Contramarcha. María Teresa MorenoЧитать онлайн книгу.
para tener en cuenta y someter a juicio.
“Ana María Amado”: pensé, pero mucho más tarde, en que esa pérdida de contención, el breve quiebre de Tamara y mío y al que nos sobrepusimos, se debía al hecho de saber que sería solamente Ana la que, para siempre, no podría acudir al llamado de su nombre, que serían otros los que lo dijeran en voz alta, los que lo escribieran para citarla, pero nunca para que ella viniera, se pusiera de pie o simplemente se diera vuelta, es decir, que su cuerpo volviera a moverse en determinada dirección por una voz que lo interpelaba.
La radio ya no era de madera oscura y casi del tamaño de un mueble pequeño: ahora le cabía el adjetivo flamante de “funcional”, a tono con los muebles de patas puntiagudas y durísimos resortes fabricados por la línea escandinava, incomodísimos pero imprescindibles para ostentar un estatus que nosotros no respetábamos y seguíamos con nuestros provenzales desparejos, a menudo sin manijas, rayados y opacos, manteniendo la atmósfera del conventillo que pretendíamos haber modernizado. Era negra, pequeña y de plástico duro, con la rueda del dial color marfil y unos huecos en el borde para apoyar los dedos. La pequeña aguja tenía un ligero lomo y, lo juro, yo la asociaba a aquella forma que me veía entre las piernas cuando estaba sentada en el inodoro y alcanzaba a darme algún breve toqueteo, con su consecuente calentura antes de que la habitual interrupción –no me dejaban cerrar la puerta del baño– me obligara a apartar la mano. Será por eso que cuando mi abuela se ponía a girar el dial con una lentitud exasperante, como si el aparato, que ella consideraba casi mágico, fuera de una delicadeza extrema, yo me ponía nerviosa. Escuchábamos la versión adaptada de Los miserables de Víctor Hugo escrita por Abel Santa Cruz, ella sin dejar de preparar la cena –a veces, la caída de las arvejas que pelaba en el interior de una cacerola volvía confusos los parlamentos–, yo tirada en un sofá, con una atención intermitente. Recuerdo la ira que me invadía cuando mi abuela aprovechaba que las últimas sílabas de mi nombre coincidían con las de las protagonistas más desgraciadas del radioteatro para hacer rimas humillantes. Yo no quería saber nada con Baptistina, la criada del obispo que servía sopa de agua, aceite y ajo como si fuera un manjar. Menos con Fantina, de la que no me daba cuenta que era puta, pero sí que se había vuelto fea por vender sus cabellos por diez francos y, por dos napoleones, los incisivos, para comprarle un vestido a su hija asilada en una taberna. Y menos aún con Eponina, que era mala y se moría de miseria y allí mi abuela me “cargaba” una y otra vez, señalándome “Cristina, como Eponina la sardina”. Y se reía con una risa fingida, porque no sabía reír.
Me gustaba un poco la miseria barroca de Cosette, que tenía como único juguete una espada diminuta con la que podía cortar ensalada y partir moscas por la mitad. Hastiada de la pedagogía escolar y sus historias edificantes que ponían de pie a los lisiados, identificaban al delfín en un mendigo y ahogaban al lobo feroz, yo soñaba con ser arrebatada desde un carromato por una mano negra, para vivir maltrecha entre animales de feria con los que me obligaban a dormir, inmolada en el circo por la negligencia de mis padres para cuidarme. Robada, golpeada, vendida. La tortura era para mí la esencia del drama; la felicidad, una abstracción soporífera para los que no saben contar ni oír contar.
Debió ser otro radioteatro el que me acercó la figura del comprachicos, figura para mí asexuada, es decir libre de toda connotación erótica, la única capaz de encender la trama de la vida, de llevarla lejos de esa muerte en buena salud que constituía la infancia moderna, entre la escuela y la casa, donde los cuidados tutelares suelen asfixiar y poner una barrera odiosa a la aventura. Me enteré que ciertos comprachicos preferían a los casi recién nacidos, a quienes colocaban en el interior de un jarrón con aperturas para que sacaran brazos y piernas, así crecían deformes hasta que alcanzaban una perfección de la monstruosidad suficiente para el éxito en las ferias ambulantes.
