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Grandes Esperanzas. Charles DickensЧитать онлайн книгу.

Grandes Esperanzas - Charles Dickens


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      Todos parecían esperar el buen placer de alguien, y la más locuaz de las señoras se esforzaba en hablar campanudamente con objeto de contener un bostezo. Aquella señora, llamada Camila, me recordaba mucho a mi hermana, con la diferencia de que tenía más años, y, algo que observé al mirarla, unas facciones que denotaban una inteligencia mucho más obtusa. Y en realidad, cuando la conocí mejor, comprendí que solamente por favor divino tenía facciones; tan inexpresivo era su rostro.

      —¡Pobrecillo! —dijo aquella señora de un modo tan brusco como el de mi hermana—. No es enemigo de nadie más que de sí mismo.

      —Mucho mejor sería ser enemigo de otro —observó el caballero—, y también más natural.

      —Primo Raimundo —observó otra señora—, hemos de amar a nuestro prójimo.

      —Sara Pocket —replicó el primo Raimundo—, si un hombre no es su propio prójimo, ¿quién lo será?

      La señorita Pocket se echó a reír, y Camila la imitó, diciendo, mientras contenía un bostezo:

      —¡Vaya una idea!

      Pero me produjo la impresión de que a todos les pareció una idea magnífica. La otra señora, que aún no había hablado, dijo, con gravedad y con el mayor énfasis:

      —Es verdad.

      —¡Pobrecillo! —continuó diciendo Camila, mientras yo me daba cuenta de que no había cesado de observarme—. ¡Es tan extraño! ¿Puede creerse que cuando se murió la esposa de Tom, él no pudiera comprender la importancia de que sus hijos llevaran luto riguroso? ¡Dios mío!—me dijo—, ¿qué importa, Camila, que vistan o no de negro, los pobrecillos? Es igual que Mateo. ¡Vaya una idea!

      —Es hombre inteligente —observó el primo Raimundo—. No quiera Dios que deje de reconocer su inteligencia, pero jamás tuvo ni tendrá ningún sentido de las conveniencias.

      —Ya saben ustedes —dijo Camila— que me vi obligada a mostrarme firme. Dije que, si los niños no llevaban luto riguroso, la familia quedaría deshonrada. Se lo repetí desde la hora del almuerzo hasta la de la cena, y así me estropeé la digestión.

      Por fin, él empezó a hablar con la violencia acostumbrada y, después de proferir algunas palabrotas, me dijo que hiciera lo que me pareciera. ¡Gracias a Dios, siempre será un consuelo para mí pensar que salí inmediatamente, a pesar de que diluviaba, y compré todo lo necesario!

      —Él lo pagó, ¿no es verdad? —preguntó Estella.

      —Nada importa, mi querida niña, averiguar quién pagó —replicó Camila—. Yo lo compré todo. Y, muchas veces, cuando me despierto por las noches, me complace pensar en ello.

      El sonido de una campana distante, combinado con el eco de una llamada o de un grito que resonó en el corredor por el cual yo había pasado, interrumpió y fue causa de que Estella me dijera:

      —Ahora, muchacho.

      Al volverme, todos me miraron con el mayor desdén, y cuando salía oí que Sara Pocket decía:

      —Ya me lo parecía. Veremos qué ocurre luego. Y Camila, con acento indignado, exclamaba:

      —¿Se vio jamás un capricho semejante? ¡Vaya una idea!

      Mientras, alumbrados por la bujía, avanzábamos por el corredor, Estella se detuvo de pronto y, mirando alrededor, dijo con tono insultante y con su rostro muy cerca del mío:

      —¿Qué hay?

      —Señorita... —contesté yo, a punto de caerme sobre ella y conteniéndome. Ella se quedó mirándome y, como es natural, yo la miré también.

      —¿Soy bonita?

      —Sí, creo que es usted muy bonita.

      —¿Soy insultante?

      —No tanto como la última vez —contesté.

      —¿No tanto?

      —No.

      Al dirigirme la última pregunta pareció presa de la mayor cólera y me golpeó el rostro con tanta fuerza como le fue posible en el momento en que yo le contestaba. —¿Y ahora? —preguntó—. ¿Qué piensas de mí ahora, monstruo asqueroso? —No quiero decírselo.

      —Porque vas a ir arriba, ¿no es así?

      —No. No es por eso.

      —Y ¿por qué no lloras otra vez?

      —Porque no volveré a llorar por usted —dije.

      Lo cual, según creo, fue una declaración falsa, porque interiormente estaba llorando por ella y sé lo que sé acerca del dolor que luego me costó.

      Subimos la escalera cuando terminó este episodio, y mientras lo hacíamos encontramos a un caballero que bajaba.

      —¿A quién tenemos aquí? —preguntó el caballero, inclinándose para mirarme. —A un muchacho —dijo Estella.

      Era un hombre corpulento, muy moreno, dotado de una cabeza enorme y de una mano que correspondía al tamaño de aquélla. Me tomó la barbilla con su manaza y me hizo levantar la cabeza para mirarme a la luz de la bujía. Estaba prematuramente calvo en la parte superior de la cabeza y tenía las cejas negras, muy pobladas, cuyos pelos estaban erizados como los de un cepillo. Los ojos estaban muy hundidos en la cara y su expresión era aguda de un modo desagradable y recelosa. Llevaba una enorme cadena de reloj, y se advertía que hubiera tenido una espesa barba, en el caso de que se la hubiera dejado crecer. Aquel hombre no representaba nada para mí, y no podía adivinar que jamás pudiera importarme, y, así, aproveché la oportunidad de examinarle a mis anchas.

      —¿Es un muchacho de la vecindad? —preguntó—.

      —Sí, señor —contesté.

      —¿Cómo has venido aquí?

      —La señorita Havisham me ha mandado a venir —expliqué.

      —Perfectamente. Ten cuidado con lo que haces. Tengo mucha experiencia con respecto a los muchachos, y me consta que todos son una colección de pícaros. Pero no importa —añadió mordiéndose un lado de su enorme dedo índice en tanto que fruncía el ceño al mirarme—, ten cuidado con lo que haces.

      Diciendo estas palabras me soltó, lo que me satisfizo, porque la mano le olía a jabón de tocador, y continuó su camino escaleras abajo. Me pregunté si sería médico, aunque enseguida me contesté que no, porque, de haberlo sido, tendría unos modales más apacibles y persuasivos. Pero no tuve mucho tiempo para reflexionar acerca de ello, porque pronto me encontré en la habitación de la señorita Havisham, en donde tanto ella misma como todo lo demás estaba igual que la vez pasada. Estella me dejó junto a la puerta, y allí permanecí hasta que la señorita Havisham me divisó desde la mesa tocador.

      —¿De manera que ya han pasado todos esos días? —dijo, sin mostrarse sorprendida ni asombrada.

      —Sí, señora. Hoy es...

      —¡Cállate! —exclamó moviendo impaciente los dedos, según tenía por costumbre—. No quiero saberlo. ¿Estás dispuesto a jugar?

      Yo, algo confuso, me vi obligado a contestar:

      —Me parece que no, señora.

      —¿Ni siquiera otra vez a los naipes? —preguntó, con mirada interrogadora. —Sí, señora. Puedo jugar a eso, en caso de que usted lo desee.

      —Ya que esta casa te parece antigua y tétrica, muchacho —dijo la señorita Havisham, con acento de impaciencia—, y, por consiguiente, no tienes ganas de jugar, ¿quieres trabajar, en cambio?

      Pude contestar a esta pregunta con mejor ánimo que a la anterior, y manifesté que estaba por completo dispuesto a ello.


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