¡La educación está desnuda!. Juan Ignacio Pozo MunicioЧитать онлайн книгу.
en el marco de las sociedades digitales líquidas.
Si algo debiera enseñarnos esta crisis del coronavirus es que los grandes servicios sociales, como la salud, la seguridad económica o la educación, o son públicos, o son para todos, o no son. Ese es el sentido de un servicio público, lo gestione quien lo gestione: debe estar al servicio de todos y en especial de los que no puedan por sus propios medios acceder a él, debe ser inclusivo y no reservarse el derecho a la exclusión. De la misma manera que privatizar la sanidad reduciendo los servicios públicos y de atención primaria para todos ha contribuido sin duda a que la amenaza de una pandemia como la que hemos vivido acabe desnudando las debilidades del sistema sanitario —con los terribles costes en vidas humanas que conocemos— privatizar en el sentido mencionado, o si se prefiere segregar, el sistema educativo hace que pierda buena parte de su función social. Ante la amenaza del contagio por coronavirus, o nos protegemos todos o nadie está protegido. Y ante la demanda creciente de aprendizajes generada por las llamadas sociedades del conocimiento, o este se distribuye de la forma más equitativa posible o el precio que la sociedad paga por ello es asimismo muy alto, en términos culturales, de convivencia y cohesión social, pero también productivos o económicos.
Sin embargo, nuestros servicios sociales siguen pagando ese alto precio como consecuencia de la glaciación neoliberal, que queda tan bien reflejada en la célebre máxima de Margaret Thatcher, cuando dijo "la sociedad no existe. Solo existen hombres y mujeres individuales”. Una afirmación falsa, radicalmente falsa, y no solo desde una perspectiva psicológica. Cuando hablamos de sanidad, y de combatir los efectos de la COVID-19, es obvio que los individuos no existen solos, ya que proteger a los otros es la mejor forma de protegerse a uno mismo. Igual sucede con la educación, si queremos vivir en una sociedad mejor debemos procurar que quienes nos rodean estén mejor formados y hayan aprendido más (Pozo, 2018). Solo concibiéndola como un servicio público orientado a construir valores, conocimientos y formas de vida compartidos tiene sentido hoy la educación formal.
Este carácter público, para todos, de la escuela, en un sentido amplio, no está reñido obviamente con la existencia de iniciativas privadas —de grupos sociales, familias o instituciones— para promover formas de ser y de pensar propias en el marco de una educación común. Pero si el sistema educativo no alcanza a toda la sociedad, sobre todo si no se ocupa de los menos favorecidos, deja de cumplir con su función social. Y esta no es una idea romántica o el sueño de un ideario socialista o “progre”. En realidad, es una idea que, a su manera, comparte incluso una organización tan poco sospechosa de afanes socialistas o de idealismo como la OCDE, una de las instituciones que más fielmente representa los valores del capitalismo mundial. De hecho, son esos valores los que impulsan su preocupación por estudiar y mejorar la educación a nivel global —como reflejan los conocidos estudios PISA, pero también otros muchos proyectos que promueve en bien de la “cooperación y el desarrollo económicos”, no lo olvidemos—, ya que asume que, si no formamos productores y consumidores de símbolos competentes, la economía global se resentirá y frenará su desarrollo. No basta con que unos pocos los generen y produzcan y el resto los consumamos, se necesita dinamizar y ampliar mucho más la base productiva del conocimiento simbólico para lograr economías y sociedades más competitivas, para lo que se necesita también, cada vez más, una visión más a largo plazo en el marco de un desarrollo sostenible. La economía capitalista necesita reducir —aunque quizá no mucho, podemos pensar algunos con un cierto escepticismo— las desigualdades en el acceso al conocimiento.
Y es que en las sociedades actuales la riqueza ya no se mide tanto por la producción de bienes materiales como por el capital simbólico, es decir, por el aprendizaje que permite el desarrollo de las tecnologías del conocimiento (Pozo, 2008). Por ello, los estudios PISA se ocupan del grado en que los estudiantes que salen de la educación para todos están alfabetizados en los principales sistemas de producción simbólica, en concreto la lectoescritura y el conocimiento matemático, las grandes metas a las que se dirigieron los proyectos alfabetizadores emprendidos por nuestros sistemas educativos durante el siglo XX —sin olvidar, eso sí, la difusión de los idearios nacionales—. Pero, en la sociedad actual, esas alfabetizaciones básicas ya no justifican las metas de nuestro sistema educativo, ampliado en edad y universalizado, sino que hay que ir más allá de ellas (Pozo, 2016).
