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Cienfuegos. Alberto Vazquez-FigueroaЧитать онлайн книгу.

Cienfuegos - Alberto Vazquez-Figueroa


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no es un nombre. Será en todo caso un apodo. Yo me llamo Pascual. Pascualillo de Nebrija. Nunca te había visto a bordo, aunque no me extraña porque aquí todo el mundo cambia de barco como de camisa. Hoy estás en este, mañana en aquel. ¿En el fondo qué más da uno que otro? ¿De verdad no quieres comer?

      –Me moriría si lo hiciera.

      –Y yo si no lo hago. A mí esto de sacar brillo a las cubiertas me da un hambre de lobo, y lo cierto es que apenas he hecho otra cosa en este viaje que fregar y comer. ¡Perra vida la del grumete!

      –¿La de quién?

      El otro le observó ciertamente perplejo:

      –La del grumete –repitió–. ¡La nuestra!

      –Yo no soy grumete. Soy isleño.

      –¡Tú lo que eres es tonto! –fue la espontánea respuesta–. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Se puede ser isleño y grumete. ¿O no?

      –No lo sé. Yo siempre fui únicamente isleño y cabrero.

      –¡Dios nos asista! –exclamó el chicuelo haciendo un ampuloso ademán hacia el muchacho que se sentaba a su derecha como mostrándole el extraño espécimen humano que había descubierto–. ¡Mira lo que tenemos aquí! ¡Otro genio!

      –¡Demasiados para esta mierda de barco! ¿De dónde ha salido?

      –Me temo que de la isla.

      –¡Pues estamos buenos! Aunque al fin y al cabo, mientras friegue mejor isleño que de Toledo o Salamanca.

      No entendió de qué hablaban. Se le escapaba el significado de la mitad de las palabras, ignoraba la razón de sus risas y aún le dolía terriblemente la cabeza. Lo único que deseaba era recostarse en un mamparo, cerrar los ojos y evocar el rostro de su amada, repitiéndose una y mil veces que le había prometido ir a buscarlo a Sevilla.

      El sol a proa comenzaba a hundirse muy despacio en un mar ahora tranquilo y recordó cuántas veces se sentaron en la cima de un monte a observarlo en silencio esperando distinguir en la distancia el abrupto contorno de la misteriosa isla que según una vieja leyenda surgía algunas veces de las aguas, cuajada de flores y palmeras, para desaparecer de nuevo bruscamente tras mostrar a los hombres lo que fuera en su tiempo el Paraíso del que un día los expulsara un arcángel.

      Resultó siempre empeño inútil, pese a que los más ancianos del lugar juraban haberla visto muchas veces, pero a él nunca le importó no verla, porque sentado allí, con la cabeza de Ingrid entre sus muslos, ningún otro Paraíso provocaba su envidia y no cabía imaginar un lugar más hermoso que el bosque en que se amaban, ni la escondida laguna en que un día se conocieron.

      Cayó la noche.

      Repicó una campana y se hizo un profundo silencio roto tan solo por el crujir del achacoso navío, el rumor del agua al lamer mansamente las bordas y el aislado restallar de los foques con los cambios de viento, mientras dos mortecinas luces contribuían a acentuar los contornos de las sombras del alcázar de popa, dejando en tinieblas la figura de un flaco timonel de mirada impasible.

      Alguien lloraba.

      Escuchó atentamente, y pese a que su agudo oído no estaba acostumbrado a los ruidos de a bordo, percibió con toda claridad el intermitente sollozar de una persona que se esforzaba por no mostrar su pena.

      Se arrastró hacia el confuso bulto.

      –¿Qué te ocurre? –musitó.

      El rostro de Pascualillo de Nebrija se alzó muy lentamente.

      –Tengo miedo... –musitó en un susurro.

      –¿De qué?

      –Mañana estaremos todos muertos.

      Lo había dicho con tanta seguridad y firmeza que consiguió que un nudo subiera a la garganta de un cabrero que ya de por sí se sentía indefenso y profundamente preocupado por la innegable fragilidad de la vetusta nave.

