Imitación del hombre. Ferran ToutainЧитать онлайн книгу.
caracterológica y convirtió la copia de personalidades en un requisito profesional de rango casi superior al interés y el rigor de los contenidos. Pero más allá de la muy curiosa y cada vez más depurada producción de replicantes —el corresponsal en el extranjero, con sus tonos de ritmo sincopado directamente trasplantados del inglés de Estados Unidos; la locutora de temas artísticos y culturales, con sus melifluas cadencias de registro edificante, etc.—, los medios de comunicación modernos se han revelado, desde sus inicios, como una prótesis mental de extraordinaria eficacia para amplificar la innata disposición de la especie al automatismo, no solamente en los aspectos formales de la gesticulación y la expresión, sino también, y de modo muy privilegiado, en lo que se refiere a las ideas de origen imitativo, tradicionalmente llamadas prejuicios y lugares comunes.
El ensayista y periodista francés Jean-François Revel se refiere en sus memorias a los programas nocturnos de la radio francesa en los que los oyentes dialogan con el locutor acerca de sus más íntimas miserias y, no dudando en calificarlos como la más alta manifestación de la estupidez mediática, se muestra especialmente turbado por la empalagosa simpatía de los locutores, la cual ve como un envilecimiento radiofónico de la amistad; el intercambio de tópicos, el narcisismo de las confidencias, la pretenciosa administración de consejos y la degradación de la lengua oral, atributos adquiridos todos ellos por el más puro y transparente de los mimetismos. «Un consuelo para los franceses —añade Revel al final de su comentario—: la palma de la tontería y la vulgaridad de ese palabrerío se la llevan las radios españolas.»24 Me viene a la memoria, en este punto, un programa nocturno de la radio catalana que estuvo en antena hace ya algunos años y que, a partir de un momento, empecé a escuchar con un interés creciente. Todas las noches se formulaba una pregunta a la audiencia, del tipo de si hay que reconocer derechos a los animales o si las mujeres poseen más sensibilidad que los hombres. Los intereses principales del programa se repartían habitualmente entre el animalismo y el feminismo y, como se podía prever, el resultado de la encuesta siempre era favorable a las expectativas de esas dos corrientes. Una noche —probablemente estimulada por una de las tendencias más espectaculares del feminismo salvaje, consistente en plantear la hipótesis según la cual Homero, Shakespeare y otros personajes de la historia cultural de Occidente fueron mujeres que se vieron obligadas a ocultar su identidad—, a la presentadora del programa (o a sus guionistas) se le ocurrió preguntar a los oyentes si juzgaban posible que Dios, aun cuando siempre se ha representado por un patriarca de largas barbas blancas, fuese en realidad una mujer. Dos mimetismos de primer orden entraban en conflicto con esa pregunta: el de la sensibilidad religiosa y el de la sensibilidad femenina.
—Tu nombre, por favor…
—Remedios
—Tienes una voz muy bonita, Remedios.
—¡Uy, qué va, cariño, la tuya sí que es bonita! Te escucho cada noche y quisiera felicitarte por el programa.
—Muchas gracias, Remedios. Y dime, ¿qué piensas tú de la pregunta de hoy?
—Ay, cariño, me la tendrías que repetir, porque hoy he puesto la radio un poco tarde y no sé cuál es la pregunta.
—¿Tú crees que Dios podría ser mujer?
—¿Cómo? ¿Dios, una mujer? Pues la verdad es que eso es la primera vez que lo oigo.
—Mira, Remedios, si hemos de creer que Dios es nuestro creador, ¿a ti no te parece que la mujer, que también es creadora de vida, pues es ella la que trae a las niñas y a los niños a este mundo, tiene mucho más derecho que el hombre a representar la figura del Creador, que en este caso debería llamarse la Creadora? Si lo piensas bien, es lógico…
—Ay, pues no sé… Yo no quiero decir que una mujer no pueda hacer las cosas tan bien como un hombre, pero… ay, ya no sé lo que digo. No sé, la verdad, no sé.
