Grandes Esperanzas. Charles DickensЧитать онлайн книгу.
a los hombros de Joe, quien debajo de mí atravesaba los fosos como un cazador, avisando al señor Wopsle para que no se cayera sobre su romana nariz y para que no se quedara atrás. Nos precedían los soldados, bastante diseminados, con gran separación entre uno y otro. Seguíamos el mismo camino que tomé aquella mañana, y del cual salí para meterme en la niebla. Ésta no había aparecido aún, o bien el viento la dispersó antes. Bajo los rojizos resplandores del sol poniente, la baliza y la horca, así como el montículo de la Batería y la orilla opuesta del río, eran perfectamente visibles, apareciendo de color plomizo.
Con el corazón palpitante, a pesar de ir montado en Joe, miré alrededor para observar si divisaba alguna señal de la presencia de los penados. Nada pude ver ni oír. El señor Wopsle me había alarmado varias veces con su respiración agitada, pero ahora ya sabía distinguir los sonidos y podía disociarlos del objeto de nuestra persecución. Me sobresalté mucho cuando tuve la ilusión de que seguía oyendo la lima, pero resultó que no era otra cosa que el cencerro de una oveja. Ésta cesó de pastar y nos miró con timidez. Y sus compañeras, volviendo a un lado la cabeza para evitar el viento y la cellisca, nos miraron irritadas, como si fuéramos responsables de esas molestias. Pero, a excepción de esas cosas y de la incierta luz del crepúsculo en cada uno de los tallos de la hierba, nada interrumpía la inerte tranquilidad de los marjales.
Los soldados avanzaban hacia la vieja Batería, y nosotros íbamos un poco más atrás, cuando, de pronto, nos detuvimos todos. Llegó a nuestros oídos, en alas del viento y de la lluvia, un largo grito que se repitió. Resonaba prolongado y fuerte a distancia, hacia el este, aunque, en realidad, parecían ser dos o más gritos a la vez, a juzgar por la confusión de aquel sonido.
El sargento y los hombres que estaban a su lado hablaban en voz baja cuando Joe y yo llegamos a ellos. Después de escuchar un momento, Joe, quien era buen juez en la materia, y el señor Wopsle, quien lo era malo, convinieron en lo mismo. El sargento, hombre resuelto, ordenó que nadie contestara a aquel grito, pero que, en cambio, se cambiara de dirección y que todos los soldados se dirigieran hacia allá, corriendo cuanto pudieran. Por eso nos volvimos hacia la derecha, adonde quedaba el este, y Joe echó a correr tan aprisa que tuve que agarrarme para no caer.
Corríamos de verdad, subiendo, bajando, atravesando las puertas, cayendo en las zanjas y tropezando con los juncos. Nadie se fijaba en el terreno que pisaba. Cuando nos acercamos a los gritos, se hizo evidente que eran proferidos por más de una voz. A veces parecían cesar por completo, y entonces los soldados interrumpían la marcha.
Cuando se oían de nuevo, aquéllos echaban a correr con mayor prisa y nosotros los seguíamos. Poco después estábamos tan cerca que oímos que una voz gritaba: “¡Asesino!”, y otra voz: “¡Penados! ¡Fugitivos! ¡Guardias! ¡Aquí están los fugitivos!”. Luego las dos voces parecían quedar ahogadas por una lucha, y al cabo de un momento volvían a oírse. Entonces, los soldados corrían como gamos, y Joe los seguía.
El sargento iba delante, y cuando nosotros habíamos pasado ya del lugar en que se oyeron los gritos, vimos que aquél y dos de sus hombres corrían aún, apuntando con los fusiles.
—¡Aquí están los dos! —exclamó el sargento luchando en el fondo de una zanja—. ¡Ríndanse! ¡Salgan uno a uno!
Chapoteaban en el agua y en el barro, se oían blasfemias y se daban golpes; entonces, algunos hombres se echaron al fondo de la zanja para ayudar al sargento. Sacaron separadamente a mi penado y al otro. Ambos sangraban y estaban jadeantes, pero sin dejar de luchar. Yo los conocí enseguida.
—Oiga —dijo mi penado limpiándose con la destrozada manga la sangre que tenía en el rostro y sacudiéndose el cabello arrancado que tenía entre los dedos—. Yo lo he capturado. Se lo he entregado a usted. Téngalo en cuenta.