Por un lado, es necesario ampliar los sistemas de producción del conocimiento en los que es preciso alfabetizar a todos los ciudadanos para que participen de la vida social. PISA incorpora también en todas sus pruebas la alfabetización científica —el grado en que el conocimiento científico está socialmente distribuido— y se ha ocupado ocasionalmente de otros tipos de conocimiento, por ejemplo, las competencias digitales o el conocimiento financiero. Pero los estudios PISA han sido y son también muy criticados por no ocuparse de otras formas de conocimiento, que parecen interesar menos para esa formación de productores y consumidores de símbolos, como el conocimiento histórico, artístico o incluso moral. Significativamente, los únicos valores en los que por ahora se ha detenido son los que cotizan en bolsa. Tal vez por ello, ante estas críticas, en su última hornada ha incorporado también pruebas que evalúan la llamada competencia global, centrada en la formación en valores relacionados con la multiculturalidad, el desarrollo sostenible, el uso sensible de las tecnologías, etc., en definitiva, los valores necesarios para convivir en una sociedad global10.
Pero, además de extender la alfabetización a nuevos códigos, conocimientos o sistemas simbólicos, la nueva sociedad del conocimiento requiere, también, un cambio en el propio concepto de alfabetización (Pozo, 2016). Ya no basta con saber leer, escribir o calcular, hay que leer o calcular para saber, para aprender. Así, el objetivo explícito de PISA no es evaluar el conocimiento acumulado por los estudiantes, sino lo que saben hacer con él. En palabras del coordinador del proyecto PISA, Andreas Schleicher (2006, pág. 35) “en lugar de comprobar si los alumnos dominan o no conocimientos y destrezas esenciales… incluidos en los currículos, la evaluación se concentra en la capacidad de los alumnos de 15 años para reflexionar y utilizar las destrezas que hayan desarrollado”. El conocimiento ya no es un fin en sí mismo, sino un medio para ayudar a gestionar la actividad de los alumnos y, más allá de ello, la participación social y ciudadana. Las metas selectivas, que tradicionalmente han guiado la acción educativa, quedan así subordinadas a metas formativas. No se trata ya de acumular conocimientos para superar pruebas, sino de saber usar esos conocimientos para transformar la propia actividad.
Este nuevo concepto de evaluación o aprendizaje por competencias, sobre el que volveré más adelante, a la vez que abre nuevos horizontes educativos, está generando nuevas formas de desigualdad. En nuestras sociedades tenemos tasas más que aceptables de alfabetización en el sentido tradicional, con un 98,4 % de los adultos en España en 2018. Pero debemos ser cautos con el optimismo porque es un dato no generalizable a nivel mundial, ya que sigue habiendo países, como los del Sahel africano, con niveles de alfabetización que apenas llegan al 40 %11. Pero incluso entre nosotros, cuando parece que se está alcanzando la plena alfabetización, el nuevo concepto demandado por la sociedad del conocimiento abre una nueva brecha educativa. Ya no basta con saber leer, hay que leer para saber, comprender lo que se lee para poder formarse una opinión, saber usar el conocimiento para tomar decisiones o, si asumimos la nueva competencia global que PISA quiere incorporar, para hacer un uso crítico del conocimiento o empatizar con personas procedentes de otras culturas o hacer un buen uso de las tecnologías digitales. De hecho, la idea de que vivimos en una sociedad del conocimiento —que hasta ahora se ha deslizado sin matices en estas páginas— hay que ponerla en duda. Realmente vivimos en una sociedad de la información, pero no todas las personas son capaces de convertir esa información en conocimiento, es decir, son competentes para saber buscar, seleccionar, analizar y criticar la información para obtener de ella verdadero conocimiento.
Ayudar a convertir esa información, que fluye sin control por todos los espacios digitales, en verdadero conocimiento debería ser una de las prioridades del sistema educativo actual (Pozo, 2016). Y ahí también la educación está desnuda, está fracasando: según los datos de la última edición de PISA, en 2018 ni siquiera “uno de cada diez estudiantes procedentes de los países de la OCDE parece saber distinguir entre hecho y opinión” (OECD, 2019, pág. 3).
Esa dificultad