Caribes. Alberto Vazquez-FigueroaЧитать онлайн книгу.
por su mente.
Por último, Sinalinga hizo un gesto con la cabeza hacia la criatura que se había quedado dormida con la boca aún pegada a su pezón.
–Algún día los tuyos volverán –dijo–. Entonces necesitaré que le protejas.
–Los míos nunca volverán.
–Volverán –insistió ella convencida–. Yo sé que volverán.
Balanceándose suavemente en la ancha hamaca de fibra en la que ya se había acostumbrado a dormir con más comodidad que en cualquier camastro e incluso mejor que en el suelo, que siempre había sido su lecho preferido, el pelirrojo comenzó a amodorrarse al tiempo que se preguntaba si en realidad Sinalinga tendría razón y los suyos regresarían algún día a aquella lejana y salvaje Tierra de las Montañas.
El almirante don Cristóbal Colón así lo había prometido en el momento de zarpar hacia España, pero el gomero tenía sobradas razones para no confiar demasiado en las promesas del Virrey de las Indias, y desde la aciaga noche del naufragio de la nao capitana su fe en él se había resquebrajado aún más, ya que había tenido tiempo sobrado para reflexionar sobre su extraño comportamiento a todo lo largo del arriesgado viaje.
Para Colón, nada ni nadie que no se encontrase directamente relacionado con la consecución de sus personalísimos objetivos merecía que se le dedicase ni tan solo un minuto de su precioso tiempo, y jamás daba un paso que no estuviese encaminado a conseguir el último fin que se había marcado, y que no era otro que el de alcanzar la fabulosa corte del Gran Kan por el camino del oeste.
Que regresase o no a rescatar a los treinta y nueve hombres que había dejado abandonados a su suerte en aquel absurdamente llamado Fuerte de La Natividad dependería tanto de que conviniera a sus intereses como del apoyo que estuvieran dispuestos a prestarle unos Reyes Católicos, que tenían ya demasiados problemas como para pensar en nuevas y arriesgadas aventuras allende los mares.
Y quedaba por último una difícil pregunta que el canario se había planteado a menudo: ¿cómo diablos conseguiría el almirante encontrar nuevamente un lugar perdido en mitad de los océanos?
Para el cabrero, hombre de tierra adentro, analfabeto y casi incapaz de hacerse entender medianamente hasta el momento en que se le ocurrió la nefasta idea de embarcarse como polizón en la Santa María, las artes de la navegación continuaban permaneciendo en el más absoluto misterio, y por mucho que se esforzase en tratar de entenderlo, aún se le antojaba cosa de brujería que una nave marchase en el rumbo deseado cuando los vientos se empeñaban en soplar desde muy distintas direcciones. Con mayor razón, consideraba empeño totalmente inalcanzable encontrar una isla perdida en mitad de los mares por más que en repetidas ocasiones hubiesen tratado de explicarle cómo las estrellas y una mágica aguja magnética marcaban los caminos del agua.
Por mucho que el maestro armero o el Caragato pretendieran en su día convencerlo de lo contrario, a su modo de ver Colón no solo no sería capaz de localizar de nuevo la isla de La Española, sino que lo más probable es que ni tan siquiera consiguiese regresar a Sevilla.
Y al fin y al cabo, ¿qué importancia tenía si aunque volviera tan solo encontraría ruinas y cadáveres?
Durmió dos días más y al amanecer del tercero descubrió que Sinalinga y el niño habían desaparecido y su lugar lo ocupaba un gran cesto de fruta coronado por una especie de tosco brazalete de oro que parecía constituir el regalo de despedida de la mujer con la que había compartido largos y difíciles meses de estancia en la isla.
Meditó amargamente sobre el hecho de que resultaba innegable que se había convertido en el ser humano más solo y abandonado del planeta puesto que se encontraba rodeado de una raza enemiga, lejos de todo y en mitad de una naturaleza hostil, y por último, se apoderó de su espada, la daga que le regalara el maestro armero y su larga e inseparable pértiga de afilada punta, para encaminarse decidido hacia lo que quedaba del fortín, pero su entereza se quebró al reconocer entre los putrefactos despojos cubiertos de millones de moscas el cuerpo de Maese Benito de Toledo y los cadáveres de Barbecho, Cándido Bermejo y el Caragato clavados a flechazos al gran palo del patio central.
