Caribes. Alberto Vazquez-FigueroaЧитать онлайн книгу.
¡Por favor!
–¡No! –volvió a negar el canario con firmeza–. Tú sí que estás intentando ser injusto. ¿Qué es lo que pretendes? ¿Que me quede aquí a solas con tu cadáver, mi miedo y mis remordimientos? ¡No! Estamos juntos en esto, y juntos llegaremos al final.
Se sumieron de nuevo en aquella oscuridad y aquel silencio que hacía daño a los sentidos, y así continuaron hasta que una leve claridad nació en lo alto y una lluvia pesada, cálida y maloliente a la que siguieron fuertes risas, les roció por completo.
–¡Hijas de puta! –masculló el gomero furibundo–. ¡Nos están meando encima!
Así era, en efecto, tres o cuatro mujeres aparecían acuclilladas sobre el enrejado de cañas, orinando entre grandes carcajadas, e incluso una de ellas defecaba abiertamente.
Media hora después dejaron libre la entrada por la que introdujeron una tosca escala, haciéndoles significativos gestos para que subieran, al tiempo que los amenazaban con sus lanzas emitiendo cortos gruñidos que muy poco parecían tener de humanos.
Bernardino de Pastrana y Cienfuegos se contemplaron con afecto para acabar fundiéndose en un estrecho abrazo:
–Que el Señor nos acoja en su seno, hijo –señaló el primero–. Y que todo transcurra del modo más rápido posible.
–Siento haberte metido en esto.
–Tú no tienes la culpa. Nadie la tiene –le tranquilizó el otro–. ¡Vamos! Que no se diga que los españoles no sabemos morir como es debido. Hay que echarle cojones. –Lo detuvo con un gesto–. Yo delante, que para eso soy más viejo.
Ascendieron en silencio esforzándose por contener el temblor de las piernas y mostrar una entereza que se encontraban muy lejos de sentir, y al llegar a lo alto se irguieron en toda su estatura, que en el caso del gomero superaba en más de dos cabezas a la más alta de sus captoras.
Estas, que los rodeaban acosándolos con sus armas, les condujeron hasta un grupo de postes que se alzaban a poca distancia de la entrada del pozo, a dos de los cuales los maniataron firmemente, y tan solo entonces pudieron hacerse una idea de dónde se encontraban.
El poblado, por llamarlo de algún modo, se desparramaba a poco más de un centenar de metros de distancia y estaba constituido por apenas un par de docenas de chamizos de techo de palma sin paredes, alzado sobre una especie de altozano desde el que se dominaba el mar que lo rodeaba casi por completo, aunque protegido de tal forma por los árboles que desde abajo debía resultar sin duda totalmente invisible.
En el espacio comprendido entre el borde del promontorio y las primeras chozas se distinguían una veintena de otros pozos igualmente cubiertos con enrejados de cañas; y a lo lejos se distinguía una gran cabaña circular de paredes de barro.
Las mujeres, unas treinta poco más o menos, aparecían totalmente desnudas, y casi de inmediato se acuclillaron formando un corro en torno a los cautivos, al tiempo que un puñado de mugrientos chiquillos de ambos sexos observaban en silencio la escena desde las márgenes del bosque.
Durante más de diez minutos nadie hizo el más mínimo gesto.
Al fin, en la puerta de la cabaña circular hizo su aparición un anciano adornado con infinidad de plumas de todos los colores, que se aproximó caminando lentamente con las piernas muy abiertas ya que la exagerada deformidad de sus gruesas pantorrillas le impedía moverse con naturalidad.
Las mujeres inclinaron con profundo respeto la cabeza e iniciaron al poco una especie de monótona letanía que no cesó hasta que el recién llegado se detuvo ante los españoles, a los que observó con profundo detenimiento.
Su gesto fue claramente reprobatorio.
Luego se aproximó aún más, comprobó interesado la textura de los andrajosos pantalones e incluso palpó los flacos cuerpos de los cautivos y la espesa barba del viejo Virutas, agitando una y otra vez negativamente la cabeza.
Por último lanzó un ronco gruñido que debía ser sin duda una orden.
