que la desconexión anual de la escuela, debida al período habitual de vacaciones de verano, supone en sí misma una “pérdida de aprendizaje” para la mayor parte de los estudiantes, que, según dicen, equivale a un mes de aprendizaje en el año académico. Sean o no ajustados esos datos —uno pensaría que seguramente en vacaciones los niños y jóvenes tienen también aprendizajes no académicos muy relevantes que la escuela no computa—, lo que sí es cierto es que esa pérdida se incrementa en el caso de los estudiantes que proceden de familias con bajos ingresos (Cooper, et al., 1996). Con mayor motivo, la desconexión forzada de estos alumnos más desfavorecidos habrá supuesto mayores pérdidas para sus aprendizajes que la de aquellos que han vivido un distanciamiento más atenuado, al poder mantener de forma sostenida una conexión virtual con su entorno social y escolar habitual. En esta línea la ONU ha alertado sobre el riesgo que el cierre prolongado de las aulas puede suponer para la formación de toda una generación, consciente de que esa pérdida no va a poder ser compensada por la apertura de esos espacios virtuales alternativos8.

      Pero, si bien estas desigualdades han aflorado de manera patente durante estos tiempos de educación confinada, la desigualdad educativa no ha surgido con la COVID-19. La educación, en lo que concierne a la desigualdad, ha estado siempre desnuda, aunque en otros tiempos hubiera quien no quisiera verlo o no le diera la importancia que tiene. Según el propio Informe PISA, en España el 49 % de los estudiantes están matriculados en centros desfavorecidos9, tanto por sus recursos como por el entorno en el que se encuentran ubicados. Estas desigualdades están en realidad creciendo en el marco de una escuela cada vez más segregada, según denuncia un reciente Informe de la Fundación Bofill sobre la situación en Cataluña (Segurola, 2020), que, con matices, seguramente sería aplicable a otras muchas comunidades autónomas, y no digamos a otros países, en función de las políticas que en cada caso se hayan promovido para paliar esa desigualdad, o, mucho me temo, incluso para ampliarla sea de forma deliberada, promoviendo una educación elitista, o sea por mero descuido. Es el llamado “efecto Mateo”, que aqueja a la mayor parte de los sistemas educativos, que se orientan más hacia los que ya saben o tienen más (Pozo, 2016). En el caso de la educación confinada, este efecto se multiplica debido a la llamada “brecha digital”, que supone diferencias muy acentuadas no solo en los recursos


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