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Los santos y la enfermedad. Francisco Javier de la Torre DíazЧитать онлайн книгу.

Los santos y la enfermedad - Francisco Javier de la Torre Díaz


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ya de suyo aflictiva, es por él dicha como asociándose a ocasionales brotes de «diarrea y trastornos intestinales, ahogándome [en el sufrimiento] como en las olas, no siendo capaz de levantar la cabeza por encima de ellas» (Epistolae 162), llegando a la situación conmovedora de ni siquiera conseguir reflexionar y escribir sobre cuestiones más intrincadas que había de ponderar (cf. Epistolae 236; 244).

      4) Basilio también vivía en una tremenda tensión de cariz psicológico e incluso espiritual, debido a una cierta sensibilidad belicosa a flor de piel frente a sus faltas de cuidado humano 35. No ignorando él que la Escritura podía traerle «muchos remedios […] y muchas medicinas» (Epistolae 46,5), le hacía desear estar físicamente enfermo para deshacerse de la misma vida: «Tengo en todas las circunstancias un consuelo en mis aflicciones: mi enfermedad física, que me asegura que no estaré mucho más tiempo en esta vida miserable» (Epistolae 212). Esta tensión se remonta al menos a su período de desconsuelo vocacional, presentando un complejo historial y un no menos difuso origen. Durante este período, con palabras de tono filosófico propias de un neoconverso, confiesa a su amigo Gregorio de Nacianzo que «dondequiera que estén sus náuseas y miserias, mi estado es análogo» (Epistolae 2,1). Afirmó en distintas ocasiones ver aliviada su tensión y malestar por el encuentro con las personas que le eran más queridas o con sus colaboradores episcopales (cf. Epistolae 53; 80; 136; 313).

      5) Finalmente, su cuerpo –incluyendo sus dientes, que acabaron por estar totalmente desgastados (cf. Epistolae 227; 232)– se había quedado macilento, requebrado, débil, desprovisto de belleza física y extraordinariamente flaco y delgado (cf., por ejemplo, Epistolae 139; 140; 193; 260; 277). En realidad, Basilio dice que se encontraba como si estuviera unido por los hilos de una «araña» (Epistolae 193), acabando por estar (cf. Epistolae 141; 145; 155; 198; 244) o esperar y desear estar (cf. Epistolae 30; 156; 193; 261) varias veces cerca de la muerte. Dos años antes de su muerte manifestó sentirse «viejo y sombrío» (Epistolae 260,2; cf. Epistolae 162), y falleció sin haber cumplido su quincuagésimo aniversario.

      6) Basilio falleció en el mediodía de su vida, no solo por la esperanza de vida en nuestros días, sino también por lo que podemos inferir de otros de sus coetáneos igualmente famosos. Como dice Andrew Radde-Gallwitz, «no sabemos la causa de la muerte de Basilio, pero él y sus más cercanos deben de haberla visto llegar» 36. De hecho, sabemos que falleció tras una vida en la que, según sus palabras, «la enfermedad es mi estado natural» (Epistolae 136,1; cf. Epistolae 193) y congénito (cf. Epistolae 277). Un estado –por él caracterizado, en una ocasión del año 375, como «largo y peligroso» (Epistolae 199,1)– que, de hecho y como vimos, lo afligió por todos lados. De tal manera que, en una de las múltiples cartas enviadas a su amigo Eusebio de Samosata, no duda en afirmar que le era imposible enumerar todos los síntomas que entonces padecía, aunque, a decir verdad, no deja de señalar algunos (cf. Epistolae 198).

      b) La actitud de Basilio ante la enfermedad

      Un tema que estimamos interesante es el de saber cómo Basilio afrontaba sus enfermedades, a las que se refería con superlativos reiterativos como «enfermedad tras enfermedad» (Epistolae 200; cf. Epistolae 30; 136). Los datos sobre ello son muy escasos. Pero, aun así, nos permiten trazar un cuadro bastante curioso.

      En primer lugar, nos parece claro que su padecimiento general era suficientemente conocido como para hablar de él en su ordenación episcopal, en la que se afirmó que «no vamos a instituir un atleta, sino un maestro en la fe» 37. Y eso en dos planos que pasaremos a mencionar.

      Desde luego, su disposición física (cf. Epistolae 53) y hasta anímica (cf. Epistolae 53; 123) –eventualmente curable por el «gran Médico de las almas, listo para librar de todo el padecimiento» (Epistolae 46,6)–, rozaba la ansiedad generalizada. Utilizando las propias palabras de Basilio, esta ansiedad llevaba a que su pensamiento, en vez de moverse circular y contemplativamente en su interior y en la presencia de Dios, se dispersara en línea recta, en una dianoia discursiva y divisiva, formadora quizá de imágenes de lo que no existía (cf. Epistolae 2,2; 233).

