Эротические рассказы

Caribes. Alberto Vazquez-FigueroaЧитать онлайн книгу.

Caribes - Alberto Vazquez-Figueroa


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Nadaré hasta la costa, me llevaré una barrica, y si al anochecer no he vuelto, vete.

      –¿Adónde? Sin agua no llegaré muy lejos.

      –Eso es cosa tuya, pero quiero que sepas que no te culparé porque te vayas. Cada cual es libre de morir a su gusto y yo prefiero arriesgarme.

      Fondearon a unos cuarenta metros de la costa sobre un banco de arena blanca en el que no se distinguía rastro alguno de tiburones, y tomando sus armas, su inseparable pértiga y un barril vacío, Cienfuegos se deslizó al agua para tender desde allí la mano a su amigo.

      –¡Deséame suerte, viejo! –pidió.

      –¡Suerte, Guanche! –fue la respuesta–. Y recuerda: seguiré aquí mientras no aparezcan esos bestias y soporte la sed. Luego me ataré esa piedra al cuello y me tiraré al agua.

      El canario empezó a nadar muy despacio, con los sentidos atentos a la más leve señal de peligro, y cuando al fin pisó arena seca se sintió extraño al advertir bajo sus pies suelo firme tras tantos días de vivir sobre una frágil embarcación.

      Permaneció muy quieto aguzando el oído, pero todo cuanto le llegaba del interior de la foresta era el canto de los pájaros y el griterío de los monos, por lo que le reconfortó la idea de que tal vez su suerte había cambiado y aquella especie de paraíso terrenal se hallaba en verdad deshabitado.

      Se volvió a mirar al viejo Virutas, que se encontraba sin duda tan en tensión como él mismo, se encogió de hombros como dando a entender que lo que quiera que ocurriese resultaba ya inevitable, y echándose al hombro el barril, agitó la mano en señal de despedida y se internó en la espesura con la afilada espada dispuesta a entrar en acción al menor movimiento sospechoso.

      El terreno ascendía en un principio mansamente, pero poco a poco se iba haciendo más y más escarpado, en especial en las altas paredes laterales, como si se encontrara en el centro del cauce de un viejo barranco ahora invadido por una vegetación primaria y selvática que le obligaba a cortar a menudo las lianas o la hierba más alta, sufriendo al propio tiempo los arañazos de aguzadas espinas y la feroz picadura de innumerables insectos.

      Pronto comenzó a sudar y la sed le acució de tal forma que temió seriamente que el esfuerzo sería excesivo y en cualquier momento caería para no volver a ponerse en pie nunca.

      Se le nubló la vista y tuvo que detenerse unos instantes con la boca muy abierta y la lengua fuera, jadeando como un perro agotado, buscando apoyo en la pared de piedra, espantado ante el hecho de que una empinada pendiente se abría a pocos metros de donde se encontraba y no se sentía con fuerzas ni como para dar media docena de pasos por terreno llano.

      Tuvo que recurrir una vez más a su indomable voluntad y sus infinitos deseos de sobrevivir a toda costa, y tras un corto descanso en el que experimentó la sensación de que había perdido el conocimiento por un brevísimo período de tiempo, reanudó la marcha apretando los dientes decidido a encontrar agua aunque fuera lo último que consiguiera hacer en esta vida.

      Nunca supo cómo se las ingenió para alcanzar la cima sin rodar mil veces hasta el fondo del barranco, pero fueron sin duda unos trescientos metros desesperantes y angustiosos, y cuando al fin se dejó caer de bruces sobre la hierba lanzó un hondo sollozo de animal moribundo.

      Aguardó una vez más a que el corazón dejara de machacarle el cerebro con su furioso golpear, se hundió de nuevo en la nada, regresó casi por milagro al mundo de los vivos, y en su ansiedad extendió la mano cortó el tallo más cercano y chupó ávidamente la amarga savia sin encontrar luego saliva suficiente como para escupir aquel pringoso líquido hediondo.

      Necesitó aferrarse a un tronco para lograr asentar nuevamente las temblorosas piernas, y avanzó de árbol en árbol como un borracho incapaz de mantenerse por sí solo en equilibrio, advirtiendo cómo el cerebro se le iba poblando más y más de fantasmas, a su mente volvía repetidamente la imagen de la hermosa y quieta laguna en que conociera a Ingrid, y a sus oídos llegaba la fresca risa de su amada cuando le hacía apasionadamente el amor sobre la hierba.

