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Tierra de bisontes. Cienfuegos VII. Alberto Vazquez-FigueroaЧитать онлайн книгу.

Tierra de bisontes. Cienfuegos VII - Alberto Vazquez-Figueroa


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      Pocos metros más allá pudo percibir voces lejanas.

      Decidió tomar asiento y aguardar a que cayera la noche.

      La tensa espera se prolongó largo rato puesto que ya se había dado cuenta de que allí el ocaso era mucho más largo que en Santo Domingo o Cuba, signo inequívoco de que se encontraba bastante más al norte.

      De nuevo le asaltaron los recuerdos, de nuevo le invadió la nostalgia, y de nuevo se planteó la posibilidad de que si le descubrían tal vez pasaría a ser parte del asado cuyo olor se extendía como un manto sobre el inmenso campo de maíz.

      La oscuridad le permitió aproximarse hasta el punto en que concluía la plantación y desde donde podía vislumbrar la treintena de cabañas que conformaban el poblado y que se agrupaban formando un semicírculo de cara al mar, en torno a una ancha plaza en la que ardía una gran hoguera.

      Se distinguían casi medio centenar de figuras humanas, hombres, mujeres y niños que iban de un lado a otro, y de nuevo le asaltó la impresión de que se trataba de gente pacífica, pero aun así prefirió no arriesgarse.

      El canario no podía saberlo, pero aquellos indígenas eran miembros de la rama más occidental de la tribu de los «seminolas», valientes guerreros acostumbrados a defender sus ricas tierras de las invasiones extrañas, pero poco dados a ejercer la violencia si no se les provocaba.

      Y desde luego no eran en absoluto antropófagos.

      Vivían de sus plantaciones de maíz, melones y calabazas, así como de la pesca, la caza y los abundantes frutos salvajes de sus extensos bosques, y solían cubrirse con preciosas capas de bien curtidas pieles de las martas cibelinas que solían capturar con ingeniosas trampas en los profundos pantanos del norte a los que acudían a refugiarse en caso de correr serio peligro.

      Ningún daño le hubieran hecho por tanto a un extranjero llegado del otro lado de un mar que siempre habían considerado el fin del mundo, pero eso era algo que lógicamente Cienfuegos ignoraba, por lo que tras meditar varias horas, optó una vez más por la prudencia.

      En cuanto la hoguera comenzó a perder su fulgor y las figuras humanas fueron desapareciendo una tras otra en el interior de las cabañas quedando a la vista únicamente un par de centinelas, se aproximó a la orilla del mar y vadeando con el agua al pecho con el fin de no dejar sus huellas en la arena, cruzó frente al poblado. Únicamente cuando ya no se advertían rastro alguno de campos cultivados se decidió a abandonar la playa y adentrarse de nuevo en la zona boscosa.

      El amanecer le sorprendió a más de una milla de distancia por lo que decidió que había llegado el momento de tomarse un merecido descanso.

      Durmió hasta pasado el mediodía, pero cuando, tras comer frugalmente se decidió a re-emprender la marcha, descubrió que una hermosa muchacha de larga melena azabache y uno de los fornidos guerreros que había visto el día anterior andaban enzarzados en apasionados juegos amorosos muy cerca del mar, justo en el punto por donde él estaba obligado a pasar si no quería verse obligado a dar un gran rodeo.

      –¡Vaya! –no pudo por menos que lamentarse–. ¡Tanto espacio abierto y han tenido que venir a echar un polvo justamente aquí!

      No le quedaba más remedio que armarse de paciencia y darles la espalda evitando de ese modo que le asaltaran malos pensamientos. Casi una hora más tarde el altivo guerrero y la adorable muchacha de la oscura melena cesaron en sus ardientes aventuras, se refrescaron con un largo baño durante el que saltaron y rieron frente a las olas, y emprendieron poco después, cogidos de la mano, el camino de regreso al poblado.

      Evidentemente el eterno rito del amor no hacía diferencias entre razas, costumbres o fronteras. Los escarceos, las caricias, las carantoñas, las risas y la pasión apenas variaban de un continente a otro, y mientras los observaba alejarse, con la mejilla de la mujer apoyada en el hombro de su amado, pareció estar viéndose a sí mismo conduciendo a Ingrid por la cintura cuando salían del agua allá en La Gomera.