      A nivel de su misión sacerdotal y, sobre todo, episcopal establece nuestro autor una singular sintonía con el panorama de la vida eclesial que conocía, especialmente la que le era más cercana (cf. Epistolae 28; 30; 136; 267). Philip Rousseau llegó a afirmar que «Basilio era un hombre capaz de relacionarse con su comunidad a todos los niveles, asumiendo una diversidad de papeles, y convirtiéndose últimamente en el “alma” de la ciudad» 38. Hasta el punto de que nuestro obispo termina por decir en una misiva del año 373 que lo que vivía provenía del hecho de que él mismo, en cuanto «alma» de su Iglesia metropolitana, debía aceptar pagar el precio por los problemas eclesiales que vivía el «cuerpo» eclesial correspondiente a aquella «alma»: «En gran parte, mi recuperación está siendo perjudicada por el desánimo, y mis peores síntomas surgen como consecuencia de mi disgusto» (Epistolae 141,2), por lo que se estaba viviendo eclesialmente. Todo ello debido a lo que estaba pasando, en palabras de Boris Bobrinskoy, en la «hermandad y comunidad de amor gobernada e inspirada por el Espíritu Santo» 39.

      En segundo lugar, estamos convencidos de que muchos de sus recurrentes lamentaciones y quejas epistolares son el modo en que Basilio convive con sus padecimientos de una forma que le parece potencialmente terapéutica, aunque en ciertas ocasiones eso le comporta dolores tan intensos como si los viviera (cf. Epistolae 193). En otro contexto distinto al de las enfermedades físicas, el propio Basilio corrobora nuestra convicción cuando afirma: «Mi propósito es obtener algún consuelo para mí en los lamentos, que son una especie de medio natural de dispersar el dolor profundo cuando es producido» (Epistolae 241; cf. Epistolae 243).

      Es decir, la realidad antes señalada parece evidenciar que era como si la verbalización escrita de sus males le ayudara no solo a conocerlos, sino también a vivirlos de un modo más equilibrado (cf. Epistolae 53; 80; 113; 136; 313). Escrita, sí, pero también presencial, más aún cuando tal verbalización le daba aquel consuelo que, por un lado, él mismo buscaba (cf. Epistolae 34; 80) –en particular en el amor, en la amistad, en la misericordia (cf. Epistolae 90; 184) y también en el saber que oraban por su persona (cf., por ejemplo, Epistolae 27; 60; 80; 151; 165; 218)– y, por otro, él mismo no se eximía de comunicarse (cf., por ejemplo, Epistolae 6; 28s; 101; 206; 227; 269; 300ss), preocupándose varias veces por la salud de sus interlocutores (cf., por ejemplo, Epistolae 9; 11; 116; 176; 194).

      Parece, una vez más, que no se puede negar la evidente verdad de que solo quien pide ser –y se sabe– amado logra amar; solo quien pide ser –y es– consolado logra consolar; solo quien pide ser –y es– acompañado para conocerse mejor logra acompañar a quien no se resigna a la dificultad de conocerse (cf. Homiliae in Hexaemeron 9, 6); solo quien, queriendo progresar en la vida espiritual, «no esconde, en su interior, movimiento alguno de su alma […], antes hace conocer los secretos del corazón a aquellos que tienen la misión de cuidar de los más débiles con simpatía y comprensión» (Regulae fusius 26), será capaz de cuidar, de acuerdo con las circunstancias de aquellos más necesitados.

      Dentro del marco anteriormente aludido, nuestro autor deja entrever que también buscaba vivir sus males como consecuencia de aceptar el castigo por sus pecados –porque, citando nuestro obispo libremente Mt 24,2, «el amor [nuestro] se hizo frío, dado que la iniquidad abunda» (Epistolae 141,2)–. También vivía sus males como consecuencia de querer efectuar la reparación de los mismos (cf. Epistolae 131; 140) delante del «justo juicio de Dios que organiza todo con sabiduría» (Epistolae 203,1). En otras palabras, ante «el buen Dios, que siempre mezcla consuelos con aflicciones» (Epistolae 90,1), nunca superiores a la aptitud de cada uno de soportarlas (cf. Epistolae 139; 264, y, después, 1 Cor 10,13), vive la enfermedad como un proceso que conduce a la salvación espiritual. De cualquier manera, Basilio afirma que, en teoría y por misericordia, Dios podría «retirar males inextricables […] [para un] tiempo de arrepentimiento» (Epistolae 136,1) favorable para sí mismo.

      Si antes Basilio apuntaba a la necesidad de las virtudes de la paciencia y de la perseverancia ante las enfermedades, «enviadas por encima de todo como castigos por los pecados y pruebas para la esperanza […] [cf. Epistolae 136; 138] [ahora] se hace capaz de internalizar las imágenes


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