La guardia blanca. Arthur Conan DoyleЧитать онлайн книгу.
los malos humores, libertando de ellos el cuerpo del paciente.
—¿Y con tal remedio se cura también la viruela? preguntó el músico, después de convencerse de que su jarro no contenía gota de cerveza.
—Con tanta seguridad como la peste, afirmó el físico, limpiando su plato con un mendrugo de pan.
—Pues entonces, continuó el músico, me alegro de que vuestro tratamiento no sea muy conocido, porque para mi santiguada que la viruela y la peste son las mejores amigas del pobre en Inglaterra.
—¿Cómo es eso, amigo? preguntó Tristán.
—Escanciad un poco de cerveza de vuestro jarro en este cubilete y os lo diré. Pues bien, muchas veces se me ha ocurrido que si la peste y otras plagas se llevasen la mitad de la gente que hoy vive en los dominios del señor rey Eduardo, los que quedasen podrían habitar buenas casas, trabajar poco ó nada y vivir en la abundancia.
—¡Miren por dónde asoma el arpista! exclamó maese Verdín. Pues ya que tan duras entrañas tenéis, os deseo que cuando la plaga empiece á matar ingleses se os lleve á vos el primero....
—¡Pesia mí! Lo que á vos os duele, seor dentista, es que muriéndose medio mundo os quedaríais poco menos que sin trabajo, vos que sólo entendéis de despoblar quijadas y apenas ganáis hoy para pan y queso.
Renovóse la risa á costa del buen Verdín y el músico se levantó para tomar de un rincón su arpa vetusta, que empezó á tañer con vigor.
—¡Paso al coplero! exclamaron los leñadores; sentaos aquí junto al fuego, y venga una tonada alegre, como las que tocasteis en la romería de Malvar.
—¡Que toque "La Rosa de Lancaster"!
—¡No, no, "Las Niñas de Dunán"!
—"¡El Arquero y la Villana!"
Sin hacer el menor caso de aquellas voces, el músico seguía pulsando las cuerdas, fija la mirada en el ahumado techo, como tratando de recordar la letra de su canto. Luégo entonó con ronca voz una de las canciones más obscenas de la época, con visible aprobación de la mayoría de sus oyentes. La sangre se agolpó al rostro de Roger, que abandonando su asiento, exclamó imperiosamente:
—¡Callad! ¡Qué vergüenza! ¡Vos, vos, un anciano que debería dar buen ejemplo á los otros!
La sorpresa de todas aquellas gentes fué profunda.
—¡Por las barbas del rey de Francia! exclamó uno de los monteros. El estudiantino ha recobrado el uso de la palabra y va á echarnos un sermón.
—Se ha ofendido la damisela, dijo un campesino. Venid acá, señor físico, y sangrad á este querubín antes que se nos desmaye.
—¡Seguid vuestra canción, maese Lucas, que no hay tilde que ponerle! ¿Estamos en una venta ó en el salón de mi señora la baronesa?
—¡Que me aspen si toco ni canto más! decía malhumorado el músico, enfundando su arpa. ¿Pues qué esperaba vuesa merced, un himno sacro ó la letanía? ¿Desde cuándo asustan á los pajecillos las trovas que entonan todos los juglares del reino? Lo dicho, no canto más.
—Sí haréis, repuso uno de sus oyentes. Á ver, tía Rojana, un jarro de lo bueno para maese Lucas. Yo convido. Vengan trovas, y si al doncel no le gustan, que se largue, ó si no....
—Poco á poco, don valiente, interrumpió Tristán, poniéndose delante de Roger, como para protegerlo. Mi compañero ha reprendido al viejo coplista porque ni ha oído jamás las desvergüenzas que os parecen gracias, ni está en él creer que pueda decirlas sin protesta un hombre de cabeza cana como la del maese, por más que su nariz lo proclame borrachín de oficio. Pero ya que este frailecico rubio no quiere oir vuestras trovas, ni vos las cantaréis hoy, ni vos, seor bravucón, lo echaréis á él de esta venta.
—¡Rayos de Dios, y qué justicia mayor nos ha caído hoy encima! exclamó poniéndose en pie un ceñudo campesino.