De uno de los chamizos surgieron al poco dos mujeres cuyo aspecto era notablemente diferente al de las que permanecían en cuclillas, ya que sus piernas no presentaban deformidad alguna y eran mucho más gruesas, con cabellos más lisos y facciones más parecidas a las nativas de Cuba o Haití, que dejaron ante los dos prisioneros sendas calabazas para desaparecer rápidamente por donde habían venido.
Entre varias de las caribes sentaron a los prisioneros en el suelo, y obligándoles a abrir la boca, les introdujeron en ella una especie de gruesa caña hueca por la que comenzaron a verter calmosamente el pastoso y hediondo contenido de las calabazas.
Cienfuegos comprendió bien pronto que cualquier tipo de resistencia resultaba por completo inútil, ya que le aferraban por el cabello manteniéndole la cabeza clavada al poste, y tuvo que engullir así, como una oca, hasta que tuvo la sensación de que el repelente potaje acabaría saliéndosele por los ojos.
Poco después los amordazaron con largas tiras de piel para impedir que vomitaran, y los dejaron allí, con los estómagos monstruosamente dilatados y a punto de perder el sentido, dada la intensidad de los retortijones que continuamente les asaltaban.
Durante las semanas que siguieron los dos españoles tuvieron que soportar de igual modo el más espantoso infierno que hubiera vivido jamás ser humano alguno, puesto que la terrible ceremonia de cebarlos se repetía tres veces diarias, para devolverlos luego al fondo del pozo, donde pasaban la noche entre indescriptibles padecimientos.
Su estado mental era el de una especie de semiinconsciencia perpetua, con escasos momentos de lucidez en los que apenas conseguían coordinar las ideas, puesto que un continuo dolor de vientre les obligaba a revolcarse sobre sus propios excrementos, sin fuerzas más que para pedir a Dios que les enviase cuanto antes la muerte.
Por fin el anciano emplumado hizo nuevamente su aparición una mañana, y aunque se mostró satisfecho al comprobar lo mucho que habían engordado, pareció comprender que el régimen era excesivo, por lo que ordenó que se redujera de forma notable.
Poco a poco, el viejo Virutas y el canario Cienfuegos iniciaron un lento regreso al mundo de los vivos.
Pudieron comprobar entonces que no eran los únicos en padecer tan terrible tormento, ya que la mayoría de los pozos se encontraban ocupados por mujeres y niños que sufrían un tratamiento semejante, y en conjunto podía considerarse que el poblado era en realidad una especie de inmensa granja de engorde, en la que los animales domésticos habían sido sustituidos por personas.
¿Pero dónde estaban los hombres?
–De caza –fue la tímida respuesta de una de las cautivas, una haitiana que llevaba más de diez años en la isla y no tenía al parecer otra misión que la de preparar comida y engendrar hijos para que fueran igualmente cebados–. Salieron hace ya cinco lunas y aún no han vuelto. –Lanzó un hondo suspiro–. Hasta que regresen no habrá más muertes, pero ese día, muchos, ¡muchos!, serán devorados en un inmenso festín.
Cienfuegos, que durante su larga relación con Sinalinga había logrado aprender aceptablemente el dialecto azawán –que poco o nada tenía en común con los guturales gruñidos de los caribes–, no hizo comentario alguno, pero esa noche, a solas con el carpintero, señaló convencido:
–Tal vez aún nos quede una esperanza.
–¿Qué clase de esperanza? –masculló el derrotado Bernardino de Pastrana–. Mi única esperanza es morir de una vez, pero no quieres ayudarme.
–¡Escucha! –se impacientó el gomero–. Para morir siempre hay tiempo. Lo que ahora importa es que con un poco de suerte tal vez el festín para el que estamos destinados nunca se celebre. ¿Te has fijado en los dibujos que lleva en el pecho el pajarraco de las plumas?
–Naturalmente que me he fijado –replicó el otro de mala gana–. Me aterrorizan. ¿Qué pasa con ellos?
–Que, o mucho me equivoco, o son idénticos a los que lucían los salvajes