Tierra de bisontes. Cienfuegos VII. Alberto Vazquez-FigueroaЧитать онлайн книгу.
Atlántico penetraban en el Mar Caribe por entre el rosario de islas de Las Antillas para acabar por concentrarse en el canal que separaba la isla de Cuba de la península del Yucatán.
Más tarde el inmenso y constante flujo bordeaba las costas mexicanas y norteamericanas, acababa dirigiéndose hacia el sur a todo lo largo de la península de La Florida y regresaba finalmente al océano y de allí a la lejana Europa.
El punto por el que el hambriento escualo merodeaba en aquellos momentos, el cuello de botella del noroeste de la isla de Cuba, constituía por tanto un lugar perfecto para permanecer tranquilamente al acecho de jugosas presas con las que saciar su insaciable apetito, pese a que esta ocasión su paciencia no hubiera recibido premio alguno.
La barca siguió su camino, juguete de un mar tranquilo pero en continuo movimiento, y en su encharcado interior el hombre herido se mantuvo firme en sus ansias de conservar la vida, convencido de que alguien que había sabido enfrentarse a situaciones realmente difíciles no merecía caer víctima de un asqueroso pez, traidor y ponzoñoso.
Sus enemigos habían sido tantos y tan extraordinariamente poderosos que una muerte a todas luces vulgar y anodina rayaba los límites del ridículo.
Cienfuegos había logrado escapar al acoso del celoso y brutal capitán León de Luna y sus sanguinarios mastines, había atravesado en compañía del Almirante Colón el «Océano Tenebroso» descubriendo un Nuevo Mundo, había sobrevivido a un naufragio y a la destrucción de un fuerte del que se convirtió en único superviviente, había resistido la esclavitud a manos de feroces caníbales, y había atravesado oscuras selvas, los ardientes desiertos y las heladas cordillera de «Tierra Firme» en continúo enfrentamiento con tribus hostiles y fieras hambrientas.
Se trataba por tanto de un superviviente nato; un «hombre-corcho» que siempre regresaba a la superficie por violenta que fuera la tormenta, y aun inconsciente como se encontraba no parecía dispuesto a permitir que una sucia bestezuela de los oscuros abismos consiguiera lo que nadie más había conseguido.
¡Pero era tan intenso el dolor!
¡Tan abrasador el fuego que circulaba hora tras hora por su venas!
¡Tan violentas las luces que estallaban en su cerebro!
Los desgarrados aullidos se transformaron en un sordo y continuo lamento y un jadear semejante al de los grandes dorados cuando caían en el fondo de la barca, y ese agotador esfuerzo por mantenerse a toda costa a este lado de la raya le fue extenuando hasta el punto de que al cuarto día ya no era más que un guiñapo incapaz de alargar la mano y apoderarse de uno de los odres de piel de oveja que siempre llevaba a bordo.
Por suerte comenzó a llover a media tarde, y lo hizo con tal fuerza e intensidad que los gruesos goterones le hicieron daño en una espalda que había sido abrasada por el violento sol del trópico.
De un modo casi instintivo, puesto que para sobrevivir Cienfuegos ni siquiera necesitaba tener conciencia de lo que hacía, giró sobre sí mismo con el fin de permitir que el agua penetrara hasta el fondo de su garganta, lo cual contribuyó sin duda a que no acabara allí mismo su larga y agitada historia.
La persistente corriente del golfo continuó siendo dueña de la situación, jugueteó con la barca hasta aburrirse, y al fin se la entregó a unas largas y cadenciosas olas que batían contra la costa y que optaron por arrojarla contra un espeso manglar entre cuya espesa vegetación quedó atrapada como una mosca en una tela de araña.
De inmediato, y atraídos por el para ellos excitante hedor a pescado podrido, docenas de enormes cangrejos treparon por las ramas y se dejaron caer sobre cuanto quedaba de los dorados que cubrían el fondo de la embarcación.
Sin embargo algunos de ellos se decantaron por el novedoso manjar que significaba un cuerpo humano igualmente maloliente y cubierto de llagas, hasta el punto de que en realidad fueron los agresivos cangrejos los que consiguieron que Cienfuegos reaccionara.
