La guardia blanca. Arthur Conan DoyleЧитать онлайн книгу.
por los aires al susodicho hermano Maestro.
"Tercero: Que amonestado por éste nuevamente, el acusado cogió á su denunciador por el pescuezo y lo zabulló en el estanque de la huerta, por espacio suficiente para que la víctima de tamaño atropello pudiera acabar el credo que rezó mentalmente con objeto de encomendar su alma á Dios, creyendo llegada la última hora."
Las exclamaciones de sorpresa y censura que se oyeron en ambos bancos indicaron que los miembros de la comunidad apreciaban la gravedad del último cargo; pero el abad impuso silencio, levantando su huesuda mano.
—Continuad, dijo al lector.
—"Y cuarto: Que poco antes de vísperas, el día de Santiago Apóstol, se vió al citado Tristán en el camino de Vernel, en conversación con una mujer, la llamada María Soley, hija del guardabosque de este nombre. Y que después de muchas risas y resistencias por parte de la susodicha doncella, el acusado la tomó en brazos y la condujo al otro lado del riachuelo de Las Hayas, para evitar que aquella emisaria de Satán se mojase los pies. Esta infracción inaudita de nuestra santa regla fué presenciada por tres miembros de la comunidad, con gran escándalo suyo y con indudable regocijo de todo el infierno, que así veía caer en mortal pecado á un novicio de nuestra orden."
El silencio profundo que siguió á aquellas palabras, aun más que los ademanes y el aspecto horrorizado de algunos religiosos, reveló cuán profunda y unánime era la reprobación de los oyentes.
—¿Quiénes son los testigos de tan enorme pecado? preguntó el abad con voz que delataba su indignación.
—Yo soy uno de ellos, dijo levantándose el hermano Ambrosio; y conmigo lo presenciaron Porfirio y Marcos, el cual se afectó de tal manera que desde entonces se halla en la enfermería.....
—¿Y la mujer? continuó Fray Diego. ¿No prorrumpió en acongojado llanto al presenciar aquella conducta de un hombre que vestía nuestro sagrado hábito?
—No, reverendo abad. Antes bien sonrió dulcemente cuando él la depositó allende el vado y le dió las gracias y le tendió su mano. Lo ví con mis propios ojos, como lo vió Marcos....
—¡Lo visteis, desgraciados! gritó el abad. ¿Y acaso no sabíais que el capítulo treinta y cinco de los reglamentos de esta orden os lo prohibía terminantemente? ¿De cuándo acá habéis olvidado que en presencia de una mujer debemos todos bajar la vista y aun volver la cara? Y si hubierais tenido fija la mirada en vuestras sandalias, ¿cómo ver las sonrisas y mohines de aquel demonio disfrazado de mujer? ¡Á vuestras celdas, falsos hermanos, á pan y agua hasta el próximo domingo, con dobles laudes y maitines para que aprendáis á obedecer las leyes que nos rigen!
Ambrosio y Porfirio, atemorizados ante aquella inesperada reprimenda, cayeron temblando en sus asientos. El abad apartó de ellos la vista para fijarla en el principal culpable, quien lejos de mostrar temor é inclinar la frente sostuvo con toda calma la mirada furibunda de Fray Diego.
—¿Qué alegáis en vuestra defensa, hermano Tristán?
—Poca cosa, padre mío, fué la contestación del joven, dada con el pronunciado acento sajón que por entonces caracterizaba á los campesinos ingleses del Oeste. Por cierto que el inusitado acento llamó mucho la atención de los religiosos, ingleses de pura raza en su mayoría. Pero el abad sólo se fijó en la tranquilidad y la indiferencia que la respuesta del novicio revelaba y la indignación coloreó su rostro enjuto.
—¡Hablad! ordenó golpeando con el puño el brazo del sitial.
—Pues cuanto á lo de la cerveza, observó Tristán sin inmutarse lo más mínimo, téngase en cuenta que acababa yo de llegar del trabajo en el campo y que apenas empiné el jarro ya le ví el fondo y sin saber cómo lo dejé en seco. Grande debió de ser mi sed. Cierto es que perdí los estribos cuando el buen Maestro me mandó ayunar, pero bien se explica eso recordando que pan y agua es triste dieta para un cuerpo y un apetito como los que Dios me ha dado. También es verdad que le senté la mano el cernícalo de Ambrosio, pero la zabullida de que se queja no pasó de un susto sin consecuencias. Y como no niego ninguno de los cargos anteriores, tampoco puedo negar, si tal cargo es, el de haber ayudado á la hija de Soley á pasar el vado de Las Hayas, en atención á que la pobre muchacha tenía puestos zapatos y medias y su saya de los domingos, al paso que yo iba descalzo y se me importaba un bledo remojarme los pies. Y tengo para mí que el no haberme portado cual entonces lo hice hubiera sido una vergüenza, para un novicio como para cualquier otro hombre que se respete y que respete á la mujer....
