Grandes Esperanzas. Charles DickensЧитать онлайн книгу.
que cruzábamos nuestra mirada.
Antes de que volviera a hablar apartó de mí sus ojos y miró su traje, la mesa del tocador y, finalmente, a su imagen reflejada en el espejo.
—¡Tan nuevo para él y tan viejo para mí! —murmuró—. ¡Tan extraño para él y tan familiar para mí, y tan melancólico para los dos! Llama a Estella.
Seguía mirando su imagen reflejada por el espejo, y como yo supuse que hablaba consigo misma, me quedé quieto.
—Llama a Estella —repitió, dirigiéndome una mirada centelleante—. Eso bien puedes hacerlo. Llama a Estella. A la puerta.
Eso de asomarme a la oscuridad de un misterioso corredor de una casa desconocida, llamando a gritos a la burlona joven, a Estella, que tal vez no estaría visible ni me contestaría, me daba la impresión de que gritar su nombre equivaldría a tomarme una libertad extraordinaria, y me resultaba casi tan violento como empezar a jugar en cuanto me lo mandaran. Pero la joven contestó por fin, y, semejante a una estrella efectiva, apareció su bujía, a lo lejos, en el corredor.
La señorita Havisham le hizo seña de que se acercara, y, tomando una joya que había encima de la mesa, observó el efecto que hacía sobre el joven pecho de la muchacha, y también poniéndola sobre el cabello de ésta.
—Un día será tuya, querida mía —dijo—. Y la emplearás bien. Ahora hazme el favor de jugar a los naipes con este muchacho.
—¿Con este muchacho? ¡Si es un labriego!
Me pareció oír la respuesta de la señorita Havisham, pero fue tan extraordinaria que apenas creí lo que oía.
—Pues bien —dijo—, diviértete en destrozarle el corazón.
—¿A qué sabes jugar, muchacho? —me preguntó Estella con el mayor desdén. Contesté indicando el único juego de naipes que conocía, y ella, conformándose, se sentó ante mí y empezamos a jugar.
Entonces fue cuando comprendí que todo lo que había en la estancia, a semejanza del reloj, se había parado e interrumpido hacía ya mucho tiempo. Noté que la señorita Havisham dejó la joya exactamente en el mismo lugar de donde la tomara. Y mientras Estella repartía los naipes, yo miré otra vez a la mesa del tocador, y allí vi el zapato que un día fue blanco y ahora estaba amarillento, pero sin la menor señal de haber sido usado. Miré al pie cuyo zapato faltaba y observé que la media de seda, que también fue blanca y que ahora era de color de hueso, quedó destrozada a fuerza de andar; y aun sin aquella interrupción de todo y sin la inmóvil presencia de los pálidos objetos ya marchitos, el traje nupcial sobre el cuerpo inmóvil no podría haberse parecido más a una vestidura propia de la tumba, ni el largo velo más semejante a un sudario.
Así estaba ella inmóvil como un cadáver, mientras la joven y yo jugábamos a los naipes. Todos los adornos de su traje nupcial parecían de papel de estraza. Nadie sabía entonces de los descubrimientos que, de vez en cuando, se hacen de cadáveres enterrados en antiguos tiempos y que se convierten en polvo en el momento de aparecerse a la vista de los mortales; pero desde entonces he pensado con frecuencia que tal vez la admisión en la estancia de la luz del día habría convertido en polvo a aquella mujer.
—Este muchacho llama mozos a las sotas —dijo Estella con desdén antes de terminar el primer juego—. Y ¡qué manos tan ordinarias tiene! ¡Qué botas!
Hasta aquel momento jamás se me ocurrió avergonzarme de mis manos, pero entonces empecé a considerarlas de un modo muy desfavorable. El desprecio que ella me manifestaba era tan fuerte que no pude menos de notarlo. Ganó el primer juego, y yo di. Naturalmente, lo hice mal, sabiendo, como sabía, que esperaba cualquier torpeza por mi parte. Y, en efecto, inmediatamente me calificó de estúpido, de torpe y de destripaterrones.