      –¿Vamos a hundirnos? –inquirió con un hilo de voz.

      –Mañana –replicó el otro roncamente–. Al mediodía el mundo se habrá acabado y estaremos todos muertos.

      –¡Estás loco!

      Se alejó hacia proa maldiciendo en voz muy baja a un estúpido capaz de pasarse toda una tarde fregoteando pese a estar convencido de que se encontraba a las puertas de la muerte, para ir a tomar asiento sobre un montón de sogas esforzándose por serenarse e intentar poner un poco de orden en una mente que hora tras hora iba atiborrándose de nuevos conocimientos y contradictorias sensaciones.

      En el corto período de solo dos días le habían ocurrido muchísimas más cosas y había tratado a más personas que en el transcurso de los últimos cinco años, y de una noche a la siguiente su vida había dado un vuelco tan completo que menos le hubiera desconcertado encontrarse de improviso frente a un mundo boca abajo ya que ahora no existían tierras, montes, olorosos bosques y dulce soledad, sino tan solo un infinito mar azul oscuro, cuatro tablas crujientes, un hedor nauseabundo y una sucia masa humana que se apiñaba en un espacio increíblemente angosto.

      Arrancado por la fuerza de su entorno, aquel en el que había nacido, nunca soñó abandonar y al cual se había adaptado con absoluta perfección, el brusco cambio lo golpeaba con tan inesperada violencia y agresividad que le resultaba inaceptable que no se tratara de un absurdo y estúpido sueño, viéndose en la perentoria necesidad de asimilar de golpe conceptos y situaciones de los que con anterioridad ni siquiera tuvo jamás noticia alguna.

      Si apenas tenía una clara noción de la utilidad de la mayoría de los objetos, desconocía el suficiente número de palabras como para comunicarse con el resto de la tripulación y se sentía incapaz de captar el auténtico significado de los gestos y las actitudes que parecían conformar la habitual manera de expresarse de las gentes del mar, difícil le resultaba por tanto hacerse una clara idea de en qué lugar se encontraba y qué era lo que en verdad estaba sucediendo en torno suyo.

      Alguien lloraba otra vez muy cerca.

      –¿Qué te ocurre?

      El hombre –casi un anciano– recostado en el palo, apuntó con su largo dedo hacia delante e inquirió con voz quebrada:

      –¿Ves algo?

      –Nada.

      –Es que no hay nada. Pronto moriremos.

      Permaneció muy quieto, estupefacto, convencido de que en aquel barco estaban todos locos, ya que si nada se veía se debía evidentemente a que la luna no había hecho aún su aparición sobre el horizonte y era ya noche cerrada, por lo que no conseguía entender qué relación podía tener un hecho tan natural con un próximo y apocalíptico final irremediable.

      A la luz del día aquellas gentes parecían comportarse de modo más o menos razonable –dentro de lo irracional que podía llegar a ser aventurarse sobre las aguas en semejante cáscara de nuez–, pero no cabía duda de que en cuanto las tinieblas se apoderaban de la nave, un miedo irrefrenable los transformaba en niños temblorosos.

      ¿Miedo a qué? ¿A las tinieblas en sí mismas o a aquel inmenso océano que se abría ante la proa pero al que la mayoría de ellos deberían encontrarse ya habituados?

      Se acurrucó en su rincón advirtiendo que la cabeza parecía a punto de estallarle de tanto darle vueltas a palabras y conceptos que se encontraban más allá de su capacidad de raciocinio y permaneció así largo rato, como alelado, hasta que la luna hizo acto de presencia derramando una leve claridad sobre la abarrotada cubierta por la que vio avanzar a un hombre de pálido rostro y porte altivo que se abría paso por entre los fardos, los toneles o los cuerpos yacentes como si no existiesen o tuviesen órdenes expresas de apartarse a su paso.

      Vestía de oscuro y había algo en él que imponía respeto y repelía al propio tiempo; como un frío distanciamiento o un aire de excesiva arrogancia que le recordó en cierta manera la forma de moverse y comportarse del capitán


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