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Tierra de bisontes. Cienfuegos VII. Alberto Vazquez-FigueroaЧитать онлайн книгу.

Tierra de bisontes. Cienfuegos VII - Alberto Vazquez-Figueroa


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estuvo de darse por vencido admitiendo al fin que las fuerzas de la naturaleza serían siempre superiores a la capacidad de resistencia del ser humano, pero le vino a la mente el recuerdo de sus dos esposas, la rubia alemana Ingrid y la morena indígena Araya, a las que amaba por igual, y de sus seis hijos, que sin duda le necesitaban para poder seguir creciendo en libertad en una isla que estaba comenzando a convertir en una antesala del paraíso.

      De no haber sido por un desgraciado pez ponzoñoso, se encontraría en aquellos momentos sentado en el porche de su hermosa casa, concluyendo de cenar y dispuesto a contar una vez mas a cuantos cada noche se lo suplicaban, el apasionante relato de cómo había viajado en la carabela «Santa María» a las órdenes del mismísimo Almirante Don Cristóbal Colón, cómo había aprendido a leer de la mano del «Cartógrafo Mayor del Reino», el genial y entrañable Juan de La Cosa, que le trató como a un hijo, y cómo había sido de los primeros en otear el horizonte cuando el estrafalario y siempre sonriente Rodrigo de Triana gritó a voz en cuello desde lo alto de la cofa:

      –¡«Tierra a la vista»!.

      A sus hijos y los amigos de sus hijos les encantaba sentarse a su alrededor mientras encendía un grueso cigarro y repetía por enésima vez el horror y el asombro que sintió el día en que un grupo de indígenas cubanos le invitaron a cenar por primera vez sopa de gusanos e iguana a la brasa, y a continuación comenzaron a echar humo por las narices como si se tratara de auténticos dragones.

      –¡Y lo peor del caso es que me pedían que les imitara! –exclamaba como si la sola idea se le antojara inconcebible–. Si no quería ofenderlos, lo cual tal vez me hubiera costado la vida, tenía que comerme la sopa sin demostrar repugnancia, fingir que me encantaba el estofado de rabo de iguana, y aceptar que me metieran en la boca un rollo de unas hojas secas que nunca había visto antes y le prendieran fuego. ¡Que noche, madre! ¡Que borrachera y qué noche!

      Los chicos, e incluso los mayores, disfrutaban con sus historias, por lo que en ocasiones permanecían casi hasta el amanecer charlando en torno a una pequeña hoguera hasta el punto de que a menudo el propio Cienfuegos llegaba a preguntarse cómo diablos era posible que le hubieran ocurrido semejante cúmulo de fantásticos acontecimientos durante su movida y apasionante existencia.

      Pero así había sido, y cuando a su modo de ver todo aquello había quedado definitivamente atrás y las peligrosas aventuras parecían haber aceptado pasar a convertirse en simples anécdotas con la que entretener a una extasiada concurrencia, el destino volvía a mostrarle su cara más amarga, obligándole a comprender que aun era capaz de reservarle pruebas infinitamente más difíciles de superar que todas las que le hubiera presentado hasta el momento.

      Lo que el ancho, profundo y rugiente océano, las espesas y oscuras selvas, los caudalosos ríos, las inaccesibles montañas, las peligrosas fieras o los sanguinarios caníbales no habían sido capaces de conseguir, lo estaba consiguiendo una minúscula porción del activo veneno que un repugnante bicho al que ni siquiera había sido capaz de vislumbrar le había inoculado en mitad de la noche.

      Su enorme corpachón al que jamás sobró una gota de grasa, siempre estaba dispuesto a saltar, correr, trepar, nadar o luchar, pero ahora sus antaño poderos músculos parecían haberse convertido en una especie de gelatina inconsistente que a duras penas obedecía las órdenes que le enviaba el cerebro.

      Aquel que un tiempo apodaron con toda justicia Brazofuerte, capaz de derribar a un mulo de un puñetazo en la testuz, apenas reunía ahora las energías suficientes como para agitar la rama con la que alejar a unos ridículos cangrejos que pretendían devorarle en vida.

      –¡Malditos hijos de puta! ¡Dejadme en paz!

      Pero el indisciplinado ejército de gruesa armadura medieval insistía en su empeño atacándole desde todos los puntos accesibles.

