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Xaraguá. Cienfuegos VI. Alberto Vazquez-FigueroaЧитать онлайн книгу.

Xaraguá. Cienfuegos VI - Alberto Vazquez-Figueroa


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      XARAGUÁ

      Alberto Vázquez-Figueroa

      Categoría: Novela histórica

      Colección: Biblioteca Alberto Vázquez-Figueroa

      Título original: Xaraguá

      Primera edición: 1993

      Reedición actualizada y ampliada: Mayo 2021

      © 2021 Editorial Kolima, Madrid

      www.editorialkolima.com

      Autor: Alberto Vázquez-Figueroa

      Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

      Portada: Silvia Vázquez-Figueroa

      Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero

      Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

      ISBN: 978-84-18263-98-9

      Impreso en España

      No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

      Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

      Xaraguá es el más hermoso lugar que puso el buen Dios sobre la Tierra, con espesos bosques que ofrecen caza a mi pueblo, suaves colinas en las que cultivar los alimentos que nos son necesarios, y un mar limpio y caliente que nos regala gran cantidad de peces de todas las especies.

      Xaraguá es también el lugar en el que descansan nuestros antepasados; aquel en el que se mantiene viva nuestra historia, y en el que nacieron siglos atrás los más nobles fundadores de mi estirpe.

      Es un país generoso, Majestad, pequeño y generoso para quienes lo poblamos desde hace cientos de años, pero no es país que ofrezca oro, perlas, ni aun diamantes, ni nada de cuanto a vuestros capitanes tanto agrada, y por lo que con tan inusitado ardor han luchado en la conquista del resto de la isla.

      Tampoco es tierra de esclavos, Majestad, sino de taínos que nacieron en libertad y libres desean seguir siendo, lo cual no quita para que estén dispuestos a aceptar Vuestra Suprema Autoridad, siempre que tengáis a bien permitirles continuar siendo dueños de esa libertad y de esos campos.

      Como reina que soy de Xaraguá, de igual a igual, y con todos los respetos, os suplico por tanto que nos permitáis seguir siendo fieles súbditos en este bendito reino que nada ofrece a vuestro pueblo, y tanto ofrece sin embargo al mío, sin intentar someternos por la fuerza, lo cual tal vez no conduciría más que a un inútil y lamentable derramamiento de sangre.

      La carta que la princesa Anacaona dictara a Bonifacio Cabrera, y que este hiciera llegar a Fray Nicolás de Ovando con el ruego de que la remitiera a Su Católica Majestad, la reina Isabel, allá en España, jamás atravesó el océano, ya que el receloso gobernador de La Española quiso ver en semejante misiva un agravio a su persona, dado que por medio de ella una salvaje desnuda se permitía la osadía de dirigirse personalmente a su soberana sin tener en cuenta que él era la máxima autoridad en aquella isla, y su único y legítimo representante. Cierto era en verdad que, según sus noticias, Xaraguá no ofrecía oro ni perlas, ni aun diamantes, y que incluso era pobre en las especias y el palo brasil que tanto codiciaban los españoles, pero ello no bastaba, a su modo de entender, para que una india emplumada tuviera el descaro de tratar de igual a igual a la reina de España.

      Conviene tener presente que Fray Nicolás de Ovando fue, sin lugar a dudas, el más racista de cuantos mandatarios envió la Corona al Nuevo Mundo, y que por aquel tiempo atravesaba una grave crisis personal, ya que tenía plena conciencia de que la mayoría de sus conciudadanos le consideraban el único responsable del desastre de una flota que se había ido al fondo del mar cargada de tesoros y vidas humanas.

      Por tal razón ejercía una férrea censura sobre cuantos documentos tuvieran la pretensión de llegar a manos de los reyes, y la carta de la princesa no constituyó desde luego una excepción a semejante regla.

      Al salir de Sevilla había recibido instrucciones muy concretas: destituir al gobernador Bobadilla, abastecer de oro, perlas y especias a la metrópoli, y consolidar el dominio español sobre la isla.

      El oro, las perlas, las especias e incluso el propio Bobadilla, se habían perdido por desgracia en lo más profundo del océano, por lo que no le quedaba más remedio que cumplir a rajatabla con la segunda parte de su encargo si no quería incurrir en el enojo de quienes le habían nombrado gobernador.

      Dar curso a la carta de una india que se auto-proclamaba reina, donde se suponía que no había más autoridad que la suya, era algo que estaba muy lejos de su ánimo, y así se lo hizo notar a su buen amigo y consejero, Fray Bernardino de Sigüenza, en el transcurso de una de aquellas amigables cenas que solían reunirles una vez por semana.

      –El principal error de los Colón y Bobadilla fue mostrarse demasiado blandos con los vencidos, lo cual propició que a estas alturas aún queden núcleos de rebelión –señaló seguro de sí mismo–. Hace ya una década que pusimos el pie en estas tierras y aún existe quien, como Anacaona, se sigue considerando reina. Levantar un imperio exige acabar con tan lamentable estado de cosas.

      El escuálido frailecillo, que pese a los ruegos y consejos de su mentor y amigo continuaba siendo el hombre más sucio y hediondo de La Española, pero seguía siendo, de igual modo, el más bondadoso y uno de los más inteligentes y nobles, se apresuró a mostrar su desacuerdo con tan radicales teorías.

      –El Reino de Dios debe edificarse sobre la paz y la comprensión –susurró con intención–. Tan solo el imperio de los hombres se basa en el exterminio y el abuso de la fuerza. Y siempre he creído que nos enviaron a promover la fe en Cristo, no a ensanchar fronteras.

      –¡Oh, vamos! –se lamentó el gobernador, a todas luces molesto–. ¿Hasta cuándo seguiréis siendo un iluso? Esos hábitos, que por cierto os recomiendo asear, no deberían impediros aceptar que nuestra labor misionera debe ir siempre a remolque de las victorias militares. Para que existan fieles tenemos que conseguir primero súbditos.

      –En ese caso nunca serán auténticos fieles, sino tan solo siervos que aceptan lo que sus amos les imponen. Yo desearía que fueran libres de amar a Cristo sin ningún tipo de presiones.

      –Estos salvajes amarían a Cristo, a Mahoma o a Buda según lo que les ordenáramos, pero sus hijos y los hijos de sus hijos, que habrán nacido en el seno de la verdadera fe, serán cristianos sinceros, y a buen seguro que de entre ellos surgirán santos que engrandecerán nuestra Iglesia –fue la convencida respuesta del gobernador Ovando–. Todo debe ir por sus pasos: en primer lugar conquista, y luego evangelización, ya que si lo hiciéramos al contrario estaríamos luchando contra nuestros hermanos en la fe, y eso no sería grato a los ojos del Señor.

      –Salamanca os doctoró en Teología, y no cabe duda de que Valladolid lo hizo en Política… –sentenció Fray Bernardino–. Pero resulta evidente que en ambas universidades debisteis ser brillante en Retórica.

      –Lo tomo por un cumplido, ya que viniendo de vos no puedo ni tan siquiera imaginar que sea una ofensa –replicó socarrón Fray Nicolás–. Pero olvidad el tema y decidme qué opináis de esa tal Anacaona.

      –Que debe tratarse de una mujer muy especial, ya que consiguió enamorar a hombres tan diferentes entre sí como el brutal cacique Canoabó, el exquisito capitán Alonso de Ojeda y el ladino Bartolomé Colón… –El franciscano


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