Azabache. Alberto Vazquez-FigueroaЧитать онлайн книгу.
calor, lejos ya de la costa y sus refrescantes vientos, reflejándose el sol sobre el blanco violento de las dunas, resultaba tan agobiante que ni la negra Azabache, nacida en las tórridas y húmedas tierras dahomeyanas, ni incluso el cabrero Cienfuegos, que se había achicharrado por días y semanas sobre una tosca canoa en mitad del Mar de los Caribes, conseguían resistirlo, hasta el punto de que tuvieron que tomar la decisión de dormir de día y caminar de noche.
Debía hacer años que no llovía en la región, y el aire, seco y polvoriento, hacía daño al aspirarlo irritando las fosas nasales y engañando a la vista, ya que una densa calima impedía distinguir cualquier accidente del terreno que se encontrara a más de una legua de distancia, por lo que del alba al ocaso permanecían atrapados en la magia de aquel paisaje de temblorosos contornos en el que resultaba imposible diferenciar el espejismo de la realidad, y donde vivir era como soñar que se vivía, mientras conciliar el sueño constituía la única forma factible de mantenerse vivo.
Y del ocaso al alba intervenían los fantasmas, puesto que la débil luz de las estrellas jugaba a cambiar las dunas de lugar o a camuflar los estilizados y agresivos cactus de terribles púas, que de improviso se alzaban como nacidos de la nada obligando al desprevenido caminante a lanzar un alarido de dolor y un sonoro reniego.
Y es que podría creerse que los espinosos cardones, altos, flacos, oscuros y acorazados habían sido elegidos por la astuta Naturaleza para acabar de convertir aquella tierra en el lugar más inhóspito del planeta, desanimando de ese modo a los audaces que pretendieran descifrar de noche los secretos que les estaban vedados bajo la tórrida luz del día.
¿Pero qué clase de absurdo secreto podía ocultar tan infinito montón de ardiente arena?
–Ninguno… –fue la firme respuesta del gomero a la pregunta de Azabache–. Es tan solo un capricho de la Naturaleza, que se divierte en demostrar que junto a una isla verde, húmeda y lujuriante en la que todas las formas de vida son posibles es capaz de crear esta especie de infierno alucinante. –Se encogió de hombros con gesto de impotencia–. Lo hace por joder.
–A menudo hablas del mar, la tierra, las nubes o las estrellas como si se tratara de seres vivos dotados de inteligencia y voluntad –le hizo notar la negra–. Y eso es absurdo.
–¿Te lo parece? –se sorprendió el isleño–. Más absurdo se me antoja imaginar que son elementos inanimados, que están ahí sin razón aparente y que no pueden escucharnos, hacernos compañía o compadecerse por nuestros sufrimientos. Yo me crié en las montañas de La Gomera y descubrí que unos días amanecían tristes y otros alegres. De igual modo, el mar cambia de ánimo en cuestión de minutos y las nubes se divierten o se enfadan según les sople el viento. He pasado tantísimo tiempo solo que si no supiese que puedo hablar con las cosas y me entienden acabaría por volverme loco.
–Tú jamás podrás volverte loco –sentenció la africana convencida–. Ya lo estás de remate, pero lo que te agradecería es que, si crees que la Naturaleza te escucha, le supliques que deje de hacernos la puñeta, porque cambiar el «Sao Bento» por este arenal es como escapar de la sartén para caer al fuego.
Pero aquella Naturaleza no escuchaba y se vieron obligados a pasar cinco días acurrucados bajo la mísera sombra de los cactus y cinco noches vagando sin rumbo por los médanos, para descubrir que acababan siempre a la orilla del mar, hasta el punto de que llegaron a la conclusión de que habían desembarcado en una auténtica isla.
El océano surgía inevitablemente al Este, al Oeste, al Norte y al Sur, y la reverberación o la calima les impedía distinguir a qué distancia podría encontrarse otra tierra menos infernal que aquel ardiente desierto cuyas arenas concluían una y otra vez al borde del agua.
–Creo que en esta ocasión me pasé de listo –admitió al fin el canario una noche en la que su deambular le llevó de nuevo a una ancha playa sin horizontes–. Esto no tiene salida.
