Xaraguá. Cienfuegos VI. Alberto Vazquez-FigueroaЧитать онлайн книгу.
habéis entendido? –fue lo último que se le ocurrió añadir a Fray Bernardino cuando por fin se le acabaron los insultos.
–Lo he entendido –admitió el gobernador con sequedad–. Pero lo que Vos no entendéis es que con reyes no cuentan leyes.
–¿Y qué intentáis decir con semejante mamarrachada?
–Que si Anacaona se empeña en considerarse reina de Xaraguá no puede pretender que se le apliquen unas normas dictadas para el común de los mortales. Es su propio empecinamiento el que los pierde, no mi falta de comprensión.
–Es lo más hipócrita que he oído en mucho tiempo –sentenció el de Sigüenza–. Y lo más rastrero.
–Empiezo a cansarme de vuestras palabras y vuestro tono –le hizo notar Ovando–. Abusáis de mi paciencia y mi amistad, pero todo tiene un límite.
–¿Y qué pensáis hacer? –La agresividad del franciscano no disminuía lo más mínimo–. ¿Ahorcarme? ¿Encerrarme tal vez? Sabéis muy bien que no tenéis atribuciones para ello, y no creo que deseéis enfrentaros a la Santa Madre Iglesia. La primera obligación de un siervo de Cristo es defender a su rebaño, y eso es lo que estoy haciendo, puesto que esas desgraciadas a las que violan vuestros soldados son parte de mi rebaño mal que os pese. ¡Alzad un dedo contra mí y conseguiré que os excomulguen!
–¿Os habéis vuelto loco? –se escandalizó el gobernador palideciendo–. ¿O es que acaso El Maligno se ha apoderado de Vos?
–Ni loco, ni poseído más que por la justa ira de Dios –fue la respuesta–. La misma ira que os invadiría si bajarais de vuestro pedestal y vierais las marcas que los dientes de soldados españoles dejan en la entrepierna de niñas inocentes. ¡Esos son a los que tenéis que ahorcar, no a la princesa!
–Que los busquen y los ahorquen –sentenció el otro volviéndose apenas al capitán de su guardia–. Y Vos, padre, salid de aquí y que no vuelva a veros nunca.
–No volveréis a verme –señaló Fray Bernardino de Sigüenza convencido–. Pero tened por seguro que si vuestro comportamiento sigue siendo el mismo me oiréis con harta frecuencia.
–¿Os atrevéis a desafiarme?
–Decididamente, sí.
Dio media vuelta y se alejó con tanta altivez que podría pensarse que había dejado de ser el maloliente hombrecillo que siempre deseó pasar inadvertido, para transformarse en un llamativo gigante, y su antiguo compañero de Salamanca no pudo por menos que aceptar que tal vez sus amenazas se cumplieran y se vería obligado a seguir escuchando lo que quisiera decirle aunque nunca tuviera ocasión de volver a verle.
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