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Imitación del hombre. Ferran ToutainЧитать онлайн книгу.

Imitación del hombre - Ferran Toutain


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es un sentimiento que resiste como ningún otro la erosión del tiempo y, aunque las circunstancias que lo rodean en mi recuerdo sean muy probablemente falsas,* el episodio de Antonio demuestra que a los cuatro años un niño ya sabe que la imitación nos afirma tanto como nos niega; nos permite desfilar con la cabeza alta mientras no haya nadie que ose señalarla con el dedo. La injusticia es que la voz nasal de la parienta que me agredía por la espalda no sirviera, en algún otro momento, para hacer notar cómo un adulto, de manera inconsciente o deliberada, imitaba las muecas, los gestos o las modulaciones de otro adulto presente o ausente: «Fíjate en el señor Hernández, mira cómo imita al señor Fernández. ¡Qué gracioso!…» Yo, como casi todos los niños, tenía en aquella época el deseo de pasar por adulto; a fuerza de constatar que la imitación de una persona mayor no se ponía nunca en evidencia, había llegado a creer que los adultos disponen de personalidad propia.

      No sé cuándo abandoné del todo esa creencia. De manera más o menos consciente debí de hacerlo después de superar la adolescencia, pero tengo la impresión de que mucho antes —y, por supuesto, encontrándome aún muy lejos de comprender o de intuir siquiera el alcance y el significado de una percepción tan realista como esa— las actitudes humanas ya se me aparecían como una pura exhibición de estereotipos. Esta manera de ver las cosas no ha impedido, antes al contrario, que yo, como la mayoría de las personas, también me haya dejado seducir durante mucho tiempo por la idea del hombre auténtico; de hecho, cuanto más se percibe que los seres humanos dedican la parte más activa de su existencia a imitarse mutuamente la personalidad, más se tiende a creer en lo inefable, a suspirar por la originalidad, a reclamar con vehemencia que se corra de una vez por todas el velo que oculta lo auténtico. La reconciliación con el mundo solo podrá llegar cuando el afán de trascendencia se haya empezado a calmar y a la imaginación ya no le queden recursos para seguir creyendo en lo que no se ha visto nunca.

      La imitación —la imitación del hombre por el hombre— ha tenido para mí desde siempre, o desde casi siempre, la forma de una fijación parecida a la que sufriría un aficionado a la magia blanca que no acudiese a ver su espectáculo predilecto más que para detectar las trampas del prestidigitador. En consecuencia, las muecas que articulan las caras, los gestos que las acompañan y las distintas maneras de usar el lenguaje que adoptan las personas en su vida social me han llamado mucho más la atención que no lo que los interesados pretendían comunicar por medio de esas señales visuales y sonoras. Es un vicio que, si se practica con demasiada insistencia, puede conducir al sujeto que lo padece a una forma de estupidez particularmente irritante, pero los que no lo han practicado nunca, porque ni siquiera saben en qué puede consistir, son con toda seguridad los más temibles. Ser muy refractario al espíritu de la comedia también tiene, por otro lado, grandes inconvenientes para uno mismo, porque no es posible ocupar una determinada posición social, por modesta que se pretenda, sin haberse aprendido antes el papel correspondiente. Al fin y al cabo, la madurez no puede ser otra cosa que la excelencia —o por lo menos la suficiencia— en la representación del propio papel.

      Es más que probable, pues, que ese sentimiento de extrañeza ante la mecánica de las relaciones humanas y mis dificultades personales para acceder plenamente al juego de las representaciones —tendencia, insistamos, en la que no hay que ver ningún afán de superioridad, ni ningún indicio de pureza ni de honestidad, sino más bien la persistencia de una cierta psicología infantil, con todo lo que conlleva de impericia y cobardía— sean el motivo por el que la imitación del hombre por el hombre ha ocupado una parte central en mis intereses culturales, por lo menos desde la primera juventud. Me consta haberme acercado al tema por vez primera en un artículo relacionado con Gombrowicz que publiqué en el Diari de Barcelona en 1989, pero mucho antes, con mi pasión adolescente por los relatos de Swift, el dadaísmo, el humor del absurdo, los cuentos de Kafka, el teatro de Beckett y, en general, por todas aquellas manifestaciones literarias y artísticas que han hecho mofa, burla y escarnio de las actitudes humanas más elementales, ya creo haber mostrado una plena disposición a admirar el fenómeno. El descubrimiento de Gombrowicz constituyó, sin duda alguna, un punto de inflexión. De repente me encuentro ante un autor que sitúa la imitación en el núcleo de la construcción humana y que expone todas sus implicaciones: la ausencia de personalidades originales, la relación de cada individuo con su propia máscara, la permanente incomodidad del hombre con la forma —obtenida por copia basta o destilada depuración de personalidades ajenas— que se ve obligado a adoptar para ser hombre; la imposición de unos personajes sobre otros; la falsedad intrínseca de todo lo que reconocemos como humano, una característica que, por su valor universal absoluto, no puede considerarse un defecto sino una esencia: el punto de partida y de llegada de la experiencia humana.

