La guardia blanca. Arthur Conan DoyleЧитать онлайн книгу.
llevaba al hombro el hacha con que acababa de cortar grandes haces de leña; seguíale el hermano esquilador, cuya ocupación denunciaban las enormes tijeras que llevaba colgadas al cinto y las vedijas de lana adheridas al sayal. Un numeroso grupo iba provisto de azadas y layas, y los dos monjes que cerraban la marcha conducían con trabajo una pesada cesta llena de carpas, truchas y tencas, pues siendo el siguiente día de vigilia, había que proveer al sustento de cincuenta religiosos con un apetito á toda prueba. Verdad es que trabajaban de firme, porque el venerable abad Fray Diego de Berguén era tan severo con todos ellos como consigo mismo, que es mucho decir, y en su convento no se toleraban holgazanes.
Mientras se reunían frailes y novicios el abad, cruzadas las manos y preocupado el semblante, recorría de extremo á extremo la gran sala del monasterio destinada á los actos solemnes. Sus delgadas facciones y hundidas mejillas revelaban al asceta que ha sabido triunfar de sus pasiones, no sin cruel y larga lucha, hasta dominarlas por completo. Aunque de apariencia endeble, su mirada imperiosa y enérgica recordaba que por sus venas corría sangre de famosos guerreros y que su hermano mellizo, el capitán Bartolomé de Berguén, era uno de los esforzados campeones ingleses que habían plantado la cruz de San Jorge sobre los muros de París. Apenas sonó la última campanada, se acercó el abad á una mesa y tocó el timbre que servía para llamar al hermano lego de servicio, al cual preguntó en el dialecto anglo-francés usado en los monasterios ingleses durante casi todo el siglo catorce:
—¿Han llegado los hermanos?
—Reunidos están en el claustro mayor, reverendo padre, contestó el lego, que se hallaba en actitud humilde, cruzadas las manos sobre el pecho y fija en el suelo la vista.
—¿Todos?
—Treinta y dos profesos y quince novicios. Fray Marcos, postrado por la fiebre, es el único que falta. Dice que....
—No hace al caso lo que él diga. Enfermo ó no, importaba ante todo acatar mi mandato. Domeñaré su espíritu rebelde, como lo haré con otros miembros de esta abadía que necesitan severa disciplina. Y vos mismo, hermano Francisco, estáis en falta. Ha llegado á mis oídos que habéis alzado la voz en el refectorio, mientras el hermano lector comentaba la palabra divina. ¿Qué contestáis á esa acusación?
El lego no chistó, ni se movió siquiera.
—Mil avemarías y otros tantos credos rezados con los brazos en cruz ante el altar de la Virgen, servirán para recordaros que el Supremo Creador nos dió dos orejas y una sola lengua, para que oigamos mucho y hablemos poco. Enviadme aquí al hermano Maestro.
El atemorizado lego salió de puntillas, cerrando tras sí la puerta, que se abrió algunos momentos después para dar paso á un monje, corto de estatura, robusto de cuerpo y cuya imperiosa mirada acentuaba la expresión severa del semblante.
—¿Me habéis llamado, reverendo padre?
—Sí, hermano Maestro. Deseo que el acto de hoy, que me impone un deber durísimo, se verifique con el menor escándalo posible; y sin embargo, es fuerza dar al culpable una lección pública, para ejemplo de los restantes.
Dijo el abad estas palabras en latín, lengua en que de ordinario hablaba á los religiosos á quienes por sus años ó por razón de su cargo ó de sus méritos, juzgaba dignos de especial deferencia.
—Es mi parecer que los novicios no presencien el juicio, observó el hermano Maestro. En la acusación figura una mujer y temo que pérfidas imágenes empañen la pureza de sus pensamientos....
—¡Mujer, mujer! murmuró el abad. Radix malorum, que dijo el venerable Crisóstomo, definición exacta y aplicable desde Eva hasta nuestros días. ¿Quién denunciará al pecador?
—El hermano Ambrosio.
—Casto y piadoso mancebo.
—Y modelo de novicios.
