Contramarcha. María Teresa MorenoЧитать онлайн книгу.
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Lectores
Colección dirigida por Graciela Batticuore
MARÍA MORENO
CONTRAMARCHA
Buenos Aires
Índice de contenido
Nombre falso
Leer con los oídos
Leer salteado
Yo no leo (o poco): escribo
El saque de leer
El sexo de los libros
Me dan a leer o escriben antes que yo
Contramarcha
Moreno, María
Contramarcha / María Moreno. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Ampersand, 2021.
Libro digital, EPUB - (Lector&s / 12)
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-4161-56-7
1. Autobiografías. 2. Lectura. 3. Literatura. I. Título.
CDD 808.8035
Colección Lector&s
Primera edición, Ampersand, 2020
Derechos exclusivos reservados para todo el mundo
Cavia 2985, 1 piso (C1425CFF)
Ciudad Autónoma de Buenos Aires
www.edicionesampersand.com
© 2020 María Moreno
© 2020 de la presente edición en español, Esperluette SRL,
para su sello editorial Ampersand
Edición al cuidado de Diego Erlan
Corrección: Belén Petrecolla
Diseño de colección y de tapa: Thölon Kunst
Maquetación: Silvana Ferraro
Versión: 1.0
Digitalización: Proyecto451
ISBN 978-987-4161-56-7
Queda hecho el depósito que previene la Ley 11.723
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante el alquiler o el préstamo públicos.
A Oscar Alonso
Es cierto: donde otros se explayaron, yo puse el punto final. Al narrar la novela de mis lecturas, me detuve poco después de un episodio de apariencia trivial: el del día en que vi a mi profesora de Castellano, detrás de mí, en la cola para tomar el ómnibus que me traería del colegio. Entonces aturdida, como ciega, le ofrecí mi lugar –ella se negó con un leve golpecito en el hombro para impulsarme a subir–. Retrocedí espantada y terminé huyendo: no volví más a clase. Creo recordar el instante de vacilación sobre si tenía o no que pagar su boleto, el temor a la obligada charla de circunstancias, pero nada explica, en ese tropiezo por cortedad que seguramente habrá hecho sonreír a la profesora acostumbrada a las extravagancias de los tímidos, sus vastas consecuencias. Fue una contramarcha, lamento la jerga militar pero es precisa. En efecto, algo se puso en marcha entonces, algo, no por confuso, menos decidido: de hecho en la contramarcha se impone más la decisión por el desvío que su nuevo sentido. No hay plan ni deseo, sí lo que importa: al contrario que en la retirada, no es el otro el que nos obliga con su acción.
Después vino una deriva gozosa entre caídos del sistema escolar, libertarios de poca monta, buscavidas amistosos que tomaban de la cultura lo que les venía bien, sin disciplina impuesta ni peso de los ideales, en tiempos en que la palabra “bohemia” ya no se pronunciaba sin ironía. Eran mis compañeros del nocturno en el que terminé la escuela secundaria. Entonces leía con frecuencia, como quien devora, y sin comentarios; escuchaba sí, con atención curiosa, las improvisaciones de aquellos que, como yo, parecían no querer llegar a ninguna parte: vivían de trabajos esporádicos y completaban el nocturno por flojas cuestiones de currículum laboral, sin miras a la universidad. Afuera del afuera, yo, que tampoco trabajaba, hacía mi educación sentimental. Mucho más tarde, escribí en diversos artículos, en libros, sobre mis lecturas posteriores. Ahora prefiero contar la infancia y la adolescencia tardía de lo que he leído. Y con el resto, no insistir.
Ana había muerto. Delante de la casa de sepelios, yo vacilaba al imaginar la angustia de tener que entrar y enfrentarme a sus hermanas y a sus hijas. No había logrado llevar preparadas las palabras que planeaba acompañar con un abrazo cuya fuerza y duración serían –calculaba– el verdadero mensaje, más que las palabras. Mi espontaneidad suele ser torpe, sobre todo, carente de tacto. En esos casos mi timidez es egoísta. Porque ¿importaba el protocolo? Solo debía evitar quebrarme en llanto, dando la nota y convirtiendo el imposible consuelo en indiscreción. Pero las bandejas de Sarkis y las visibles petacas que pasaban de mano en mano, el murmullo común y una música de fondo alegre y no demasiado baja transmitían el espíritu de Ana, ajeno a toda melancolía. Su hermano, el único varón entre las Amado, contaba anécdotas risueñas sobre ella. Evocaba su conocida distracción, su osadía para transgredir los espacios oficiales con frases inoportunas por lo informales, dichas con su acento santiagueño, que terminaban por calar, despeinando los ánimos y haciéndola alcanzar una popularidad de proporciones.
Tamara y yo no habíamos coincidido en el velorio, pero de pronto nos encontramos, por la mañana, muy cerca del coche fúnebre ya cerrado y próximo a partir. Cada una leía en la otra una conmoción evidente: era como si nos hubiéramos desplomado sin caer. Quizás para sobreponernos, acudimos a lo que nos era familiar: pensar en el lenguaje. Entonces comenzamos a balbucear una hipótesis sobre aquello que nos había conmovido tanto –dentro de la ya enorme conmoción–, y acordamos que era el nombre trazado con provisorias letras blancas sobre el soporte de felpa negra del coche: Ana María Amado. “Es el nombre, siempre es el nombre”, decía Tamara, no sé con qué predicado, no lo recuerdo. Estábamos seguras de que la cruz no era una incongruencia, sino un pedido de Ana, que solía sorprendernos con su fe en esa comunidad de ateas –lo eran más por omisión que como práctica razonada–. Yo sentí que se nos confiaba un secreto: el segundo nombre, ese que los muertos suelen revelarnos cuando ya es tarde para preguntar si lo avalaban, lo mantenían oculto por vergüenza o simplemente lo dejaban de lado para resumir. Somos casi todo el tiempo para los otros, nuestro primer nombre, el de pila, si no se ha merecido un apodo, un diminutivo, un nombre de guerra y, en el peor de los casos, un alias. “Ana María” sería para la documentación, las actas de examen y, ahora, la inscripción en la tumba seguida por la fecha del día.
Recuerdo haber ido caminando con Tamara del brazo de Ana por el cementerio alemán, durante el entierro de Nicolás, y que la conversación tenía una falsa ligereza a la que Ana parecía aferrarse y que el camino era hermoso y arbolado y a ninguna le pareció que señalarlo estuviera fuera de lugar y nos reímos –¿por qué no?–