—Eso no vale gran cosa —replicó el sargento—. Y no te favorecerá en nada, porque te hallas en el mismo caso que él. Traigan las esposas.
—No espero que eso me sea favorable. No quiero ya nada más que el gusto que acabo de tener —dijo mi penado profiriendo una codiciosa carcajada—. Yo lo he atrapado y él lo sabe. Esto me basta.
El otro penado estaba lívido y, además de la herida que tenía en el lado izquierdo de su rostro, parecía haber recibido otras muchas lesiones en todo el cuerpo. Respiraba con tanta agitación que ni siquiera podía hablar, y cuando los esposaron se apoyó en un soldado para no caerse.
—Sepan ustedes... que quiso asesinarme. Éstas fueron sus primeras palabras.
—¿Que quise asesinarlo? —exclamó con desdén mi penado—. ¿Quise asesinarlo y no lo maté? No he hecho más que atraparlo y entregarlo. Nada más. No solamente le impedí que huyera de los marjales, sino que también lo traje aquí, a rastras. Este sinvergüenza se las da de caballero. Ahora los Pontones lo tendrán otra vez, gracias a mí. ¿Asesinarlo? No vale la pena, cuando me consta que le hago más daño obligándole a volver a los Pontones.
El otro seguía diciendo con voz entrecortada:
—Quiso... quiso... asesinarme. Sean... sean ustedes... testigos.
—Mire —dijo mi penado al sargento—. Yo solo, sin ayuda de nadie, me escapé del pontón. De igual modo, podía haber huido por este marjal... Mire mi pierna. Ya no verá usted ninguna argolla de hierro. Y me habría marchado de no haber descubierto que también él estaba aquí. ¿Dejarlo libre? ¿Dejarlo que se aprovechara de los medios que me permitieron huir? ¿Permitirle que otra vez me hiciera servir de instrumento? No, de ningún modo. Si me hubiera muerto en el fondo de esta zanja —añadió señalándola enfáticamente con sus esposadas manos—, si me hubiera muerto ahí, a pesar de todo lo habría sujetado, para que ustedes lo encontraran todavía agarrado por mis manos.
Evidentemente, el otro fugitivo sentía el mayor horror por su compañero, pero se limitó a repetir:
—Quiso... asesinarme. Y si no llegan ustedes en el momento crítico, a estas horas estaría muerto.
—¡Mentira! —exclamó mi penado con feroz energía—. Nació embustero y seguirá siéndolo hasta que muera. Mírenle la cara. ¿No ven pintada en ella su embuste? Que me mire cara a cara. ¡A que no es capaz de hacerlo!
El otro, haciendo un esfuerzo y sonriendo burlonamente, lo cual no fue bastante para contener la nerviosa agitación de su boca, miró a los soldados, luego a los marjales y al cielo, pero no dirigió los ojos a su compañero.
—¿No lo ven ustedes? —añadió mi penado—. ¿No ven ustedes cuán villano es? ¿No se han fijado en su mirada rastrera y pungitiva? Así miraba también cuando nos juzgaron a los dos. Jamás tuvo valor para mirarme a la cara.
El otro, moviendo incesantemente sus secos labios y dirigiendo sus intranquilas miradas de un lado a otro, acabó por fijarlas un momento en su compañero, exclamando:
—No vales la pena de que nadie te mire.
Y al mismo tiempo se fijó en las sujetas manos. Entonces mi penado se exasperó tanto que, a no ser porque se interpusieron los soldados, se habría arrojado contra el otro.
—¿No les dije —exclamó éste— que me habría asesinado si le hubiera sido posible? Todos pudieron ver que se estremecía de miedo y que en sus labios aparecían unas curiosas manchas blancas, semejantes a pequeños copos de nieve.
—¡Basta de charla! —ordenó el sargento—. Enciendan esas antorchas.
Cuando uno de los soldados, que llevaba un cesto en vez de un arma de fuego, se arrodilló para abrirlo, mi penado miró alrededor de él por primera vez y me vio. Yo había echado pie a tierra cuando llegamos junto a la zanja, y aún no me había movido de aquel lugar. Lo miré atentamente, al observar que él volvía los ojos hacia mí, y moví un poco las manos, meneando, al mismo tiempo, la cabeza. Había estado esperando que me viera, pues deseaba darle a entender mi inocencia. No sé si comprendió mi intención, porque me dirigió una mirada que no entendí