—Tú no dices nada de ella —observó dirigiéndose a mí la señorita Havisham mientras miraba nuestro juego—. Ella te ha dicho muchas cosas desagradables, y, sin embargo, no le contestas. ¿Qué piensas de ella?
—No quiero decirlo —tartamudeé.
—Pues ven a decírmelo al oído —ordenó la señorita Havisham inclinando la cabeza.
—Me parece que es muy orgullosa —dije en un murmullo. —¿Y nada más?
—También me parece muy bonita.
—¿Nada más?
—La creo muy insultante —añadí mientras la joven me miraba con la mayor aversión.
—¿Y nada más?
—Creo que debería irme a casa.
—¿Y no verla más, aun siendo tan bonita?
—No estoy seguro de que no desee verla de nuevo, pero sí me gustaría irme a casa ahora.
—Pronto irás —dijo en voz alta la señorita Havisham—. Acaba este juego.
Si se exceptúa una leve sonrisa que observé en el rostro de la señorita Havisham, habría podido creer que no sabía sonreír. Asumió una expresión vigilante y pensativa, como si todas las cosas que la rodeaban se hubieran quedado muertas y ya nada pudiera reanimarlas. Se hundió su pecho y se quedó encorvada; también su voz se había debilitado, de manera que cuando hablaba, su tono parecía mortalmente apacible. Y en conjunto tenía el aspecto de haberse desplomado en cuerpo y alma después de recibir un tremendo golpe.
Terminé aquel juego con Estella, que también me ganó. Luego arrojó los naipes sobre la mesa, como si se despreciara a sí misma por haberme ganado.
—¿Cuándo volverás? —preguntó la señorita Havisham—. Espera que lo piense.
Yo empecé a recordarle que estábamos en miércoles, pero me interrumpió con el mismo movimiento de impaciencia de los dedos de su mano derecha.
—¡Calla, calla! Nada sé ni quiero saber de los días de la semana, ni de las semanas del año. Vuelve dentro de seis días. ¿Entiendes?
—Sí, señora.
—Estella, acompáñalo abajo. Dale algo de comer y déjalo que vaya de una parte a otra mientras come. Vete, Pip.
Seguí la luz al bajar la escalera, del mismo modo como la siguiera al subir, y ella fue a situarse en el mismo lugar en que encontramos la vela. Hasta que abrió la entrada lateral pude imaginarme, aunque sin pensar en ello, que necesariamente sería de noche, y así el torrente de luz diurna me dejó deslumbrado y me dio la impresión de haber permanecido muchas horas a la luz de la bujía.
—Espérate aquí, muchacho —dijo Estella, alejándose y cerrando la puerta.
Aproveché la oportunidad de estar solo en el patio para mirar mis bastas manos y mi grosero calzado. La opinión que me produjeron tales accesorios no fue nada favorable. Nunca me habían preocupado, pero ahora sí me molestaban como cosas ordinarias y vulgares. Decidí preguntar a Joe por qué me enseñó a llamar “mozos” a aquellos naipes cuyo verdadero nombre era el de “sotas”. Y deseé que Joe hubiera recibido mejor educación, porque así habría podido transmitírmela.
Ella volvió trayendo cierta cantidad de pan y carne y un jarrito de cerveza. Dejó este último sobre las piedras del patio y me dio el pan y la carne sin mirarme, con la misma insolencia como si fuera un perro que ha perdido el favor de su amo. Estaba tan humillado, ofendido e irritado, y mi amor propio se sentía tan herido, que no puedo encontrar el nombre apropiado para mis sentimientos, que Dios sabe cuáles eran, pero las lágrimas empezaron a humedecer mis ojos. Y en el momento en que asomaron a ellos, la muchacha me miró muy satisfecha de haber sido la causa de mi dolor. Esto fue bastante para darme la fuerza de contenerlas y de mirarla. Ella movió la cabeza desdeñosamente, pero, según me pareció, convencida de haberme humillado, y me dejó solo.
Cuando se marchó, busqué un lugar donde esconder el rostro, y así llegué