      Cuando se reunían más de cien el continuo chasquido de sus pinzas tenía la virtud de ponerle los vellos de punta.

      Al cuarto día, y a raíz de una de aquellas macabras sinfonías que en cierto modo sonaban a «réquiem» anticipado, Cienfuegos pareció llegar a la conclusión que si aspiraba a sobrevivir debía cambiar de táctica pasando al contraataque, por lo que permitió que un audaz cangrejo le mordiera el pie, con lo que rápidamente se apoderó de él y lo partió en dos de un sonoro mordisco.

      Lo mastico muy despacio, incluidas las tripas y las partes mas blandas del caparazón, consciente que si pretendía fortalecerse no cabía hacerle ascos a nada.

      En un par de horas pasó de posible víctima a eficaz verdugo, atracándose de cangrejos hasta que estos parecieron llegar a la amarga conclusión de que se habían topado con un peligroso enemigo del que mas valía mantenerse a prudente distancia.

      A la semana el canario se había transformado de acosado en acosador, hasta el punto de que las minúsculas e inofensivas gambas que pululaban por doquier, los «ermitaños», las almejas, las ostras e incluso cualquier pececillo que hubiera quedado atrapado en un charco al bajar la marea se convirtieron en apetecibles manjares que iba a parar de inmediato a un estómago que parecía capaz de digerirlo todo sin el menor reparo.

      Los huevos de aves marinas de los nidos cercanos y mas de un polluelo a punto de romper el cascaron se transformaron al instante en materia alimenticia para quien se mostraba dispuesto a ingerir sin el menor reparo cuanto pudiera ayudarle a volver a ser lo que siempre había sido.

      Por desgracia la frágil embarcación se había convertido en un montón de astillas al ser golpeada una y otra vez por las olas contra los troncos del manglar, pero el gomero pudo recuperar los sedales, los anzuelos, los odres que aun contenían un poco de agua, su afilado cuchillo y el ancho e inseparable machete que desde que tenía memoria le acompañaba a todas partes.

      Con la vela se confeccionó una larga túnica que le abrigaba por las noches, y a la vista de que el mástil era a todas luces demasiado grueso para lo que pretendía de él dedico varias horas a desbastarlo a golpe de machete hasta convertirlo en una de aquellas largas pértigas, muy rectas y flexibles que con tanta habilidad utilizaba en su juventud a la hora de subir y bajar por los escarpados ricos de La Gomera, lo que en mas de una ocasión le habían permitido escapar de una muerte cierta.

      Escindió el extremo más delgado del tal modo que en un momento dado pudiera insertarle la hoja del cuchillo que a continuación afirmaba con la cuerda que normalmente se enrollaba a la cintura, consiguiendo así que se convirtiera en una peligrosa lanza que, dada su fuerza podía atravesar de parte a parte a un hombre a diez pasos de distancia.

      El sedal, los anzuelos y las gambas que pululaban por doquier le permitieron capturar peces de mediano tamaño, y utilizando las tablas de la barca encendió un buen fuego que le permitió comer al fin algo caliente y abundante.

      Era un hombre acostumbrado desde niño a sacar provecho de cuanto la naturaleza ponía a su alcance, pero debido a ello era consciente de que en determinadas ocasiones esa misma naturaleza se tornaba muy exigente obligándole a devolverle, con intereses, todo cuanto hasta ese momento le había proporcionado.

      Para cualquier ser «civilizado» aquel intrincado manglar hubiera constituido un inhóspito lugar en el que acabar pereciendo de hambre y desesperación, pero para el cabrero se convirtió en un seguro refugio en el que recuperarse y fortalecerse lejos de la mirada de auténticos enemigos.

      A cualquier persona considerada «normal», tan agresiva dieta le hubiera provocado incontenibles diarreas, pero al gomero lo único que le provocaba eran continuas y dolorosas erecciones nocturnas.

      –Cuando esté de vuelta me dedicaré a comer lo mismo… –se dijo–. Ingrid y Araya se van a poner muy contentas.

      Habían pasado aproximadamente tres semanas desde el momento en que las olas le empujaron contra la costa cuando se considero en condiciones de abandonar el intrincado mundo de ramas y raíces con el fin de iniciar el camino de regreso a casa.

      La primera pregunta que tenía que hacerse era donde podía encontrarse su «casa», y la segunda donde podía encontrarse él mismo.

      Por lo general era un hombre con un magnífico


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