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Cienfuegos. Alberto Vazquez-FigueroaЧитать онлайн книгу.

Cienfuegos - Alberto Vazquez-Figueroa


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muy erguido con la vista clavada en la distancia.

      Olía a sotana.

      Recordaba perfectamente el inconfundible aroma que tanto le impresionara cuando el cura del pueblo lo aferró por el brazo dispuesto a arrastrarlo a la iglesia y bautizarlo, y ahora aquel ligero tufo a ropa pesada y polvorienta impregnada de mil efluvios ignorados lo asaltó de improviso llevando a su mente por una extraña asociación de ideas el firme convencimiento de que era aquel un hombre inaccesible, autoritario y serio, encerrado en sí mismo y en todo diferente al resto de la tripulación del vetusto navío.

      El desconocido se mantuvo muy quieto durante un período de tiempo que se le antojó desmesurado.

      Musitaba algo en voz baja.

      Tal vez rezaba.

      O tal vez conjuraba a los demonios de las aguas profundas en un postrer intento de calmarlos y evitar que al día siguiente devoraran la nave como al parecer tantos temían.

      Luego alzó lentamente la mano, acarició con un gesto que se le antojó de amor profundo el blanco foque delantero y pareció tratar de cerciorarse de que tomaba todo el viento que soplaba de popa sin permitir que se le escapara tan siquiera una brizna para que su inmensa fuerza impulsara firmemente la proa hacia delante.

      ¿Quién era?

      El capitán, tal vez, o tal vez un sacerdote que tuvieran la obligación de llevar todos los barcos para que sus oraciones les permitieran llegar a su destino.

      ¡Sabía tan poco de naves!

      Sabía en realidad tan poco de tantas cosas que empezaba a tomar conciencia de la inconcebible magnitud de su ignorancia, y de que, obligado como estaba a abandonar para siempre el seguro refugio de sus montañas, había llegado el momento de empezar a poner remedio a sus infinitas limitaciones.

      ¿Quién conseguía que aquella extraña máquina se mantuviese a flote? ¿Quién sabía cuál, de entre la compleja maraña de cuerdas, había que ajustar para que las velas se tensaran? ¿Por qué se movía la proa siempre hacia poniente sin que los caprichos del viento consiguieran que toda la embarcación girase de pronto a su compás?

      Cuando los alisios soplaban sobre las cimas de la isla, las hojas de los árboles volaban siempre hacia el Sur, y cuando en primavera la brisa llegaba de poniente, el polen de las flores se desparramaba por levante, pero allí se diría que el hombre había sabido dominar a su capricho los impulsos del viento, y eso era algo que tenía la virtud de intrigar profundamente a alguien tan observador de los fenómenos de la Naturaleza como había sido siempre el pelirrojo Cienfuegos.

      Al rato, el hombre que olía a cura dio media vuelta, descendió los cortos y crujientes escalones, cruzó la cubierta y se perdió en las sombras.

      Se escuchó un nuevo sollozo.

      –¡Este barco se hunde! –se lamentó el anciano.

      –¿Y por qué coño te preocupas tanto? –inquirió una voz anónima–. ¿Acaso es tuyo?

      El viejo lanzó un corto reniego y el isleño se limitó a sonreír y a apoyar la nuca en la borda para permanecer con la vista clavada en una luna que parecía divertirse jugueteando con el tope del mayor de los palos, mientras el recuerdo de la hermosa mujer que le mantenía obsesionado venía una vez más a acompañarlo hasta que las emociones del día y el cansancio le vencieron.

      –¡Arriba, carajo! Esta mañana la «Marigalante» tiene que brillar como un espejo.

      Le patearon las piernas con aquella costumbre al parecer inseparable de los hombres de a bordo, y lanzando un leve gruñido se esforzó por regresar del maravilloso mundo en que había pasado la noche para adaptarse al hecho de que aún se encontraba a bordo de aquella cochambrosa reliquia pestilente.

      Observó al anciano que continuaba recostado en el palo y que le miraba a su vez con ojos enrojecidos, e inquirió:

      –¿Quién es la «Marigalante»?

      El otro pareció desconcertado y tardó en responder:

      –¿Quién va a ser...? El barco.

      –¡Ah! –le miró fijamente–. ¿Por qué aseguraba anoche que pronto moriremos? –quiso saber.

      –Porque moriremos pronto. –Señaló hacia proa–. ¿Ves algo?

      Cienfuegos se alzó levemente, atisbó el horizonte y por último negó con un gesto.

      –Solo agua.

      –No durará mucho –replicó el viejo al tiempo que se ponía pesadamente en pie y comenzaba a descender hacia la cubierta central–. Puedes jurarlo; no durará mucho.

      El isleño se limitó a guardar silencio puesto que empezaba a perder toda esperanza de entender a aquellos extraños individuos de las aguas profundas, ya que resultaba evidente que hablaban un idioma que nada tenía que ver con el que a él le habían enseñado, y lo único que quedaba claro era que le habían colocado nuevamente un cubo y un cepillo en las manos y nadie le prestaría la más mínima atención mientras se mantuviera cabizbajo y de rodillas restregando viejas tablas en lo que parecía un absurdo intento de desgastarlas más aún de lo que ya lo estaban.

      El sol se encontraba muy alto sobre popa cuando pasó nuevamente el mugriento cocinero ofreciendo sus hediondos cuencos de bazofia, y aunque en un principio decidió rechazarlo, Pascualillo de Nebrija le hizo imperiosos gestos indicándole que se lo guardara para acudir de inmediato a tomar asiento a su lado aprovechando aquellos cortos minutos de descanso.

      –¡Estás loco! –le espetó–. Nunca rechaces la comida. Si tú no la quieres, otros la aprovecharán. Yo, por ejemplo.

      –Es una porquería.

      –¿Porquería? –se asombró el chiquillo–. Es lo mejor que he comido nunca. ¿Qué sueles comer tú?

      –Leche, queso y frutas...

      –Pues vas de culo porque a bordo no hay de eso. Al menos, no para los grumetes.

      –¿Y cuándo llegaremos a Sevilla?

      El rapazuelo, que devoraba ávidamente su segunda ración de judías, se detuvo un instante y le observó perplejo.

      –¿A Sevilla? –repitió confuso–. Supongo que nunca. No vamos a Sevilla.

      Cienfuegos permaneció como desconcertado, incapaz de asimilar lo que acababan de decirle, y por último inquirió tímidamente:

      –¿Y si no vamos a Sevilla, adónde vamos?

      El rapazuelo dudó unos segundos, se encogió de hombros, le devolvió la escudilla vacía y se alejó gateando hacia su cubo y su cepillo.

      –¡A ninguna parte! –replicó indiferente–. Lo más probable es que mañana estemos muertos.

      Lo dejó allí, sentado en el suelo, con el cerebro en blanco y anonadado por el hecho de que todos a bordo pareciesen compartir aquel negro presagio de desgracias, hasta que advirtió cómo un hombre de mediana edad, agradable aspecto, espesa barba y ojos vivos se acuclillaba frente a él para observarlo con extraña atención.

      –¿Te ocurre algo, hijo? –inquirió con un extraño acento.

      Asintió levemente.

      –¿Por qué dicen todos que mañana estaremos muertos?

      –Porque son unos bestias. –Le golpeó animosamente la rodilla–. ¡No les hagas caso! –señaló–. No saben de qué hablan.

      –¿Cuándo llegaremos a Sevilla?

      –No vamos a Sevilla.

      –¿Y adónde vamos entonces?

      –Al Cipango.

      –¿Qué es eso?

      –Un país


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