De la anárquica construcción que con tanto esfuerzo habían alzado aprovechando los restos de la nave naufragada apenas quedaban en pie más de media docena de postes, y tanto las cabañas de los tripulantes como los almacenes de víveres habían desaparecido de la faz de la Tierra cómo si un gigantesco cíclope las hubiese barrido de un solo manotazo. Sobre la arena de la playa se distinguían las cuadernas de la chalupa de la Santa María, y una pequeña bombarda con el alma repleta de hojarasca aparecía extrañamente recostada sobre una caída palmera.
El mar estaba en calma, el sol le abrasaba la espalda, y ni un soplo de viento agitaba siquiera las hojas de los árboles, como si la quietud de la muerte se hubiera adueñado del paisaje al igual que se adueñara de los hombres.
Tan solo se percibía el zumbido de millones de moscas, y en la orilla, lamido por el agua, un cuerpo humano al que le faltaba una pierna servía de pasto a centenares de cangrejos que al rozarse producían un trágico murmullo semejante al de parlanchines comensales que comentasen en voz baja las excelencias del almuerzo que estaban disfrutando.
Tomó asiento sobre una piedra y contempló, acongojado, el desolado lugar que viera la última vez repleto de vida y movimiento, y se preguntó furioso qué cara pondría el almirante Colón, si es que alguna vez regresaba, cuando se enfrentase al resultado de sus sucias maquinaciones.
–Alguien tendrá que pedirle cuentas por todo esto –se dijo–. Y daría años de vida por estar presente en ese instante. ¡Tantos hombres valientes y tantas ilusiones comidas por las moscas…!
Desde la otra orilla del estrecho riachuelo media docena de nativos le observaban. y aunque su actitud no denotaba hostilidad, el gomero sabía a ciencia cierta que si bien ningún peligro inmediato cabía esperar de ellos, probablemente se apresurarían a llevarle al feroz Canoabó la noticia de que había dejado un molesto testigo de las atrocidades cometidas por sus hombres.
Comprendió que no debía permanecer durante mucho tiempo en aquel lugar maldito de los dioses, pero se preguntó una vez más hacia dónde encaminar sus pasos y cómo dejar constancia a los que quizá volvieran de que, al menos él, el canario Cienfuegos, seguía con vida.
¿Pero qué explicación podía ofrecer sobre las auténticas razones de su supervivencia a quienes no conocieran con detalle el cúmulo de confusos acontecimientos que habían ocurrido en el fuerte durante los últimos meses?
¿Cómo hacer comprender a unos recién llegados que jamás había tenido intención de traicionar a los suyos y había sido una salvaje la que le había drogado para ocultarlo más tarde en un agujero de su choza?
Treinta y ocho marinos españoles habían muerto a orillas del mar que dominaban unos feraces caribes que continuamente lo surcaban a la caza de nuevas víctimas con las que satisfacer sus ansias de carne humana, y contra toda lógica, tan solo él, el estúpido Guanche que jamás pretendió descubrir nuevos mundos y era el único que se había embarcado por error en tan peligrosa aventura, había conseguido sobrevivir.
¿Por qué?
El más joven, el más inexperto; aquel por cuya vida nadie hubiera dado un pimiento y al que muchos consideraban en un principio el tonto de a bordo era, sin embargo, el que ahora se sentaba en una roca del destruido fuerte a contemplar, anonadado, los putrefactos cadáveres de sus compañeros de fatigas.
Le espantó la sola idea de enfrentarse algún día al mismísimo Virrey de las Indias teniendo que relatarle con toda suerte de detalles las terribles luchas internas, las sucias traiciones y las absurdas malquerencias que habían tenido lugar entre aquel mísero puñado de hombres abandonados a su suerte, o explicarle a unos adustos y apoltronados jueces por qué se mataron entre sí sus compañeros a causa de una mujer, o a causa de una invencible necesidad de gobernar a toda costa sobre quienes resultaba evidente que no querían dejarse gobernar.
Sentado allí, en el centro del desolado patio, sin más compañía que las moscas ni más testigos