      Gombrowicz no es un caso aislado; solo trata de manera específica, en un registro literario y a menudo con un humor de extrema pureza, lo que todos los grandes autores de la tradición universal han considerado en sus obras de modo tangencial o preponderante, directamente o por implicación. La imitación del hombre por el hombre es el gran tema de la literatura. Lo es abiertamente en el caso de Cervantes y de Shakespeare, y no es extraño que estos dos escritores se encuentren en los fundamentos de la obra de René Girard, el antropólogo y crítico literario que ha puesto de relieve los conflictos inherentes a la naturaleza imitativa del hombre y ha rastreado la presencia constante de la rivalidad mimética en el arte y la literatura judeocristianos. El lector observará que a menudo me encomiendo a Gombrowicz —no en vano, suya es la frase que preside este libro y le da título— como el que se encomienda al santo de su devoción; Girard aparece citado en más de un pasaje, y también muchos otros autores que, en uno u otro sentido, se han aproximado al fenómeno de la imitación desde muy diversos ángulos, pero considerándolo siempre como parte esencial de lo que significa ser hombre. Son los autores que me han ayudado a fortalecer aquella primera intuición infantil sobre el funcionamiento del mundo, y estoy seguro de que hay muchos más que la acabarían de reforzar, pero no los he leído o no los he recordado mientras redactaba este libro. Dar cuenta de todo lo que se ha escrito —o siquiera de la parte más sustancial de lo que se ha escrito— sobre la imitación no es solo una empresa de colosal envergadura, completamente fuera de mi alcance, también es un propósito muy alejado del mío. En realidad yo no he tenido otra intención que reunir pequeños ensayos y notas dispersas que a partir de un cierto momento me puse a redactar con una misma preocupación temática como única relación entre ellos. Que el tema tenga una presencia constante en todos los ámbitos de la cultura y que pueda verse a simple vista en cualquier manifestación de la vida cotidiana, me ha llevado a alternar estilos e incluso géneros de diversa naturaleza. Por esta razón, en las páginas de Imitación del hombre, el lector encontrará que el tono de ensayo convencional convive con el relato de episodios autobiográficos y la descripción de hechos observados por su autor. He cometido, por otro lado, la temeridad de introducirme en terrenos en los que me muevo con la dificultad de quien penetra a oscuras en casa ajena y apenas sabe dónde están los muebles. Espero no haberme dado de bruces, pero una vez alcanzado un determinado nivel de mi interés por el tema me pareció indispensable, por ejemplo, referirme a la mímesis de los antiguos. Si me atenía a mis propias lecturas de Platón y Aristóteles —por desgracia siempre en versión traducida a una lengua moderna—, no podía decir nada que no resultase inexacto o pretencioso. Para obtener algún provecho de los antiguos tenía que acudir forzosamente a la opinión de los especialistas, y esa necesidad me condujo durante una larga temporada a la lectura de ciertas obras de Heidegger, Martínez Marzoa, Havelock o Strauss, entre otros autores, con la esperanza de percibir un poco de luz sobre el significado de la mímesis. Con lo que creí entender de todo eso, redacté algunas notas —casi todas ellas concentradas en los capítulos 5 y 13 de este libro— con las que, procurando aclararme a mí mismo el sentido enigmático de la mímesis y de otros conceptos igualmente enigmáticos e inseparables de este como son el de eîdos o el de alétheia, espero aclarárselo también al lector que se encuentre, con respecto a esas cuestiones, en una situación de ignorancia parecida a la mía. Esa clase de visitas guiadas al pensamiento griego, lejos de constituir ociosos ejercicios de erudición prestada, me han permitido descubrir que los antiguos, y la renovada proyección que de ellos hizo Heidegger en el mundo contemporáneo, nos pueden ayudar a comprender mejor la situación del hombre que describen los modernos desde Shakespeare hasta Gombrowicz o desde Pascal hasta Musil. Es esta una idea que me


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