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Los santos y la enfermedad. Francisco Javier de la Torre DíazЧитать онлайн книгу.

Los santos y la enfermedad - Francisco Javier de la Torre Díaz


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in Hexaemeron 2,4), no es, para nuestro pastor, propiamente un castigo, sino la garantía de que las debilidades humanas no se podrían eternizar (cf. Homiliae 9,7).

      Por eso, Basilio sostiene que Dios puede enviar enfermedades, que jamás separan por sí mismas al ser humano de Dios, sino que solo son como una etapa de un más amplio proceso de salvación. Una etapa en que, en la actual condición poslapsaria, se revelan como malignas apenas en apariencia (cf. Homiliae 9,5), de modo que pueda surgir algo mejor para el sujeto. Así pues, las enfermedades –que Basilio sabe bien, por ejemplo, que pueden derivarse de inhalar aire presente en ambientes insalubres (cf. Homiliae 9,9)– obligan al sujeto, de alguna forma, a moderarse y armonizarse con la razón de su naturaleza verdadera y así dejar de pecar (cf. Homiliae 9,3). En palabras de Jean-Claude Larchet: «El sufrimiento puede ofrecer entonces [al ser humano] la ocasión para ser purificado de sus pecados» 46.

      Nuestro pastor no ignora ni esconde que este paso es generalmente doloroso, pero llama la atención sobre que eso no es en nada diferente del médico que, de modo análogo al actuar de Dios, puede provocar un padecimiento en una parte del cuerpo para impedir que la totalidad del mismo muera y que «la razón recta orienta, por consiguiente, que no rechazamos ni cortes, ni cauterizaciones, ni los dolores provocados por medicinas amargas y desagradables, ni la abstinencia de comida, ni un régimen estricto, ni el verse obligado a frenar lo que es perjudicial» (Regulae fusius 55,4). Dios, sin que debamos rechazar su acción, se sirve pedagógica y paternalmente del sufrimiento, tal como el médico puede usar un veneno natural para crear fármacos: «Tales males vienen de Dios para impedir los verdaderos males de nacer; él imaginó las aflicciones del cuerpo y las penas exteriores para bloquear el pecado. Así, Dios destruye el mal, pero el mal no viene de Dios, del mismo modo que el médico retira la enfermedad, pero no da la enfermedad al cuerpo» (Homiliae 9,5).

      Al hilo del párrafo anterior podemos empezar a abordar la teología basiliana de la curación. Según nuestro teólogo, en el paraíso no eran precisas las técnicas en general, pero, después de la caída en que la humanidad asintió deliberadamente, Dios la proveyó con el arte «médico» (Regulae fusius 55,1). Un arte, y no menos una técnica, que no debe ser ni absolutizado ni menospreciado (cf. Regulae fusius 55,4), sobre todo porque su poder curativo no viene ni de los médicos ni de sus fármacos, que son, en ambos casos, siempre mediaciones del poder sanador divino (cf. Regulae fusius 55,4). El ejemplo dado por Basilio es especialmente ilustrativo y revelador: «Tal como Ezequías no consideró el pedazo de higos como la primera causa de su recuperación de la salud y no pensó este fruto como responsable de la curación de su cuerpo, antes dio gloria a Dios y dio gracias por la creación de los higos» (Regulae fusius 55,3).

      Ahora bien, para que tal arte médico pudiera existir y ser eficaz, el propio Creador colocó providencialmente ciertos elementos en la naturaleza (cf. Regulae fusius 55,2), de modo que la humanidad –también mediante el conocimiento de ellos y su utilización correcta– pudiera, por el saber médico –por él tenido como un medio de hacer el bien (cf. Epistolae 189,1)–, encontrar alivio y consuelo en los momentos de sufrimiento. Para Basilio es ponerse, de algún modo, contra el propio designio divino cuando la persona enferma «obstinadamente rechaza por completo las ayudas [médicas]» (Regulae fusius 55,3) o las usa mal en lugar de servirse de ellas para la gloria de Dios, de la misma manera que, con mayor razón, esa persona debe cuidar de su propia alma.

      ¿Y si los tratamientos médicos no son eficaces, tal como fue casi una constante en la vida de Basilio? Jean-Claude Larchet, teniendo en cuenta el pensamiento de nuestro autor, apunta a esta realidad y señala que, aunque «reconociendo el valor de la ciencia y de la práctica médica, los Padres subrayan claramente sus límites» 47. Pues bien, en el caso en que las terapias se revelan ineficaces, Basilio advierte que el creyente debe confiar en que Dios nunca lleva a alguien a un estado que exceda su capacidad de soportarlo, sobre todo en lo que podría comportar una separación de su Creador (cf. Regulae fusius 55,2).

