Grandes Esperanzas. Charles DickensЧитать онлайн книгу.
en apariencia disgustado—, creo que entre tú y yo no hay que hablar de eso, puesto que ya sabes que mi contestación ha de ser negativa. Y como ya lo sabes, Pip, ¿para qué he de repetírtelo?
La señorita Havisham lo miró, dándose cuenta de quién era, realmente, Joe, mejor de lo que yo mismo habría imaginado, y tomó una bolsa de la mesa que estaba a su lado.
—Pip se ha ganado una recompensa aquí —dijo—. Es ésta. En esta bolsa hay veinticinco guineas. Dalas a tu maestro, Pip.
Como si la extraña habitación y la no menos extraña persona que la ocupaba lo hubieran trastornado por completo, Joe persistió en dirigirse a mí.
—Eso es muy generoso por tu parte, Pip —dijo—. Y aunque no hubiera esperado nada de eso, no dejo de agradecerlo como merece. Y ahora, muchacho —añadió, dándome la sensación de que esta expresión familiar era dirigida a la señorita Havisham—. Ahora, muchacho, podremos cumplir con nuestro deber. Tú y yo podremos cumplir nuestro deber uno con otro y también para con los demás, gracias a tu espléndido regalo.
—Adiós, Pip —dijo la señorita Havisham—. Acompáñalos, Estella.
—¿He de volver otra vez, señorita Havisham? —pregunté.
—No. Gargery es ahora tu maestro. Haga el favor de acercarse, Gargery, que quiero decirle una cosa.
Mientras yo atravesaba la puerta, mi amigo se acercó a la señorita Havisham, quien dijo a Joe con voz clara:
—El muchacho se ha portado muy bien aquí, y ésta es su recompensa. Espero que usted, como hombre honrado, no esperará ninguna más ni nada más.
No sé cómo salió Joe de la estancia, pero lo que sí sé es que cuando lo hizo se dispuso a subir la escalera en vez de bajarla, sordo a todas las indicaciones, hasta que fui en su busca y lo agarré. Un minuto después estábamos en la parte exterior de la puerta, que quedó cerrada, y Estella se marchó. Cuando de nuevo estuvimos a la luz del día, Joe se apoyó en la pared y exclamó: —¡Es asombroso!
Y allí repitió varias veces esta palabra con algunos intervalos, hasta el punto de que empecé a temer que no podía recobrar la claridad de sus ideas. Por fin prolongó su observación, diciendo:
—Te aseguro, Pip, que es asombroso.
Y así, gradualmente, volvimos a conversar de asuntos corrientes y emprendimos el camino de regreso.
Tengo razón para creer que el intelecto de Joe se aguzó gracias a la visita que acababa de hacer y que en nuestro camino hacia casa del tío Pumblechook inventó una sutil estratagema. De esto me convencí por lo que ocurrió en la sala del señor Pumblechook, en donde, al presentarnos, mi hermana estaba conferenciando con aquel detestado comerciante en granos y semillas.
—¿Qué? —exclamó mi hermana dirigiéndose inmediatamente a los dos—. ¿Qué les ha sucedido? Me extraña mucho que se dignen en volver a nuestra pobre compañía.
—La señorita Havisham —contestó Joe mirándome con fijeza y como si hiciera un esfuerzo para recordar— insistió mucho en que presentáramos a ustedes... Oye, Pip: ¿dijo cumplimientos o respetos?
—Cumplimientos —contesté yo.
—Así me lo figuraba —dijo Joe—. Pues bien, que presentáramos sus cumplimientos a la señora Gargery.
—Poco me importa eso —observó mi hermana, aunque, sin embargo, complacida.
—Dijo también que habría deseado —añadió Joe mirándome de nuevo y en apariencia haciendo esfuerzos por recordar— que si el estado de su salud le hubiera permitido... ¿No es así, Pip?
—Sí. Deseaba haber tenido el placer... —añadí.