Mi abuela imaginaba que yo quería ser Cosette y que Los miserables no me ofrecía más ideal que esa niña sufrida pero recompensada por el amor de un hombre con la edad de un padre y un prontuario puesto a redimir a lo largo de 300 páginas que solo leí mucho más tarde. Pero yo no me identificaba con la niña huérfana, siempre cargada con cubos de agua que la doblaban en peso, quien fregaba hasta cubrirse de sabañones, dormía sobre paja seca sin quejarse, idiota que no sabía escalar ni robar, un peso muerto en los momentos de peligro y a la que era fácil asustar con solo repetir el nombre de los que la habían sojuzgado por años en una taberna de mala muerte; los Thénardier –mi abuela y yo pronunciábamos con ahínco palurdo Tenardié, lo mismo que Yaver en lugar de Javert y Yan Valyan por Jean Valjean, omitiendo las vocales nasales y la r arrastrada hacia la garganta y casi dejando escapar la saliva en nuestras yes descuidadas; pero también los actores lo hacían, solo que en voz más alta y sobreactuada: los nombres propios subrayaban la lengua francesa, aunque se la desconociera, si se gritaba un poco y se hacía una pausa.
Si no se es nadie, los otros te acortan el nombre; es casi como si lo achicaran para mostrar tu pequeñez y falta de importancia: eso le sucedió al pobre viejo Fauchelevent, al que las hermanas de la Orden de Verga terminan por llamar “Fauvent” porque, si bien hubieran preferido ni un solo hombre entre ellas, al menos podían negarse a llamarlo largamente, gesto solo dedicado a nuestro señor Jesucristo y para nombrar la propia orden (Hermanas Bernardinas Benedictinas de Martín Verga). He olvidado casi todo de Los miserables radiales, pero no esos nombres mal pronunciados por voces formadas en el teatro español y que, por eso, ceceaban.
Cuando aparecemos en el mundo, es la repetición del nombre dado lo que afianza la identidad: más se es quien se dice ser cuantos más son los que nos llaman. La clase se certifica en nombres largos a los que se antepone un “señor”, como era el caso del obispo Carlos Francisco Bienvenido Myriel, que había nacido rico hijo de juez, empobrecido y luego hecho voto de pobreza por razones religiosas, pero que admitían la gloria de un cucharón, seis cubiertos y un candelabro de plata, luego robados por Jean Valjean, hecho que le sería perdonado poniéndolo en el camino de la bondad y el arrepentimiento. ¡Qué historia! Supongo que me aburría, y que solo prestaba atención a las repeticiones bien moduladas, como por hipnosis, sin apreciar las formas retóricas, que las habría, aun en el estilo de Abel Santa Cruz.
Nunca me ha parecido simple el gesto con que los pobres bautizan a sus hijos con los nombres más extravagantes, a menudo extranjeros. Elizabeth, Jessica, Melinda… Los pienso como una creación artística solitaria. No el signo de una colonización venida primero a través del cine y luego de la televisión, sino un acto de libre imaginación, una falta de mesura en el ejercicio de, tal vez, uno de los escasos derechos a los que pueden aspirar como creadores: decidir el nombre para un hijo.
Fantina, pobre de toda pobreza, había bautizado a su hija “Eufrasia”. Pero, como también suele suceder entre los pobres, la velocidad de la vida, lo imperioso de las necesidades, exige ahorrarse el aliento y pronto el apodo de pronunciación más fácil termina por imponerse: Eli, Jessi, Meli… Cosette.
Allá en el origen de generaciones ya olvidadas hubo alguien que dijo Voilà Jean, de ahí “Jean Valjean”, especulaba Abel Santa Cruz o Víctor Hugo. El apellido se saca del nombre mal oído, de un oficio o del nombre de pila de la madre, como en “Paco de Lucía”. O de todo eso junto, como le sucedió al pobre de Champmathieu al que confundían con Jean Valjean y querían meter preso con su nombre como prueba: ¿qué más natural que Valjean, ni bien prófugo, se pusiera el apellido de la madre, “Mathieu”, que al huir en dirección a Auvernia, la pronunciación campesina hiciera de la “j”, “ch”, y de “Jean”, “Champ”, de ahí “Champmathieu”? Abel Santa Cruz o Víctor Hugo atribuían a la justicia equivocada la lógica de Sherlock Holmes.
No había mención a documento alguno en Los miserables radiales, tampoco en el original, aunque debían existir puesto que ya existían las figuras del delito, como las que le tocaron a ese pobre Champmathieu confundido con Jean Valjean: “Robo de manzanas con escalada de pared”.
Se cambia de nombre para huir de la ley. O para perseguir con una personalidad encubierta a otro hombre al que se quiere extorsionar, pero al que no se vacilaría en quitarle la vida, como Thénardier a Jean Valjean. Thénardier, el tabernero que es también