Aquellas palabras colmaron la exasperación del abad, sobre todo pronunciadas como fueron con la sonrisa burlona que apenas había desaparecido un momento de los labios de Tristán desde el comienzo de su perorata.
—¡Basta ya! exclamó Fray Diego. Lejos de defenderse el culpado confiesa y agrava su falta con sus livianas palabras. Sólo me resta imponerle el condigno castigo.
Al decir esto dejó el abad su asiento y todos los monjes le imitaron, dirigiendo temerosas miradas al irritado semblante de su superior.
—Tristán de Horla, continuó éste, en los dos meses de vuestro noviciado habéis dado pruebas evidentes de perversidad y de que por ningún concepto merecéis vestir el blanco hábito símbolo de un espíritu sin mancha. Seréis, pues, despojado de ese hábito y despedido de esta abadía, de sus tierras y pertenencias, sin renta ni beneficio de ninguna clase y sin las gracias espirituales que gozan cuantos viven bajo la tutela y especial protección de San Benito. Vuestro nombre será borrado de los registros de la orden y os queda prohibido volver á pisar los umbrales de la abadía y entrar en ninguna de las granjas y posesiones de Belmonte.
Aquella primera parte de la sentencia pareció terrible á los monjes, especialmente á los más ancianos, acostumbrados como estaban á la vida sosegada de la abadía, fuera de la cual se hubieran visto tan desamparados y desvalidos como niños abandonados á sus propias fuerzas. Pero evidentemente la vida mundanal no tenía terrores para el novicio, antes le atraía y agradaba, á juzgar por la expresión regocijada con que oyó el anuncio de su expulsión. Su contento acrecentó la iracundia de Fray Diego, quien continuó diciendo:
—Esto por lo que al castigo espiritual se refiere. Pero á los malos servidores de Dios, de corazón empedernido, poco les duelen tales penas. Yo sé cómo castigaros de manera que lo sintáis, ahora que vuestras fechorías os han privado de la protección de la iglesia. ¡Á ver! ¡Tres hermanos legos, Francisco, Atanasio y José, apoderaos del truhán, atadle los brazos y decid al hermano portero que le aplique unas cuantas docenas de azotes con un buen rebenque!
Al acercársele los robustos legos para obedecer las órdenes del abad, desapareció toda la placidez del novicio, que asió con ambas manos el pesado reclinatorio de roble y levantándolo en alto como una maza, gritó con voz potente:
—¡Teneos! ¡Juro por San Jorge que al primero de vosotros que ose tocarme le rompo la cabeza en mil pedazos!
La advertencia no podía ser más clara ni más enérgica, y unida á la amenazadora actitud del novicio, cuyas fuerzas eran bien conocidas de todos, bastó para que los legos retrocedieran más que de prisa y para espantar á los religiosos, que se precipitaron en tropel hacia la puerta. Sólo el abad pareció pronto á lanzarse sobre el rebelde novicio, pero dos monjes que junto á él se hallaban lo asieron por los brazos y lograron ponerlo fuera de peligro.
—¡Está poseído del demonio! gritaban los fugitivos. ¡Pedid socorro! Que venga el hortelano con su ballesta, y llamad también á los mozos de cuadra. ¡Pronto, decidles que estamos en peligro de muerte! ¡Corred, hermanos! ¡Ved que ya nos alcanza!
Pero el victorioso Tristán de Horla no pensaba en perseguirlos. Estrelló contra el suelo el reclinatorio, derribó de un revés á su delator Ambrosio, que puso el grito en el cielo, y atropellando á los aturrullados frailes que formaban la retaguardia, bajó á escape la escalera. El portero Atanasio vió pasar rápidamente una gigantesca forma blanca y antes de enterarse de lo que aquello significaba y de la causa del tumulto que en la escalera se oía, ya el indómito Tristán estaba lejos de la abadía