Lo mismo debían opinar los restantes miembros de la tripulación del destruido «Sao Bento», ya que en tres ocasiones distinguieron sus sombras vagando tan sin destino como ellos, e incluso una noche descubrieron el maloliente cadáver de un viejo cocinero al que la desesperación y la sed habían concluido por derrotar definitivamente.
Cienfuegos se sentía hasta cierto punto culpable por la suerte de aquellos desgraciados, aunque su compañera de fatigas se esforzara por recordarle que a decir verdad no había invitado a nadie a que le siguiera.
–Incluso a mí me lo desaconsejaste –dijo–. Y si lo hice fue porque prefería morir en libertad que continuar agonizando en aquella pocilga. Igual les debe ocurrir a ellos.
–A bordo al menos sobrevivían.
–Ten paciencia; saldremos de aquí –pronosticó la dahomeyana, y sus vaticinios comenzaron a tomar cuerpo cuando al amanecer del sexto día, y perdida ya toda esperanza de escapar de tan cruel trampa de dunas, descubrieron, casi por casualidad, que en el extremo sudeste de la isla, una baja y estrecha franja de arena se adentraba profundamente en el mar para entrever, a través de la enrarecida atmósfera, que a cuatro o cinco leguas nacía una tierra nueva y diferente.
Por aquel entonces, ni el canario Cienfuegos, ni la dahomeyana Azava-Ulué-Ché-Ganvié, ni ninguno de los tripulantes del «Sao Bento» podía siquiera imaginar que habían pasado una espantosa semana deambulando como muertos vivientes por la inmensa y solitaria Península de Paraguana, al Noroeste de la actual Venezuela; uno de los lugares más tórridos, desolados y agresivos del que ya por entonces empezaba a ser considerado Nuevo Mundo.
Habían llegado por fin a Tierra Firme.
Un gomero pelirrojo y una africana que más bien parecía un muchacho eran quizá los primeros no aborígenes llamados a pisar el continente, aunque nada se encontrase entonces más lejos de su mente que reparar en semejante acontecimiento, preocupados como estaban por encontrar agua y algo sólido que llevarse a la boca.
Un riachuelo ancho, tranquilo y poco profundo desembocaba, perezoso, en el amplio y dormido golfo que formaba la costa norte de Tierra Firme con la sur de la península, y tras saciar su sed, pasar más de una hora inmerso en sus cálidas aguas y devorar dos docenas de las innumerables papayas y guayabos, el gomero llenó hasta reventar los ya resecos odres que había requisado en el «Sao Bento» y se dispuso a iniciar el regreso.
–¡No seas loco! –protestó Azabache–. Estás agotado. Espera a mañana.
–Mañana puede ser demasiado tarde –fue la decidida respuesta–. Esa pobre gente está atrapada ahí dentro por mi culpa y jamás volvería a dormir tranquilo si no acudo en su ayuda.
–La mayoría de esa pobre gente no son más que una partida de desgraciados que no dudarían en cortarte en rodajas si se les presentara una oportunidad –sentenció la africana–. Piénsatelo, porque si no estás en perfectas condiciones, al menor descuido te degüellan.
–Correré el riesgo.
–En ese caso voy contigo.
–¡No! –La decisión no admitía réplica–. Esta vez sí que no. Me esperarás aquí, porque yendo solo me moveré más aprisa y más seguro.
Azabache hizo intención de protestar, pero no tardó en cambiar de opinión puesto que se encontraba demasiado agotada, ya que sin duda había tenido que caminar más durante aquella interminable semana que a lo largo de los cuatro últimos años de su vida. Pareció llegar a la conclusión de que, efectivamente, su presencia no acarrearía más que problemas, y concluyó por tumbarse a la sombra de un hermoso araguaney cuyas ramas se inclinaban sobre la corriente, para cerrar de inmediato los ojos y quedarse dormida.
El canario la observó con innegable envidia, y a punto estuvo de dejarse vencer por la tentación de imitarla, pero recordó el sufrimiento que debía significar la sed para quienes llevaban tanto tiempo perdidos entre las dunas, y echándose al hombro los pesados pellejos rezumantes se alejó playa adelante en busca del largo istmo arenoso.
Atravesarlo en pleno mediodía se le antojó tan agobiante como atravesar las mismísimas puertas del infierno.