      Pero esa risa volvió.

      Una y otra vez, tan insistente que temió haberse vuelto loco puesto que al poco se le unieron nuevas risas y confusas voces, gritos y chapoteo, y al fin reaccionó agitando la cabeza, convencido de que no era que su cerebro le jugara malas pasadas, sino que, efectivamente, tenía que haber seres humanos cerca.

      Se deslizó por entre la maleza, atraído como un imán por el rumor de voces, y al apartar unas espesas ramas descubrió la laguna, tan idéntica a la de sus montañas de La Gomera que casi costaba admitir que no fuera la misma, con un agua limpia que llegaba saltando de roca en roca y media docena de muchachas que jugaban en ella.

      Las observó sin ser visto, admirando lo que conseguía distinguir de sus cuerpos y los lacios cabellos que les caían chorreantes sobre la espalda, se cercioró de que la mayoría eran muy jóvenes y no se distinguía presencia masculina alguna por los alrededores, y a pesar de que se había propuesto extremar la prudencia, la sed pudo más que su fuerza de voluntad, y dando tres últimos pasos, se lanzó de bruces sobre la orilla sumergiendo la cabeza en el agua.

      Bebió y bebió hasta reventar y casi atragantarse, ajeno a todo lo que no fuese satisfacer su ansiedad, y cuando al fin alzó el rostro descubrió siete pares de ojos muy negros que le observaban con extraña fijeza.

      No hubiera sabido decir si era miedo, furia o sorpresa lo que se reflejaba en ellos, y durante unos minutos que se le antojaron interminables se estudiaron en silencio, como si ni las muchachas ni el canario tuviesen la más mínima idea de qué era lo que tenían que hacer en tan extraña e imprevista circunstancia.

      Luego, dos de las mujeres comenzaron a salir del agua por la margen opuesta de la laguna, y Cienfuegos reparó en los hermosos pechos de la más joven, su estrecha cintura, las bien torneadas caderas, los poderosos y fuertes muslos que enmarcaban un prominente pubis carente de vello, y por último unas anchas y deformes pantorrillas que conferían a sus piernas un aspecto insólito y monstruoso, lo que le obligó a dejar escapar un sollozo y exclamar aterrorizado:

      –¡Dios bendito! ¡Son caribes!

      Su compañera mostraba igualmente las pantorrillas atrofiadas, tal como las recordaba de aquella partida de crueles caníbales que devoraron ante su atónita mirada a dos de sus amigos, y si alguna duda le quedaba, pronto quedó despejada porque el resto de las bañistas fueron saliendo una tras otra del agua y todas ofrecían el mismo espantoso aspecto, al tiempo que sus rostros mostraban ahora una bestial ferocidad que contrastaba con las risas y la alegría de momentos antes.

      Distinguió entonces las hachas de piedra, las lanzas y las pesadas mazas que descansaban sobre la alta hierba, y al advertir que las empuñaban como si se tratara más de experimentados guerreros que de débiles muchachas, tomó plena conciencia del peligro, y dando un salto echó a correr por donde había venido.

      Aunque había conseguido beber hasta saciarse, le fallaban las fuerzas, tan débil y desorientado que no se sentía capaz ni de encontrar el camino de regreso, por lo que muy pronto descubrió aterrorizado que vagaba sin rumbo por entre la espesa maleza seguido por media docena de mujeres desnudas que no hacían más que gruñir y emitir una especie de cortos e incomprensibles chillidos con los que parecían transmitirse secas órdenes.

      A menos de quinientos metros de la laguna se le doblaron las piernas y el aire se negó a continuar descendiendo a sus pulmones, por lo que decidió acurrucarse bajo un montón de helechos, ocultándose lo mejor que pudo e intentando evitar perder el conocimiento ya que el recuerdo del terrible fin de Dámaso, Alcalde y Mesías el Negro le atenazaba el corazón como una zarpa de acero, obligándole a echar mano de toda su entereza para no romper a llorar presa de un ataque de histeria ante la tenebrosa idea de acabar de idéntica manera.

      Le tenían acorralado, y cuando el furioso jadear de su respiración se calmó levemente y el estruendo de su propio pulso cesó de retumbarle como cañonazos en las sienes, le llegó muy claro el rumor de los pasos de sus perseguidoras.

      Avanzaban por todas partes, al frente y a la


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