      Llegó a la conclusión de que de aquellas gentes no cabía esperar mal alguno…

      Pero aun así.

      Re-emprendió su marcha y durante los dos días que siguieron no hizo otra cosa que andar, comer y dormir.

      No podía dar crédito a sus ojos.

      Lo que en principio consideró poco más que una simple entrada de mar; una especie de gigantesco y complejo grupo de islotes y manglares de casi tres millas de anchura, por entre los que circulaba una fuerte corriente que marchaba imparable en dirección sur, resultó ser el estuario de un río; pero de un río de tan asombroso caudal que jamás, ni por lo más remoto, había contemplado personalmente, ni tan siquiera le había escuchado a ningún viajero de ninguna nacionalidad que pudiera existir un accidente natural de semejantes dimensiones sobre la faz de la Tierra.

      Se vio en la obligación de comprobar por tres veces que el agua era dulce y sin ni el más leve punto de salobridad para convencerse de que no se trataba en absoluto de un extraño lugar en el que se mezclaran el mar y un río de mediano tamaño, sino que, en efecto, aquella gigantesca masa líquida de color marrón parecía llegar, imparable, día tras día, hora tras hora y minuto tras minuto, de tierra adentro.

      ¡Santo Dios!

      ¿Qué tamaño tenía que tener un lugar que se perdía de vista en la distancia para que fuera capaz de recoger, acumular y devolver al mar tan inconcebible caudal de agua?

      En La Gomera no existían más que pequeños arroyos que se salvaban de un simple salto, en una isla tan extensa como Santo Domingo la desembocadura del río Ozama podía atravesarse de veinte brazadas, y en la «Tierra Firme» del sur había navegado por un río de considerable tamaño, pero que en nada, ¡nada!, se parecía ni remotamente a lo que ahora tenía a la vista.

      Y es que para un ser humano más o menos civilizado, aunque a decir verdad el canario no lo fuera en exceso, la sola idea de que se pudieran estar arrojando continuamente al mar casi veinte mil metros cúbicos de agua cada segundo resultaba de todo punto inconcebible.

      Cienfuegos se encontraba en aquellos momentos sentado sobre las raíces de un cedro en lo alto de una pequeña colina, contemplando las orillas del gigantesco Misisipi –que en el dialecto de los seminolas venía a significar «Todas las Aguas»–, y que a decir verdad debían serlo puesto que el canario recordaba que cuando años atrás Ingrid le hablaba de su adorado Rin, que según ella era uno de los cauces fluviales más importantes de Europa, sus entusiastas descripciones le hacían quedar, no obstante, como una meada de burro frente a lo que ahora tenía delante.

      –¡No posible! –se repetía una y otra vez–. ¡No es posible que esto sea realmente un río!

      Y es que en ninguna mente de su tiempo cabía la idea de que aquellas aguas vinieran fluyendo desde seis mil kilómetros de distancia, porque sería tanto como admitir que a ese Rin de Ingrid se le hubiera ocurrido la absurda idea de cambiar de dirección para ir a desembocar al golfo de Cádiz, aumentando proporcionalmente de anchura, profundidad y caudal en relación con la distancia que iba recorriendo.

      Idiotizado ante la magnificencia del paisaje, el canario tuvo una especie de primera visión, a su modo de ver aterradora, sobre el inconcebible tamaño del lugar al que le habían empujado las corrientes, y pese a que cuando al fin se convenció de que aquello era realmente un río y buscó en lo más profundo de sí mismo los adjetivos más apropiados para la ocasión, lo único que se sintió capaz de exclamar fue:

      –¡La leche!

      Hubiera dado años de vida por tener a su lado a Ingrid, Araya o cualquiera de sus hijos o amigos con quienes comentar la fastuosidad de un hallazgo de semejantes características, y lo que en aquellos momentos más le molestaba era la certeza de que si por casualidad algún día tenía la oportunidad de contar lo que había


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