Integrismo e intolerancia en la Iglesia. Juan María LaboaЧитать онлайн книгу.
principios católicos no se modifican ni por los años que corren, ni porque se cambie de país, ni a causa de nuevos descubrimientos, ni por razón de utilidad. Siempre serán los que Cristo ha enseñado, los que la Iglesia ha proclamado, que los papas y los concilios han definido, que los santos han practicado, que los doctores han defendido. Hay que tomarlos como son o dejarlos tal cual. Quien los acepta en su plenitud y rigor es católico; el que duda, se adapta a los tiempos, transige, podrá darse a sí mismo el nombre que quiera, pero ante Dios y la Iglesia es un rebelde y un traidor.
Ha pasado un siglo largo desde esta definición y la perspectiva nos hace ser más conscientes de lo que significa esta actitud, este talante, y de su enorme influjo en la vida eclesial a lo largo de los decenios siguientes. Se trata de una constante que más que una doctrina es una disposición del espíritu que lleva a preferir todo lo que viene de lo alto por medio de la autoridad, incluso en temas marginales y no doctrinales, y a desconfiar del hombre, de los procesos subjetivos en la construcción de la verdad y en el acto de fe, y que termina por minusvalorar todo dato de experiencia. Claro que la tendencia a aumentar en el catolicismo todo lo que es imposición por autoridad viene fácilmente acompañada por una inclinación a juzgar y a condenar todo lo que es apertura, búsqueda, problematización de las ideas recibidas, y también por una inclinación a medir la ortodoxia de cualquiera, con la aspereza de quien sospecha con autosuficiencia sobre la heterodoxia de los demás. De este modo, el juicio propio sustituye al de la Iglesia, se arroga uno el derecho de medir la comunión católica con arreglo a los límites de la propia estrechez cuando no son los límites de la propia ignorancia. Finalmente, hay en el integrismo una falta de confianza en la verdad, un amor insuficiente a la verdad, que no llega a reconocerla y a honrarla en sus realizaciones relativas 4.
Para hacerlo todavía más difícil, en nuestros días, el pluralismo social se ha complicado con el pluralismo religioso, y la Iglesia se ha convertido más que nunca en un espacio de convivencia complicado y, a menudo, incomprensible. La vida de los creyentes en el ámbito eclesial ha desarrollado tonos agriamente combativos por diferencias nimias e inconsistentes. El fenómeno, ciertamente, no es nuevo. Ya el P. Mariana escribió en el siglo XVII: «Ningunas enemistades hay mayores que las que se forjan con voz y capa de religión, los hombres se hacen crueles y semejantes a las bestias fieras». Se teme al diverso cercano, al que comparte el mismo campo de juego, el mismo campo eclesial, porque se le considera un enemigo infiltrado, camuflado. Han abundado en estos dos últimos siglos las delaciones y acusaciones anónimas, provocando, en ocasiones, difíciles situaciones de convivencia. Naturalmente, en esa situación todo diálogo resulta imposible, desaparece la comunión eclesial. El cardenal Newman vivió en propia carne este irrespirable ambiente y definió agudamente a quienes así actuaban: «Exigen una Iglesia dentro de la Iglesia [...], convirtiendo en dogma sus puntos de vista particulares. Yo no me defiendo contra sus opiniones, sino contra lo que debo llamar su espíritu cismático» 5.
Tal vez no resulte fácil mantener al mismo tiempo la unidad y un espíritu amplio, dialogante y tolerante. Tal vez resulte complicado mantener la ortodoxia y la libertad de pensamiento a la vez, aunque, obviamente, es posible y necesario. En cualquier caso, para los integristas, la única manera posible y aceptable de convivir en la Iglesia consiste en actuar rígidamente según una única pauta determinada que, por supuesto, es la suya propia. Las circunstancias concretas en las que se encuentra la persona no tienen ninguna importancia.
La actitud integrista busca y espera encontrar en la Iglesia un sistema cerrado, completo, uniforme, que lo abarque todo, en el que encuentre con sencillez la respuesta adecuada y definitiva a todos los problemas de la sociedad. No cabe duda de que la presencia de diversas posibles interpretaciones desconcierta y desorienta. No es eso lo que se espera de la Iglesia, sino seguridad, respuestas, convicciones definitivas. De ahí su rechazo furibundo a diversas escuelas teológicas, a los cambios de la liturgia, del latín por las lenguas modernas. Ya en 1865, el recién convertido Ward proclama con ardor que le gustaría recibir cada día una declaración infalible del papa que llegara cada mañana con el Times a su mesa de desayuno. Así podría actuar con decisión y paz de conciencia sin tener que elegir ni discernir.