IMITACIÓN DE BOUVARD Y PÉCUCHET. Dice Josep Carner en «El húmedo callejón» («L’humit carreró», Les planetes del verdum, 1918):
Dos ventajas sobre todo (y por cierto cada vez más codiciadas por el autor de estas líneas) traería una lluvia fina y tranquila, guiada por vientos inteligentes. Una sería que nuestra gente, tras agotar las distracciones caseras del dominó, la calcomanía, el vaciar cajones para volverlos a ordenar, la merienda, la siesta y la nona, no tendría más remedio que ponerse a leer. Esas chicas que ponen cara de pánfila empezarían a alcanzar algún interés fisonómico; el espíritu se movería dentro de sus pupilas, ahora acostumbradas únicamente a una monotonía de trasieguitos materiales. Aquellas damas de una vasta blandicia, que parece no haber sido nunca sacudida por un escalofrío de emoción artística, se remontarían hasta quién sabe dónde, abandonando su actual categoría de fardos que se desploman en los tranvías, en las chocolaterías de la calle de Petritxol** y en los cinematógrafos.25
Bueno es reconocer que, en nuestra época, todo eso ha progresado de manera espectacular. Puede que ya no se vacíen tantos cajones como antaño; pero, además del fútbol, la televisión, los grandes bestsellers de temporada, los chats, Facebook, Instagram, Twitter, y todo cuanto procuran las llamadas redes sociales, en los últimos tiempos también hemos tenido talleres y cursillos.
—Quería apuntarme a taichí, pero ya no quedaban plazas y me he apuntado a corte y confección —dice una chica a su amiga.
—Pues yo en octubre empiezo restauración de muebles —contesta la otra.
Escuché este diálogo en el metro de Barcelona hará ya más de una década. Mi impresión es que poco después, tal vez por efecto de la crisis, la fiebre de los cursillos decreció apreciablemente, pero por aquellos años era un puro desasosiego y parece que en nuestros días ha vuelto a elevarse. La disparidad de las materias que ofrecen los organizadores de dichos cursos, en los que nunca faltan los bailes y las cocinitas, hace pensar que, más que para instruirse, la gente se apunta a ellos para combatir el tedio y trabar relaciones. Pero existe una razón mucho más profunda, y es que la época venera el conocimiento inútil; o, mejor dicho, lo que realmente importa es el hecho mismo de apuntarse a un cursillo cualquiera y no el deseo de formarse, por necesidad o por vocación, en una determinada disciplina. El cursillo es la categoría, y la anécdota, su contenido. Si en corte y confección tampoco hubiesen quedado plazas libres, muy probablemente la chica se habría apuntado a bailes de salón, cerámica, informática, cocina de diseño o papiroflexia.
La oferta de pasatiempos formativos más curiosa que yo haya visto anunciada proviene de la sección femenina de una comunidad de jóvenes alternativos que habita en régimen de ocupación un viejo edificio de un barrio barcelonés muy poblado por grupos marginales y revolucionarios de la izquierda anarcocomunista, y consiste en «un espacio de reunión solo para mujeres y lesbianas, con actividades varias que van desde talleres de salud, de electricidad, de vídeo… a ciclos de cine, cenadores, etc. Siempre desde una perspectiva feminista y antipatriarcal». Un cenador o un taller de electricidad feminista y antipatriarcal deben de ser cosas muy dignas de ver, pero ya se entiende que una comunidad de okupas no se puede incorporar sin una perspectiva propia a la manía general de los cursillos.
Y luego están las actividades extraescolares, que es el nombre que recibe la versión infantil de los cursillos. Dice la propaganda de uno de los promotores de esas prácticas:
Gimnasia, danza, judo, natación, informática, idiomas, teatro, pintura, música… Las actividades extraescolares se han convertido en un complemento de la jornada escolar de muchos niños e, incluso, en una asignatura más y en un alivio para los padres con una agenda laboral ajustada. Se llevan a cabo fuera del horario escolar y contribuyen a desvelar inquietudes, a reforzar conocimientos en alguna área, a fomentar la creatividad y a desarrollar valores.
Todo está en el anuncio: el reconocimiento de la auténtica razón de ser de ese abuso de menores («un alivio para los padres») y la noble justificación de los servicios ofrecidos, mediante una de las frases más imitadas por progenitores y pedagogos cuando se habla de niños y adolescentes («contribuyen a desarrollar valores»). En una ocasión, esta vez en un mercado, escuché una conversación entre dos madres que se disputaban las actividades extraescolares