Grandes Esperanzas. Charles DickensЧитать онлайн книгу.
qué grados de parentesco femenino impedían contraer matrimonio. Así, expuso el que había entre Joe y yo. Y como había tendido la mano para hablar, el señor Wopsle aprovechó la ocasión para recitar un pasaje terrible de Ricardo III y quedó satisfecho de sí mismo al añadir:
—Según dice el poeta.
Debo observar aquí que cuando el señor Wopsle se refería a mí, consideraba necesario meserme el cabello y metérmelo en los ojos. No puedo comprender por qué las personas de su posición social que visitaban nuestra casa habían de someterme al mismo proceso irritante, en circunstancias semejantes a las que acabo de describir. Sin embargo, no quiero decir con eso que en mi primera juventud fuera siempre, en el círculo familiar y social de mi casa, objeto de tales observaciones, pero sí afirmo que toda persona de alguna respetabilidad que allí llegaba tomaba tal camino oftálmico con objeto de demostrarme su protección.
Mientras tanto, el desconocido no miraba a nadie más que a mí, y lo hacía como si estuviera resuelto a dispararme un tiro y derribarme. Pero después de preguntar por el parentesco que nos unía a mí y a Joe no dijo nada más hasta que trajeron las copas de ron y de agua. Entonces disparó, y su disparo fue, ciertamente, extraordinario.
No hizo ninguna observación verbal, sino que procedió en silencio, aunque dirigiéndose a mí tan sólo. Mezcló el ron y el agua sin dejar de mirarme, y lo probó sin quitarme los ojos de encima. Pero lo notable es que revolvió el agua y el licor y se llevó la mezcla a la boca no con la cucharilla que le ofrecieron, sino con una lima.
Lo hizo de tal modo que nadie más que yo vio la herramienta, y en cuanto terminó la limpió y se la guardó en el bolsillo del chaleco. Reconocí inmediatamente la lima de Joe, y entonces reconocí también al penado. Me quedé mirándolo, sin saber qué hacer, pero él, entonces, se reclinó en su banco y, sin fijarse en mí para nada, empezó a hablar principalmente de coles.
Se experimentaba una deliciosa sensación de limpieza y de tranquilidad antes de reanudar la vida corriente en nuestro pueblo y en las tardes del sábado. Esto estimulaba a Joe a permanecer fuera de casa los sábados hasta media hora más que de costumbre. Y pasados que fueron la media hora y el agua con ron, Joe se levantó para marcharse y me tomó la mano.
—Espere usted un momento, señor Gargery —dijo el desconocido—. Me parece tener en mi bolsillo un chelín nuevo y, si es así, se lo voy a regalar al muchacho.
Rebuscó en un puñado de monedas de poco valor, sacó el chelín, lo envolvió en un papel arrugado y me lo entregó, diciendo:
—Ya es tuyo. Acuérdate. Para ti solo.
Le di las gracias, mirándolo con mayor intensidad de la que permitía la cortesía, y salí agarrado a la mano de Joe. Dio a éste las buenas noches, así como también al señor Wopsle, quien salió con nosotros, y a mí no me dedicó más que una mirada con su ojo semicerrado; pero no, no fue una mirada, porque acabó de cerrarlo, y nadie puede imaginarse las maravillas de expresión que pueden darse a un ojo ocultándolo por completo.
Durante nuestro camino hacia casa, si yo hubiera tenido humor de hablar, la conversación se habría convertido en monólogo, porque el señor Wopsle se despidió de nosotros a la puerta de Los Tres Alegres Barqueros, y Joe, durante todo el camino, tuvo la boca abierta para que el aire hiciera desaparecer de ella el olor del ron. Pero yo estaba tan asombrado de haber encontrado a mi antiguo conocido, que no podía pensar en otra cosa.
Mi hermana no estaba de demasiado mal humor cuando nos presentamos en la cocina, y Joe se sintió reanimado por su deseo de referirle el regalo que me habían hecho de un chelín brillante y nuevo.
—Será falso —exclamó, resuelta, la señora Joe—. Si fuera bueno, no se lo habría dado al muchacho. Vamos a verlo.
Yo lo desenvolví del papel, y resultó ser legítimo.