—¿Habéis acaso comprado El Pájaro Verde? preguntó otro. Ved que no sólo el paje llorón sino vos también váis á dar de bruces en el camino.
—¡Tregua, Tristán! exclamó Roger apresuradamente. Me voy, antes que ser ocasión de una lucha.
—Cállate, muchacho, le contestó su amigo, arremangándose y mostrando los hercúleos brazos. Mal año para mí si esta gentuza no ha dado con la horma de su zapato. Hazte á un lado y verás cómo les arde el pelo.... ¡Acercaos, mandrias! ¡Venid á trabar conocimiento con los puños de Tristán de Horla, bellacos!
Viendo que la cosa iba de veras, levantáronse precipitadamente los guardabosques y monteros para poner paz, mientras la ventera y el físico se dirigían ya á los campesinos y leñadores, ya al brioso Tristán, procurando aplacarlos con buenas palabras. En aquel momento se abrió violentamente la puerta del mesón, y la atención de todos se fijó en el recienllegado que con tan poca ceremonia se presentaba.
CAPÍTULO VI
DE CÓMO EL ARQUERO SIMÓN APOSTÓ SU COBERTOR DE PLUMA
ERA el desconocido hombre de mediana estatura, vigoroso y bien plantado; moreno el rostro, afeitado cuidadosamente, y acentuadas y un tanto rudas las facciones, desfiguradas en parte por tremenda cicatriz que cruzaba la mejilla izquierda, desde la nariz hasta el cuello. Vivos los ojos, con expresión de amenaza en su brillo y en la contracción habitual de las cejas. Su boca de duras líneas y apretados labios no suavizaba por cierto la severidad del semblante, que revelaba al hombre familiarizado con el peligro y dispuesto siempre á combatirlo. Su larga tizona y el fuerte arco que llevaba á la espalda revelaban su profesión, así como las averías de su cota de malla y las abolladuras del casco decían á las claras que llegaba de los campos de batalla, á la sazón teñidos en sangre inglesa y francesa en la guerra que proseguían Eduardo III y su hijo el Príncipe Negro contra el Rey Carlos V de Francia. Del hombro izquierdo del arquero pendía un ferreruelo blanco, con la roja cruz de San Jorge en su centro.
—¡Hola! exclamó guiñando rápidamente los ojos, deslumbrados por la brillante luz del hogar y de las antorchas. ¡Buena lumbre, buena compañía y buena cerveza! Dios os guarde, camaradas. ¡Una mujer, por vida mía! dijo al ver á la tía Rojana, que en aquel momento pasaba junto á él con un par de jarros rebosantes de cerveza. ¡Salud, prenda! y rodeando con su brazo el talle de la ventera, estampó dos sonoros besos en sus mejillas.
—¡Ah, c'est l'amour, madame, c'est l'amour! tarareó. Mal haya el pícaro francés, que se me ha pegado á la lengua y voy á tener que ahogarlo en buena cerveza inglesa. Porque habéis de saber que no tengo una gota de sangre francesa en las venas y que soy el arquero Simón Aluardo, inglés de buena cepa y contentísimo de volver á poner los pies en su tierra. Así fué que al desembarcar de la galera en la playa de Boyne besé la tierra, porque hacía ya ocho años que no la veía, como os he besado á vos, bella ventera, porque de Boyne aquí apenas si he visto media docena de buenas mozas, y ninguna tan apetitosa como vos.... Pero ¡por mi espada! que esos bribones se han largado con la carga, exclamó lanzándose hacia la puerta. ¡Hola! ¿estáis ahí? ¡Entrad luego, truhanes!
Á su voz entraron en la estancia tres cargadores con sendos fardos y permanecieron alineados cerca de la pared.
—Veamos si me devolvéis intacta mi hacienda, buscones. Número uno: un cobertor francés de pluma finísima, dos sobrecamas de seda labrada de damasco y veinte varas de terciopelo genovés.
—Aquí está todo, señor capitán.
—¡Qué capitán ni qué niño muerto! Á ver, el segundo: un rollo de tela de púrpura, que no se ha visto matiz más hermoso en Inglaterra y otro de paño de oro; ponlo ahí en el suelo junto al fardo del otro, y si algo resulta manchado ó averiado te corto