No le resultó en absoluto agradable despertar para descubrirse pasto de docenas de pequeñas bestezuelas que le observan ansiosamente con sus saltones ojos, dispuestas a desgarrarle la carne con sus fuertes y afiladas pinzas.
A rastras, y utilizando las escasas fuerzas que aún le quedaban y que a cualquier otro no le hubieran bastado, el gomero consiguió escapar de la mortal trampa infestada de diminutos, despiadados y feroces enemigos, para acabar encaramándose a una rama que a duras penas soportaba su peso.
Aunque no consiguió llegar solo; media docena de hambrientos crustáceos de un color rojo violento continuaban aferrados a su carne, por lo que se vio obligado a arrancarles las fuertes tenazas con el fin de ir arrojándolos al agua uno tras otro.
–¡La madre que os parió! –no pudo por menos que exclamar–. ¿Acaso me queréis devorar vivo?
Luego permaneció muy quieto, como un mono trepado en la cima de una acacia espinosa, tratando de descubrir que parte de su cuerpo o de su espíritu no se encontraba lastimosamente maltratado.
No existía ni un solo centímetro de su piel que no apareciese lacerado, un músculo que no le doliese, ni un hueso que no amenazara con quebrársele.
Las deformes manos habían duplicado su tamaño, los hinchados párpados apenas le permitían la visión y los labios no eran más que una costra alineada junto a otra costra semejante.
La mayoría de los incontables cadáveres que había visto a lo largo de su vida ofrecían bastante mejor aspecto.
Pero ningún cadáver respiraba, y el gomero Cienfuegos era de lo aquellos a los que les basta con poder respirar.
El resto se limitaba a una cuestión de fuerza de voluntad.
Se necesitaba tenerle mucho apego a la vida para conseguir mantenerse tres largos días con sus correspondientes noches en inestable equilibrio sobre las frágiles ramas de un manglar, pero la vida era cuanto en aquellos momentos poseía Cienfuegos, por lo que, armado con una de esas ramas, se dedicaba a derribar con secos golpes a los insistentes cangrejos que parecían haberle tomado una especial afición a su tumefacta carne, razón por la que no cesaban de intentar ascender una y otra vez hasta el precario refugio en que se encontraba encaramado.
Con la subida de la marea los rojos crustáceos desaparecían en lo más profundo de sus madrigueras enterrándose en el fango u ocultándose bajo las rocas, temerosos de convertirse en presa de los innumerables peces que llegaban con unas aguas que lo inundaban todo hasta casi un metro de altura, y esas eran las únicas horas durante las cuales el agotado canario conseguía descansar cerrando los ojos y permitiendo que un sueño reparador le devolviera poco a poco las fuerzas.
No obstante, durante la noche un frío viento que llegaba del norte le obligaba a tiritar y castañear los dientes, por lo que se veía obligado a permanecer despierto, golpeándose las piernas y los brazos con las palmas de las manos y sin poder evitar preguntarse en qué situación más difícil que aquella podría haberse encontrado alguna vez un ser humano.
Lejos de su casa y su familia, en un lugar perdido y absolutamente desconocido, semidesnudo, hambriento, herido, enfermo y sin tan siquiera suelo firme sobre el que pisar, entumecido y acosado por el hambre, el frío y miríadas de pequeños pero irreductibles enemigos decididos a no dejar de él mas que los huesos, había llegado sin duda al límite de la resistencia humana.
–Lo único que me faltaba es haberme quedado embarazado… –masculló para sus adentros en un esfuerzo por mantener el humor y la fe en si mismo y en su capacidad de hacer frente a las desdichas–. ¿Qué mas puede ocurrir?
Que lloviera a mares.
Y la tercera noche llovió a mares.
No se trató de un esporádico chaparrón tropical a los que tan acostumbrado estaba en «La Escondida» donde el agua caía por lo general cálida y gratificante; fue por el contrario una espesa cortina de una lluvia agresiva y furibunda, que llegaba empujada por fuertes rachas de un viento helado que aullaba entre