—Procédase, pues, al juicio de acuerdo con las prácticas tradicionales de la orden. Ved que se admita y acomode á los profesos por orden de edad y que á su tiempo comparezca el maleado Tristán de Horla, cuya conducta exige ya medidas severas.
—¿Y los novicios?
—Esperarán en el claustro de la capilla, donde convendrá que el lector les refresque la memoria sobre el tema Gesta beati Benedicti. Así se evitará toda conversación ociosa y toda ocasión de liviandad.
Una vez solo el abad, volvió á fijar sus miradas en las páginas caprichosamente iluminadas de su breviario y permaneció en aquella actitud basta que hubo entrado en la sala el último de los monjes. Tomaron éstos asiento en los dos bancos de tallado roble que iban desde el estrado hasta el extremo opuesto de la estancia, donde el hermano Ambrosio y el Maestro de novicios ocuparon sendos sitiales. Era el primero un joven enteco, alto y pálido, que oprimía nerviosamente entre sus manos un enrollado pergamino. El abad contempló desde su asiento en el estrado las dos hileras de monjes, cuyos rostros plácidos, rollizos y bronceados por el sol, con raras excepciones, y cuya expresión satisfecha, daban clara muestra de la vida tranquila y feliz que allí llevaban.
Fray Diego fijó después su penetrante mirada en el joven religioso sentado frente á él y dijo:
—Sois el acusador, hermano Ambrosio. Quiera nuestro venerado patrón San Benito concederos su gracia y dirigir nuestros juicios en esta ocasión, para el bien de la comunidad y para la mayor gloria de Dios. ¿Cuántos son los cargos dirigidos contra el novicio Tristán?
—Cuatro, reverendo padre, contestó el interpelado en voz baja y sumisa.
—¿Los habéis enumerado y expuesto conforme lo manda nuestra santa regla?
—Contenidos están en este pergamino....
—Que entregaréis al hermano relator para su lectura cuando llegue el momento. Introducid al acusado.
Al oir aquella orden, un lego situado junto á la puerta la abrió de par en par, dando entrada á un joven novicio y á otros dos legos que hasta entonces lo habían acompañado y vigilado en la antecámara. Era el novicio Tristán de Horla mancebo de aventajada estatura y atléticas formas, cuyos ojos negros contrastaban con el rojo cabello y cuyas facciones, nada desagradables, revelaban de ordinario la franqueza y el buen humor, si bien en aquel momento se reflejaba en ellas una expresión de reto y enojo. Caída sobre los hombros la capucha, desabrochado el hábito que mostraba el hercúleo cuello, desnudos hasta el codo los velludos brazos que tenía cruzados sobre el pecho, saludó reverentemente al abad y se dirigió con toda calma al reclinatorio que le estaba reservado en el centro de la sala. Sus negros ojos pasaron rápida revista á los circunstantes y acabaron por fijarse, con expresión un tanto irónica, en el hermano acusador.
Entregó éste el pergamino al relator de la orden, quien lo leyó con voz pausada y entonación solemne, escuchado atentamente por todos los religiosos allí congregados. El documento decía así:
"Cargos formulados el día de la Asunción, en el año de gracia de mil trescientos sesenta y seis, contra el hermano Tristán, antes llamado Tristán de Horla y al presente novicio de la santa orden monástica del Císter. Leídos el jueves siguiente á dicha fiesta de la Asunción, en la abadía de Belmonte, ante el reverendo abad Fray Diego de Berguén y la comunidad reunida en capítulo. Los cargos aducidos son:
"Primero: Que habiéndose distribuido á los novicios determinada cantidad de cerveza floja, como concesión especial con motivo de la precitada festividad y en la proporción de un azumbre por cada cuatro novicios, el acusado se apoderó violentamente del jarro y se bebió el azumbre de una sentada, en detrimento de sus compañeros de mesa Pablo, Porfirio y Ambrosio; quienes declararon que á duras penas pudieron comer los arenques salados que formaron la refacción de aquel día."
Al oir aquellos detalles el acusado se mordió los labios para disimular una sonrisa y varios religiosos se miraron de soslayo; otros tosieron á fin de no soltar la carcajada. Pero el abad permaneció impasible y severo, mientras el relator continuaba su lectura:
"Segundo: Que como el