      Pero en el caso de que la enfermedad se extienda y se convierta en una enfermedad «crónica» (Regulae fusius 55,3), el creyente debe vivir esa situación como un llamamiento a una reparación de los pecados y a un cambio de actitud espiritual de fondo, «mediante oración frecuente, penitencia prolongada y la disciplina rigurosa del tratamiento que la razón puede discernir como adecuada para la curación» (Regulae fusius 55,3). Basilio nunca se olvida de mencionar la oración como fundamental, incluso para una cura que se sabe que los médicos pueden realizar. Pero esta oración tiene dos rasgos esenciales. Por un lado, el coraje, que es considerado como una matriz para el incremento de la disponibilidad y de la resiliencia espiritual (cf. Homiliae 10). Por otro, un continuo hacer memoria de Dios (cf. Regulae fusius 2; 5; Epistolae 22) en busca –llena de aquella esperanza que, hija del amor, que es la norma de la salud (cf. Regulae brevius 172) y de la humildad, revela el celo espiritual (cf. Regulae brevius 32)– de la máxima fecundidad de la acción del Espíritu Santo, que reabre, de una forma incoativa en esta vida, las puertas de la vida paradisíaca (cf. De Spiritu Sancto 15,36).

      Basilio tiene extremo cuidado de referir que no todos los padecimientos deben ser curados mediante el recurso a la medicina, sobre todo porque no siempre provienen de causas naturales, frente a las cuales «vemos que a veces es útil el uso de los medicamentos» (Regulae fusius 55,3). Esto es muy importante para nuestros días, en los que tan fácilmente una desolación espiritual acaba enmascarada por un tratamiento psicológico o incluso psiquiátrico. En realidad, algunos padecimientos pueden ser tan solo advertencias para que el sujeto reconozca que debe arrepentirse, pues, cuando esto sucede, aquellos desaparecen por sí solos (cf. Regulae fusius 55,4). En última instancia, para Basilio, la salud y sobre todo la enfermedad pueden, y hasta deben, ser entendidas como una posibilidad, pedagógica y terapéutica (cf. Maalouf), de crecimiento y de «dirección espiritual» 48 en la senda de una continua alabanza, glorificación y servicio amoroso de Dios.

      4. Palabras finales

      Ante el escenario descrito hay algo que no puede dejar de sorprendernos y admirarnos. Para evitar alguna exageración derivada de nuestra subjetividad personal, dejaremos, en un primer momento, que sean otros los que lo manifiesten, reservando nuestro dictamen para un ulterior momento.

      Las casi continuas referencias a sus padecimientos e incapacidades, sus innumerables e intrépidas realizaciones pastorales, organizativas y, particularmente, literarias, surgen como un ejemplo notable de cómo fue posible a nuestro pastor integrar, a su manera, la enfermedad y las enfermedades. Y tal hecho hace que Philip Rousseau diga, con un toque de ironía, que «apetece decir que las constantes referencias de Basilio a sus propias enfermedades hacen sorprendente que él haya escrito lo que sea» 49. En un tono más ponderado, grave y laudatorio, el ya vetusto A Dictionary of Christian Biography –editado por William Smith y Henry Wace– refiere que «raramente un espíritu de una tan indomable actividad residió en una moldura tan débil, y, triunfando sobre su debilidad, hace de él el instrumento de tan vigorosa labor para Cristo y su Iglesia» 50. Conceptos y terminología antropológica aparte, solo podemos decir que estamos en sintonía con esta última apreciación.

      Pero la verdad es que el carácter de una persona también se forma de este modo, y no es menos cierto que quien está frecuentemente enfermo o es enfermo crónico acaba por poder conocer y valorar mucho la ciencia médica. Cuando me preparaba para mi doctorado tuve que leer algunas obras francesas del siglo XVIII que se hacían eco del gran debate del siglo anterior sobre el tema del pur amour. Una de ellas fue Mémoires pour servir à l’histoire ecclésiastique des six premiers siècles, de Lenain de Tillemont, que, durante la realización de este presente estudio, regresó a mi memoria por algo que decía lúcidamente acerca de nuestro autor. En la primera parte del tomo IX de aquella obra, que no por tener casi trescientos años deja de ser valiosa, este autor corrobora nuestra opinión cuando afirma:

      Sus enfermedades y los remedios que él [Basilio] tuvo que usar han hecho que necesitara la medicina, que es fruto de la filosofía y del trabajo. Habiendo comenzado por ahí, él se hizo conocedor de este arte: es decir, de la parte de la medicina que no tiene por objeto las cosas palpables, terrenas y visibles, sino que consiste en la especulación y en el conocimiento de sus principios 51.


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