—Pero ¿qué es esto? —exclamó la señora Joe dejando caer el chelín y tomando el papel que lo envolviera—. ¿Dos billetes de una libra esterlina?
En efecto, no menos de dos billetes de una libra esterlina, que parecían haber estado circulando por todos los mercados de ganado del condado. Joe se puso el sombrero otra vez y, llevando los billetes, se encaminó a Los Tres Alegres Barqueros para devolverlos a su propietario. Mientras estuvo fuera me senté en mi taburete acostumbrado, mirando con asombro a mi hermana y sintiendo la convicción de que aquel hombre ya no estaría allí.
Poco después volvió Joe diciendo que el desconocido se había marchado, pero que él, Joe, dejó recado en Los Tres Alegres Barqueros referente a los billetes. Entonces mi hermana los envolvió en un trozo de papel y los puso bajo unas hojas secas de rosa, en una tetera de adorno que había en lo alto de un armario y en la sala de la casa. Y allí permanecieron durante muchos días y muchas noches, constituyendo una pesadilla para mí.
Interrumpiendo mi sueño de sobremesa me fui a la cama pensando en que aquel hombre extraño me apuntaba con su fusil invisible y también que no era nada agradable estar secretamente relacionado o haber conspirado con penados, detalle de mis primeros tiempos que había olvidado ya. También me obsesionaba la lima, y temí que, cuando menos lo esperara, volvería a aparecérseme. Quise dormirme refugiándome en la idea de mi visita del miércoles próximo a casa de la señorita Havisham, y en mi sueño vi que la lima salía de una puerta y se acercaba a mí sin que la empuñara nadie, y, así, me desperté dando un grito de miedo.
Capítulo XI
El día fijado volví a casa de la señorita Havisham y con algún temor llamé a la puerta, por la que apareció Estella. Después de permitirme la entrada, cerró como el primer día y nuevamente me condujo al corredor oscuro en donde dejara la bujía. Pareció no fijarse en mí hasta que tuvo la vela en la mano, y entonces, mirando por encima de su hombro, me dijo:
—Hay que venir por aquí.
Y me llevó a otra parte desconocida de la casa.
El corredor era muy largo y parecía rodear los cuatro lados de la casa. Sólo atravesamos un lado de aquel cuadrado, y al final ella se detuvo, dejó la vela en el suelo y abrió la puerta. Allí podía ver la luz diurna, y me encontré en un patinillo enlosado, cuyo lado extremo lo formaba una pequeña vivienda que tal vez había pertenecido al gerente o al empleado principal de la abandonada fábrica de cerveza. En la pared exterior de aquella casa había un reloj, y, como el de la habitación de la señorita Havisham y también a semejanza del de ésta, se había parado a las nueve menos veinte. Nos dirigimos a la puerta de la casita, que estaba abierta, y entramos a una tétrica habitación de techo muy bajo, situada en la planta baja y en la parte trasera. En la estancia había algunas personas, y cuando Estella llegó hasta ella me dijo:
—Quédate aquí hasta que te llamen.
Con estas palabras me indicó la ventana, y yo me dirigí a ella mirando a través de sus cristales y en una situación de ánimo muy desagradable.
La ventana daba a un rincón miserable del jardín abandonado, y se veían algunos tallos de coles casi podridos y un boj podado mucho tiempo antes, en forma semejante a un pudín y que había echado un renuevo de diferente color en la parte superior, alterando la forma general y como si aquella parte del pudín se hubiera caído de la cacerola, quemándose. Ésta fue mi impresión mientras miraba el boj. La noche anterior había nevado un poco, y la nieve desapareció casi por completo, pero no había acabado de derretirse en la parte sombreada de aquel trozo de jardín; el viento recogía los copos y los arrojaba a la ventana, como si me invitara a reunirme con ellos.
Comprendí que mi llegada había interrumpido la conversación en la estancia y que todos sus ocupantes me estaban mirando. De la habitación no podía ver más que el brillo del fuego que se reflejaba en un cristal de la ventana, pero me enderecé cuanto me fue posible, persuadido de que en aquellos momentos estaba sujeto a una inspección minuciosa.
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