—... de gozar de la compañía de las señoras —dijo Joe dando un largo suspiro. —En tal caso —exclamó mi hermana dirigiendo una mirada ya más suave al señor Pumblechook—, podría haber tenido la cortesía de mandarnos primero este mensaje. Pero, en fin, vale más tarde que nunca. ¿Y qué le ha dado al muchacho?
La señora Joe se disponía a dar suelta a su mal genio, pero Joe continuó diciendo:
—Lo que ha dado, lo ha dado a sus amigos. Y por sus amigos, según nos explicó, quería indicar a su hermana, la señora J. Gargery. Éstas fueron sus palabras: “a la señora J. Gargery”. Tal vez —añadió— ignoraba si mi nombre era Joe o Jorge.
Mi hermana miró al señor Pumblechook, quien pasó las manos con suavidad por los brazos de su sillón y movió afirmativamente la cabeza, devolviéndole la mirada y dirigiendo la vista al fuego, como si de antemano estuviera enterado de todo.
—¿Y cuánto les ha dado? —preguntó mi hermana riéndose, sí, riéndose de veras. —¿Qué dirían ustedes —preguntó Joe— acerca de diez libras?
—Diríamos —contestó secamente mi hermana— que está bien. No es demasiado, pero está bien.
—Pues, en tal caso, puedo decir que es más que eso.
Aquel desvergonzado impostor de Pumblechook movió enseguida la cabeza de arriba abajo y, frotando suavemente los brazos del sillón, exclamó:
—Es más.
—Lo cual quiere decir... —articuló mi hermana.
—Sí, así es —replicó Pumblechook—, pero espera un poco. Adelante, Joe, adelante. —¿Qué dirían ustedes —continuó Joe— de veinte libras esterlinas?
—Diríamos —contestó mi hermana— que es una cifra muy bonita.
—Pues bien —añadió Joe—, es más de veinte libras.
Aquel abyecto hipócrita de Pumblechook afirmó de nuevo con la cabeza y se echó a reír, dándose importancia y diciendo:
—Es más, es más. Adelante, Joe.
—Pues, para terminar —dijo Joe, muy satisfecho y tendiendo la bolsa a mi hermana—, digo que aquí hay veinticinco libras.
—Son veinticinco libras —repitió aquel sinvergüenza de Pumblechook, levantándose para estrechar la mano de mi hermana—. Y no es más de lo que tú mereces, según yo mismo dije en cuanto se me preguntó mi opinión, y deseo que disfrutes de este dinero. Si aquel villano se hubiera interrumpido entonces, su caso habría sido ya suficientemente desagradable, pero aumentó todavía su pecado apresurándose a tomarme bajo su custodia con tal expresión de superioridad que dejó muy atrás toda su criminal conducta.
—Ahora, Joe y señora —dijo el señor Pumblechook tomándome por el brazo y por encima del codo—, tengan en cuenta que yo soy una de esas personas que siempre acaban lo que han comenzado. Este muchacho ha de empezar a trabajar cuanto antes. Éste es mi sistema. Cuanto antes.
—Ya sabe, tío Pumblechook —dijo mi hermana mientras agarraba la bolsa del dinero— que le estamos profundamente agradecidos.
—No se ocupen de mí para nada —replicó aquel diabólico tratante en granos—. Un placer es un placer, en cualquier parte del mundo. Pero en cuanto a este muchacho, no hay más remedio que hacerlo trabajar. Ya lo dije que me ocuparía de eso.
Los jueces estaban sentados en la sala del tribunal, que se hallaba a poca distancia, y en el acto fuimos todos allí con intención de formalizar mi contrato de aprendizaje a las órdenes de Joe. Digo que fuimos allí, pero, en realidad, fui empujado por Pumblechook del mismo modo como si acabara de robar una bolsa o incendiado algunas gavillas. La impresión general del tribunal fue la de que acababan de agarrarme in fraganti, porque cuando el señor Pumblechook me dejó ante los jueces oí que alguien preguntaba: “¿Qué ha hecho?”, y otros replicaban: “Es un muchacho muy joven, pero tiene cara de malo, ¿no es verdad?”. Una persona de aspecto suave