Esta postura pasiva, pero agresiva, bastante común en el cristianismo contemporáneo, resulta destructiva para la convivencia y la comunión eclesial. El enemigo es el cercano, el creyente que no se identifica completamente, el que, formando parte de la misma comunidad, demuestra una cierta autonomía y mantiene un talante diverso, un punto de vista diferente, y defiende con desparpajo explicaciones teológicas no coincidentes con las tradicionales o las romanas en aspectos que no pertenecen al Credo. Podríamos decir que, para los que gozan de este talante, el de los moderados constituye un modelo abominable, el más rechazado. Recordemos la observación de Newman: «¿Por qué debe permitirse que una facción agresiva e insolente entristezca el corazón de los justos, a quienes el Señor no ha vuelto lastimeros?».
Durante la celebración del Vaticano II, la actitud agresiva de la minoría contra las propuestas teológicas, morales y prácticas de la mayoría, al acusarles de ser herejes peligrosos y de intentar destruir la Iglesia, reflejó lo que ha sido el modo habitual de actuar de los intransigentes católicos a partir de la Revolución francesa, talante que, por desgracia, se han impuesto en la vida de la Iglesia a lo largo de los dos últimos siglos.
A finales del siglo XIX y comienzos del XX, la Iglesia vivió «tiempos recios», en expresión de santa Teresa de Jesús. No fueron capaces de afrontar con calma y visión de futuro tantos retos a la práctica de gobierno eclesial, a los métodos exegéticos y a la cristalización de tradiciones y costumbres, de forma que consideraron inaceptables la propuesta de renovar el estudio de la Escritura, de reconocer la mayor responsabilidad de los laicos, una adecuada purificación de costumbres y tradiciones, presentes en la vida de los cristianos. Dentro de la Iglesia actuaban personas con sentido eclesial y capacidad de diálogo, como Lagrange, Batiffol, Murri y tantos otros. Todos fueron silenciados o condenados. La Iglesia se convirtió en un gueto donde el clima de defensa a ultranza exigía el pensamiento único en cuestiones opinables, discutibles o de sentido común. Se organizaron instituciones de espionaje y se multiplicaron las acusaciones y delaciones anónimas. El clima resultó irrespirable. Naturalmente, se dieron posturas discutibles y afirmaciones contrarias a la tradición más fundante de la Iglesia, pero fueron excepciones frente a los numerosos clérigos y laicos conscientes de la urgencia de poner al día la Iglesia de acuerdo con la tradición y el Evangelio. La reacción fue brutal, obra de una mentalidad cerrada, incapaz de dialogar o de aceptar los derechos de los creyentes a una fe que no se opusiera sin más a los descubrimientos de las ciencias, a los logros de la civilización contemporánea, al reconocimiento de los derechos humanos.
El modernismo nos sitúa ante la pregunta sobre la capacidad del cristianismo de encarnarse en cada tiempo, de comprender con agilidad el «signo de los tiempos». A primera vista, los rápidos cambios en la cultura y en las costumbres sociales, tan propios de nuestros dos últimos siglos, sorprenden a la Iglesia a contrapié, sin capacidad de reaccionar, de forma que la primera respuesta siempre es negativa, condenatoria. El Syllabus y la Mirari vos, documentos de Pío IX y Gregorio XVI, han quedado en la historia como ejemplos de una actitud retrógrada, incapaz de comprender la evolución de la cultura y de los métodos científicos, la evolución de unos pueblos que gozaban con la democracia, las libertades, la bonanza social, a pesar de las dificultades existentes.
Esta reacción no indicaba que no hubiese en el cristianismo numerosos creyentes presentes entre los exponentes más cualificados de estos cambios, pero quienes se imponían eran los más conservadores, los más integristas. En general, la curia romana participaba de una mentalidad propia del Antiguo Régimen, en una sociedad uniforme y confesional, en la que resultaba impensable la libertad de pensamiento, el pluralismo, la libertad de conciencia. Formados en una filosofía escolástica ya caduca y en una teología en la que la historia de la Iglesia, los estudios bíblicos y la patrología mantenían unos métodos ya superados, les resultaba espontáneo condenar cualquier novedad. El siglo XIX resultó desconcertante para la vida eclesial, con unos papas que no fueron capaces de abordar y reconocer la nueva situación. León XIII comenzó a renovarla, pero el pontificado de Pío X supuso un severo retroceso.
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